—Mi señor, te doy mi palabra. Es parte de mi cometido: cuando oigo girar la llave, compruebo que la puerta esté bien cerrada. La noche del crimen no fue una excepción.
Amerotke dejó que regresase con los demás.
—¿Dónde guardaba la llave Nemrath?
—En un ganchito que llevaba colgado de la faja —repuso Tetiky.
—¿Cuántas llaves hay?
—Sólo ésta.
Tetiky se dirigió a uno de los cojines, lo levantó y le tendió la llave, una pieza larga y delgada de cobre con intrincados grabados, con los dientes en un extremo y, en el otro, la cabeza de un chacal.
—La forma del cerrojo es muy enrevesada —observó el capitán—, y esta llave tiene una factura muy laboriosa, difícil de copiar.
—¿Así que Nemrath echó el cerrojo —el juez tomó la llave—, guardó la llave en su faja y comenzó su vigilia?
Tetiky asintió.
—¿Qué hiciste tú, Khety?
—Comenzar mi propia vigilia.
—¿Y tú? —Amerotke se volvió hacia Ita.
Sus ojos se encogieron a modo de sonrisa.
—Yo soy la doncella del dios, mi señor. Una vez caída la noche, toca a su fin el ayuno de Khety. Durante la segunda guardia le traigo ganso asado, uvas y una jarra de cerveza. La noche de la muerte de Nemrath, no noté nada fuera de lo normal, así que, después de estar un rato hablando con Khety, regresé a la cocina.
Amerotke miró a Tetiky.
—Yo estaba de servicio y cumplí con mi cometido sin notar nada extraño —respondió.
—¿Cuántas veces pasaste por delante de esta capilla? —quiso saber el magistrado.
El capitán hizo una mueca.
—Tres o cuatro durante cada una de las cuatro partes en que dividimos la noche. No se oía ni un ruido. Vi a Ita traer comida. Una de las veces que pasé por aquí, Khety estaba despierto; la vez siguiente, se había dormido. No sucedió nada digno de mención. Al amanecer, escolté hasta aquí a los sacerdotes del día. Siguiendo el ritual, llamé a la puerta; sin embargo, esta vez no hubo respuesta alguna. Volví a llamar gritando el nombre de Nemrath. Persuadido de que podía haber sufrido un ataque, llamé al sumo sacerdote y a algunos miembros de la guardia y, juntos, echamos la puerta abajo.
—¿Cómo lo hicisteis?
—Con un banco —le reveló Tetiky—. La puerta se partió. Entonces colocamos el tablón sobre el estanque y entramos.
—¿Dónde estaba Nemrath?
—Apoyado en la pared —Khety señaló el lugar en que descansaban los cojines—, con los miembros extendidos. Tenía la daga clavada en el pecho. Me precipité sobre él: estaba muerto, y la Gloria de Anubis —añadió con voz temblona— había desaparecido.
Amerotke miró al suelo con una mano alrededor de la boca. Se sentía cansado y confundido; nada parecía tener pies ni cabeza.
—Estás seguro de que la puerta se hallaba bien cerrada, ¿no es así?
—¡Claro que sí! —espetó Tetiky.
—¿Y la llave?
—Seguía en la faja de Nemrath.
—¿Estás seguro?
—Yo también lo comprobé —terció el sacerdote—, igual que Tetiky.
—¿Quién se hallaba presente cuando forzasteis la puerta?
—El sumo sacerdote, yo mismo y otros guardias y sacerdotes. Mi señor Senenmut también acudió.
Amerotke se puso en pie. Miró de hito en hito la estatua negra y dorada de Anubis. Entonces desvió la mirada para dirigirla a la pared contigua, donde se encontraba la célebre representación del dios comparando el peso de una alma con el de la pluma de la verdad. «Ayúdame —le suplicó—. ¿Cómo pueden haber asesinado a un sacerdote y sustraído la amatista sin siquiera forzar la puerta? Estaba cerrada a piedra y lodo y la llave seguía en la faja del difunto.»
El juez cerró los ojos. Debía reunir todas las pruebas posibles, pero no estaba avanzando gran cosa.
—¡Khety! —exclamó sin darse la vuelta—. ¿Se acercó alguien a esta puerta durante tu vela?
—No, mi señor.
—¿No abandonaste el pasadizo de fuera en ningún momento?
—Sólo en una ocasión.
—¿Y cuándo sucedió eso?
—Cuando Ita trajo las provisiones —contestó dejando escapar una risa nerviosa—. Debía aliviar mis necesidades.
Amerotke giró sobre sus talones y caminó hacia ellos.
—Y tú, Tetiky, ¿no notaste nada fuera de lo normal?
—Ya te he dicho, mi señor, que pasé por aquí y vi a Khety de guardia, y también que en una ocasión lo encontré dormido. Vi a Ita traer la jarra de cerveza y regresar a la cocina.
—Khety, tú estabas aquí fuera; ¿oíste algún revuelo en el interior?
—Por extraño que parezca, no oí nada.
El magistrado asintió con un gesto.
—En tal caso, creo que ya os he retenido el tiempo suficiente.
Los dejó marchar y esperó hasta que hubo cruzado el pontón el capitán del cuerpo de guardia para cerrar tras ellos. Hecho esto, se agachó para apoyarse contra el muro. Alguien llamó a la puerta.
—¡Adelante!
Shufoy la abrió.
—¡Ten cuidado! —le advirtió Amerotke.
—No te preocupes, amo —observó Shufoy, que permaneció de pie en el umbral, con una sonrisa de oreja a oreja—. Ya he oído hablar de esto.
—¿Y qué es lo que has oído por ahí?
—Nada, mi señor. La noche que asesinaron a Nemrath no hubo trastorno alguno. Khety no abandonó su puesto en todo el turno. Ita le llevó un refrigerio de la cocina y regresó con la jarra vacía.
—¿Qué más?
—Khety y Nemrath se llevaban bien. El primero es un erudito, y también mantiene buenas relaciones con Ita.
—¿Y Nemrath?
—Según los rumores, era algo lascivo y muy aficionado a comer y beber.
—Como todos los sacerdotes.
Amerotke se puso en pie y cruzó con cuidado el estanque sagrado. Desde el pasillo, volvió a mirar al interior de la sala.
—¿Quién lo hizo, amo?
—Eso sí lo sé: Khety, Ita o Tetiky. Uno de ellos, dos o los tres están implicados, pero no tengo la menor idea de cómo lo hicieron. —Sacudió la cabeza—. Eso sólo lo sabe el dios Anubis.
—¿Y qué hay de Belet? —quiso saber Shufoy—. Nos ha invitado, a Prenhoe y a mí, a cenar con él y con Seli. Aún está inquieto, mi señor…
—¿Has descubierto algo más?
El enano meneó la cabeza.
—Yo tampoco —añadió Amerotke desabrido—. Lo único que puedo decir, Shufoy, es que planearon un robo. Necesitaban a un cerrajero y eligieron a Belet porque vivía en la aldea de los Rinocerontes. Dieron por hecho que no tenía nada que perder.
—¿Puede ser que pensasen en un lugar como el santuario de Anubis? —preguntó el hombrecillo—. Aquí se ha cometido un robo.
Amerotke volvió la vista para mirar de nuevo a la puerta.
—No —murmuró mientras levantaba un dedo—. Recuerda que Belet dijo que en el lugar elegido no había guardias. No, el robo de la Gloria de Anubis hubo de necesitar de algo más que un cerrajero. Una cosa así requiere una planificación detallada y la astucia de una serpiente.
Amerotke atravesó el mercado. Shufoy le seguía los pasos cantando en voz baja una canción de amor.
¡Corre, corazón mío, huye de ella,
pues bien conoces ya el signo de su amor!
No esperaré a que venga a asirme de la túnica
para aplacar con manos frías el ardor de mi alma.
—Una canción deliciosa. —Amerotke balanceó su bastón y volvió la vista para mirar al desconsolado Shufoy—. ¿Se refiere tal vez a la
heset
?
—A las mujeres en general —repuso afligido—. Son como mariposas en el jardín de mi corazón. Les he dado los mejores años de mi vida. Por la mañana —prosiguió altisonante—, los anhelos del hombre son agua; a la hora del crepúsculo, se han tornado en polvo y la escudilla en que se guardaban está quebrada.
Se detuvo para enjugar una lágrima furtiva. Amerotke se prometió no sonreír ni dejar escapar una carcajada. No había nada más lúgubre que Shufoy enamorado.
—Vamos, pequeño —lo exhortó con amabilidad—. Tomaremos una jarra de cerveza al fresco en la azotea, la acompañaremos con dulces y un cuenco de fruta y te dejaré entonar una de tus canciones. ¿Qué te ocurre? —preguntó bajando la mirada hacia el enano—. ¿A qué viene ese repentino arrebato enamorado, Shufoy? ¿Tiene algo que ver con los desposorios de tu amigo?
—Un hombre sin mujer es como un cuerpo sin alma: Prenhoe me lo ha advertido. Tuvo un sueño anteanoche: yo iba montado a la grupa de una bailarina; ella me llevó hasta el Nilo, pero luego se transformó en hipopótamo…
Amerotke no pudo contener una risotada, tan violenta que hizo que los comerciantes y vendedores de alrededor levantasen la cabeza y se maravillasen ante la visión de aquel juez de túnica blanca y sandalias sagradas ribeteadas en púrpura y de su deforme compañía. El magistrado agitó el bastón y tomó a Shufoy de la mano.
—Venga, pequeño Bes; el día toca a su fin y nosotros también hemos acabado por hoy. Así que no estés triste: dejemos que la oscuridad nos consuele.
—Me alegra haber salido de ese templo. —El hombrecillo dio un saltito ante tal muestra de amistad por parte de su amo—. ¡Qué sitio tan lóbrego! No me gustan nada esos de Mitanni ni los guardias con la insignia del chacal. Es verdad que es un buen lugar para los fantasmas.
—¿Fantasmas? —preguntó el magistrado deteniéndose—. ¿Fantasmas por qué, Shufoy?
—Eso es lo que me han dicho los guardias. Algunos han visto a Anubis pasear por su propio templo, con sus sandalias negras, un faldellín de combate del mismo color y el rostro cubierto por una enorme máscara de chacal ribeteada en oro.
—Habrían bebido demasiado —espetó el juez.
—Bueno, eso es lo que me dijeron —repuso Shufoy en tono lastimero.
Amerotke reanudó la marcha. A pesar de que había anochecido, el mercado seguía lleno de actividad: los barberos afeitaban a sus clientes bajo los árboles; los soldados, fuera de servicio, buscaban con gran estruendo un lupanar, procurando mantenerse alejados de los agentes de la policía, que patrullaban las calles anejas al templo porra en mano, dispuestos a sofocar cualquier alteración del orden público; los tenderetes de los carniceros estaban vacíos, pues habían destruido la mercancía que no habían vendido y empezaba a mostrar signos de putrefacción; los pordioseros se acercaban y se ofrecían para espantar las moscas, a lo que Shufoy respondía irritado que ése era precisamente su trabajo; los habitantes de la ribera pululaban por entre las calles de la ciudad en busca de dinero fácil. Por todos lados había mendigos y ladrones, magos y estafadores. Un grupo de músicos borrachos que habían pasado demasiado tiempo en la bodega emitía un destemplado estruendo para deleite de los transeúntes, que, en lugar de lanzarles obsequios, se limitaban a burlarse de sus frenéticos esfuerzos por guardar la compostura. Amerotke, sin levantar la cabeza, apretó aún más la mano de Shufoy. El hombrecillo tenía cierta tendencia a alejarse en estos casos, atraído sobre todo por los médicos ambulantes, buhoneros que aseguraban poseer facultades maravillosas y ofrecían exóticos brebajes para sanar todo tipo de achaques.
—¿Ya no te interesa la medicina? —le preguntó el juez.
—Hay demasiados comerciantes en el mercado —respondió Shufoy. Le ofreció su parasol como si fuera el cetro del faraón—. Los dioses me reclaman para ejercer otro tipo de trabajo.
—¿Y de qué se trata?
—De hacer de poeta amatorio.
Amerotke se mordió un labio.
—Mercader de poemas y pociones —prosiguió Shufoy—. No, amo; no te rías. Soy como un rebosante pozo lírico: en mi interior gorgotea un manantial eterno listo para dejar brotar de su interior canciones y versos capaces de embelesar cualquier corazón.
—Norfret no se lo va a creer —musitó Amerotke—. ¡Vamos, Shufoy!
Apretaron el paso en dirección a las puertas de la ciudad, dos pilares colosales dominados por altas torres. Las puertas estaban cerradas y atrancadas, pero el vigía reconoció a Amerotke y lo dejó pasar a través de un portillo que se abría a la carretera pavimentada de basalto que corría paralela al Nilo. El magistrado alcanzó a ver el río a su derecha, que destellaba a la pálida luz de la luna. Las barcas de pesca, aún atareadas, surcaban su superficie como escarabajos. Los faroles parpadeaban. La brisa llevaba los gritos de los pescadores mezclados con los sonidos del agua, el constante croar de las ranas y la llamada de las aves que, de cuando en cuando, alzaban el vuelo con gracia a lo largo de las márgenes del Nilo.
—Los de esas embarcaciones deberían tener cuidado —murmuró Shufoy—; al hipopótamo no le gusta que lo molesten. Donde hay pescadores, siempre aparece el hipopótamo, y no tardan en llegar los cocodrilos.
Amerotke señaló con un gesto las casuchas embadurnadas de barro que flanqueaban el camino.
—Son pobres, Shufoy: lo único que tienen para comerciar es el pescado fresco que llevarán por la mañana al mercado.
Siguieron caminando y se cruzaron con comerciantes nocturnos que se dirigían a la ciudad. Otros iban a diversos encuentros, banquetes y fiestas. La carretera estaba plagada de ricos y pobres: mercaderes acaudalados subidos en burros o palanquines y menesterosos arracimados como manadas de gansos. Al fin, la multitud se fue despejando. Dejaron el variopinto laberinto de chabolas de una sola planta, el aire agrio impregnado del olor de pescado frito, cerveza barata y pan mohiento. La gente llamaba a aquel lugar el Valle de la Mugre, un laberinto de chozas construidas por los trabajadores que acudían en bandadas a la ciudad. Finalmente salieron a campo abierto. Desde la otra orilla del Nilo, temblaban palpitantes las luces de la Necrópolis. Los sonidos llegaban amortiguados. Shufoy volvió a recitar entre dientes un poema de amor. Amerotke dejó caer las manos, inmerso en sus meditaciones acerca de lo sucedido aquel día. Sólo cuando Shufoy le dio unos suaves golpecitos en la muñeca, cayó en la cuenta de los pasos que los seguían. Se dio la vuelta sin dudar un instante, con el bastón asido con fuerza. De pie, como grotescas formas recortadas sobre la oscuridad, vio cinco o seis figuras.
—Decidme, seáis quienes seáis —gritó—: ¿me estáis siguiendo o sólo queréis pasar?
—Ni lo uno ni lo otro, señor Amerotke.
El juez tomó aire para ahuyentar el miedo. Norfret acostumbraba mostrar su preocupación ante el hecho de que volviese a casa de noche y le instaba a acompañarse de un grupo de hombres o, al menos, a pedir a Asural que lo escoltase. El siempre se había negado, pero en aquel momento deseaba tener consigo una espada. Shufoy se había retirado y, tras dejar en el suelo su parasol, sacó de su bolsa un cuchillo dentado cananeo.