Los crímenes de Anubis (17 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Sin duda —terció Senenmut— los perros olieron la sangre y salieron a rastrear de dónde provenía.

—¿Cuántos muertos hay? —quiso saber Amerotke.

—No son pocos: en el pabellón se habían quedado dormidas dos bailarinas; oyeron el revuelo, pero no tuvieron la fortuna de escapar; tampoco tuvieron tiempo de huir a algunos guardias del recinto exterior.

Senenmut los volvió a llevar ante el montón de cadáveres y retiró con presteza una de las sábanas. Amerotke hubo de darse la vuelta tapándose la boca con una mano. Pudo vislumbrar los rasgos de Weni, aunque tanto el rostro como el cuerpo habían sido objeto de horribles mutilaciones. El visir dejó caer la tela para que volviese a cubrir el cuerpo. El magistrado y él esperaron mientras Mareb se retiraba para vomitar; el heraldo regresó limpiándose la boca con el dorso de la mano.

—Echemos un vistazo al foso de los perros.

Encontraron la puerta cerrada con llave y bien custodiada. El capitán del escuadrón de la Cobra había desplegado a sus hombres alrededor del lugar, con las flechas preparadas en los arcos. Alicaído, el Can Maestro estaba sentado bajo la encina y, al verlos, se levantó para dirigirse a ellos con aire compungido.

—¿Cuántos perros han sido abatidos? —le preguntó Senenmut.

—En total, la manada contaba con treinta y cuatro, aparte de algún que otro cachorro. Han muerto dieciséis; dos de ellos estaban heridos, así que los he degollado.

—Ahora parecen tranquilos —advirtió Amerotke.

—Les he puesto un bebedizo en el agua. —El cuidador se encogió de hombros—. Han cazado y han comido, así que pasarán el resto del día durmiendo. Mi señor Senenmut, el templo exigirá una compensación.

—¿Cómo ha ocurrido? —inquirió el magistrado.

—Por lo poco que sé —respondió el Can Maestro frotándose los ojos irritados—, alguien asesinó al guardia: tampoco han dejado gran cosa de él.

—¿Estaba alerta? ¿Pudo haber cometido algún error?

—No; era uno de mis mejores hombres: un soldado muy capaz. No logro entenderlo: en lo que queda de su cadáver, no puede verse herida alguna de flecha y, en cualquier caso, haría falta un buen arquero para disparar en la oscuridad. Por otra parte, si su agresor se hubiese acercado… —su voz se fue apagando.

—… Él no habría tenido ningún problema para defenderse —concluyó Amerotke.

—Sí, no era ningún recluta de los que no tienen sangre en las venas: recibía un buen sueldo por su trabajo.

—Sigue —ordenó Senenmut.

—Entonces el asesino sustrajo la llave del cinturón del guardia. —Señaló la puerta con el dedo—. Abrió la cerradura y arrastró el cadáver al interior. —El Can Maestro les mostró las manchas parduscas que se extendían sobre el suelo de gravilla—. Luego tomó un odre o una vasija llena de sangre y fue derramando su contenido de aquí a aquella encina.

—¿No debió de resultar demasiado peligroso para él mismo?

—No, mi señor Amerotke: hubo de transcurrir un breve lapso hasta que los perros se despertaron aguijados por el olor de la sangre. Una vez que han percibido el rastro de una presa, se muestran curiosos y cautos. ¿Has visto alguna vez una jauría que se prepare para cazar? Antes llevan a cabo una danza, un ritual; luego, cuando el cabecilla da la señal, no hay modo alguno de detenerlos. Después de que se escapasen para dispersarse por los jardines del templo, nos despertamos con los gritos y los ladridos, pero ya no había nada que hacer. Enviamos un mensaje urgente al comandante de la guarnición más cercana. Llegaron los arqueros, acompañados por soldados de infantería con antorchas: esos perros sólo se asustan con el fuego. El resto, ya lo sabéis.

—Puedo entender —señaló Amerotke dirigiéndose a Mareb— que atacasen a las dos bailarinas y a los guardias, pero ¿qué hacía Weni deambulando a esas horas de la noche por aquí?

—Se lo he preguntado al portero —repuso el heraldo—. Al parecer, Weni tuvo entretenimiento anoche. Tal vez bebió demasiado y bajó a caminar para despejar su cabeza.

—¿Lo oíste marcharse?

—Creo que sí. Estaba medio dormido en mi habitación cuando se abrió la puerta, como si Weni quisiese comprobar que estaba allí. Entonces salió.

—¿Qué motivo podía tener para hacer eso? —preguntó el magistrado.

Mareb meneó la cabeza. Amerotke dio las gracias a los dos y se alejó junto con Senenmut. El sol empezaba a calentar. Los jardines del templo hervían de sirvientes dedicados a retirar los cadáveres y arreglar el desorden. El ritual cotidiano se había visto alterado: la brisa matutina ya no hacía llegar el canto proveniente de los misteriosos portales ni el olor que desprendían los sacrificios. Amerotke y Senenmut entraron por una puerta lateral y se sentaron en un corredor fresco.

—Esto va a encolerizar a más de uno —señaló el visir con un gruñido—: a la divina Hatasu, a Wanef, a Tushratta, a los sumos sacerdotes del templo… La reina-faraón nos pedirá una explicación.

—La divina Hatasu tendrá que ser paciente, mi señor Senenmut.

—¿No has logrado progresar en este asunto?

—Nada en absoluto. Sólo he podido confirmar que el sacerdote Khety, la doncella Ita y Tetiky, capitán del cuerpo de guardia, son sospechosos de haber robado la Gloria de Anubis. Pero vamos a olvidarnos de eso por un momento. ¿Por qué han dejado escapar a los perros?

—¿Para provocar más confusión? ¿Para asustar a los de Mitanni?

—Cierto —repuso el juez—. Pero ¿qué hacía Weni en los jardines? ¿Lo sabes? —Amerotke fijó la vista en una pintura roja y verde que representaba al faraón sobre su carro.

—Sospecho que lo invitó su propio asesino a reunirse con él.

—¿Por qué? —preguntó el magistrado.

—Sólo son especulaciones. Weni era heraldo de la divina Hatasu, aunque persuadió a los de Mitanni de que estaba con ellos en la paz y en la guerra; dicho con otras palabras, de que era un traidor. Tal vez alguien descubrió que no lo era.

—Y por eso lo han matado —concluyó Amerotke.

—¿Lo
han
matado? —inquirió Senenmut.

—No sé cuántos asesinos habrá. Sea como fuere, lo cierto es que alguien hizo salir a Weni: dejaron escapar a los perros tanto para matarlo como para sembrar el caos.

Senenmut hizo ademán de responderle cuando se abrió la puerta para dar paso a Wanef, Hunro y Mensu. No se habían apresurado: llegaron ataviados con ropajes exquisitos y llevaban el rostro minuciosamente ungido, como si pretendiesen demostrar que lo sucedido aquella noche no les había causado preocupación alguna. El visir y el magistrado se pusieron de pie.

—Mi señor Senenmut —los labios de Wanef dibujaron una sonrisa, aunque sus ojos se mostraban severos—, no deseo discutir lo ocurrido, pero estarás de acuerdo en que esta situación no debe prolongarse… Tenemos la intención de regresar al Oasis de las Palmeras con el propósito de informar de todo al rey Tushratta y solicitar su opinión.

—¿Os retiráis de las negociaciones?

—No, mi señor. No quiero repetirme: debemos consultar con nuestro monarca, que sin duda exigirá a Egipto pruebas de su buena voluntad en este sentido. —Sus ojos se dirigieron a Amerotke.

—Y para demostraros nuestra buena fe, así como para garantizaros que decimos la verdad —el visir tocó con suavidad el brazo del magistrado—, mi señor Amerotke y el heraldo Mareb os acompañarán.

Wanef hizo una reverencia casi imperceptible.

—De acuerdo. Haz llegar a la divina Hatasu nuestras más sinceras condolencias por la muerte de su heraldo Weni. Nos duele en lo más hondo la pérdida de un hombre que llevaba nuestra sangre. —Se permitió una leve sonrisa—. ¡Era un hombrecillo tan ajetreado…!

—¿Qué quieres decir? —inquirió Senenmut.

—No hemos podido menos de preguntarnos —terció Mensu— qué motivos pueden haber llevado a un heraldo a recorrer los jardines de Anubis durante la hora más oscura de la noche.

El visir se encogió de hombros.

—Ha sido un accidente desafortunado —murmuró—. El foso de los perros estará en adelante mejor custodiado: no volverá a suceder.

Cuando se hubieron marchado Wanef y sus acompañantes, Amerotke se apoyó contra un pilar.

—Soy juez de la Sala de las Dos Verdades, no enviado de la Casa de la Paz.

—Debes ir al Oasis de las Palmeras —ordenó Senenmut—. Necesitamos enviar a una persona en quien confiemos y con quien Tushratta sepa que puede hacer otro tanto. Tú tienes el ojo atento y la mente despierta: tal vez puedas descubrir algo. ¿Vas a ir?

Amerotke accedió con un suspiro.

—Los de Mitanni están nerviosos —observó Senenmut—. No quieren tener cerca a nuestros escuadrones de carros. Te considerarán un emisario sagrado: estarás a salvo.

—¿Weni era medio mitanni? —preguntó Amerotke.

—Creo que sí: por parte de madre.

—¿Tenía su propia habitación en el templo?

—Claro, y una casa en la ciudad.

—En ese caso, no te haré perder más tiempo.

Dicho esto, el magistrado salió con una reverencia. Shufoy, Prenhoe y Asural lo esperaban a la sombra de uno de los pilonos cercanos a la entrada del templo. Se unió a ellos y, tras preguntar a un sirviente, atravesaron juntos los jardines en dirección a la mansioncilla en que se alojaba Weni. Subieron a su aposento, situado en la segunda planta. El cerrojo de su puerta no estaba echado. Amerotke entró, Shufoy abrió una ventana y se pusieron a registrar el lugar.

—¿Qué estamos buscando, amo?

—La verdad, sea la que sea.

Se detuvo al oír que llamaban a la puerta. Senenmut entró en el aposento.

—¡Mi señor —exclamó Amerotke—, ya hemos hablado!

—Sí, pero he estado pensando en la Gloria de Anubis; ¿debemos arrestar al sacerdote Khety y a los demás?

—¿De qué podemos acusarlos? No tenemos el menor indicio que los relacione con el robo. No, mi señor; olvídalo por el momento.

Al salir Senenmut, prosiguieron la búsqueda.

—Weni bebió lo suyo anoche —observó Shufoy al tiempo que señalaba una jarra de vino. Recogió del suelo un brazalete—. Y no sin compañía.

Prenhoe miraba debajo de la cama.

—Anoche soñé que una águila me llevaba a través de las Tierras Rojas…

—Gracias, Prenhoe —espetó Amerotke—. Déjate de águilas: ¿hay algo ahí?

El joven sacó un cofrecillo de madera de sicómoro y un hatillo con costras de barro seco. El magistrado tomó el cofre, lo puso sobre el lecho y lo abrió. Contenía una serie de sellos de los que solían llevar los enviados; el jeroglífico de Hatasu representado en ellos les abría numerosas puertas y permitía que impusiesen su autoridad. Amerotke tomó uno diferente, de forma oval y color verde, con un escorpión armado en una cara y una serpiente en la otra.

—Éste no es egipcio, ¿me equivoco? —Se lo tendió a Asural.

—Es de Mitanni —confirmó él.

El juez vació el resto del cofrecillo sobre la cama y distinguió una daga.

—¡Rápido! —apremió a Prenhoe—. Busca a mi señor Senenmut o a alguien más con cierta autoridad. Quiero ver la daga que usaron para asesinar al sacerdote Nemrath.

El joven salió sin pensarlo dos veces y Amerotke examinó el resto: anillos, brazaletes, trozos de papiro… Parecía no haber nada digno de interés. Tomó la daga e inspeccionó su hoja de origen cananeo y la empuñadura en forma de cánido. Prenhoe regresó con el cuchillo que había quitado la vida a Nemrath y Amerotke pudo comprobar que ambos eran idénticos.

—¿Qué sucede?

Amerotke sopesó las dagas.

—Shufoy, tú conoces bien el mercado. ¿Es frecuente que se vendan de dos en dos armas como éstas?

—Claro que sí; pueden comprarse juegos completos aun de tres o cuatro, e incluso de más.

El magistrado lanzó las dagas sobre el lecho.

—Me he equivocado en lo referente a Khety y el resto. Según las pruebas de que disponemos, el heraldo Weni estaba implicado en el robo de la Gloria de Anubis, pues esta daga coincide con la que mató a Nemrath.

Desanudó el hatillo manchado de barro que Prenhoe había sacado de debajo del lecho. De él sacó un par de sandalias de las empleadas por los soldados, gruesas y reforzadas con tobilleras y cordones. Le llamó sobre todo la atención el lodo adherido a la suela. Lo olió y dejó las sandalias en el suelo.

—Asural, echa un vistazo a esto. ¿Dónde crees que ha estado quien las llevaba puestas?

El capitán de la guardia del templo las estudió con detenimiento.

—Es barro del Nilo —declaró.

—Muy bien. —El juez tomó asiento—. Shufoy, ve al mercado. Llévate contigo esta daga e intenta dar con el mercader que las vende. Asural, Prenhoe, id a buscar al escriba encargado del registro. Quiero que descubráis dónde se encuentra la casa de Weni. Si es necesario, sacad la puerta de sus goznes; registradla de arriba abajo. Más tarde, el heraldo Mareb me escoltará al Oasis de las Palmeras. ¡No, Shufoy; no me preguntes! No puedes venir conmigo. Debes informar de mi paradero a la señora Norfret y asegurarle que estaré a salvo. Te agradecería que lo hicieses rápido para que puedas estar de vuelta cuanto antes.

Cuando se quedó solo, Amerotke suspiró aliviado y cerró la puerta. Las piernas le dolían por la tensión de lo ocurrido y pudo notar un malestar en la garganta. Se sentía decaído y rezaba por no haber contraído la fiebre de Ahmose.

—Quizá sea sólo mi imaginación —murmuró al vacío de aquel dormitorio. Norfret siempre se burlaba del modo en que su mente daba vueltas y más vueltas como un ave que descendiese de los cielos.

Tenía que regresar al tribunal, pero los casos deberían esperar o bien ser remitidos a un cuerpo secundario o a otro juez. Trató de no hacer caso a sus propias dolencias para centrarse en averiguar qué es lo que tenían en común todos esos misterios. Recapituló: una amatista desaparecida; la muerte de una bailarina; peces y otros animales sin vida en el templo de Anubis; el asesinato del señor Snefru; el descuartizamiento del heraldo Weni; el descubrimiento de pruebas que demostraban que tal vez éste no era lo que decía ser, ni siquiera cuando simulaba ser un falso espía.

«Si pudiese encontrar al menos algo que relacionase estos hechos…», pensó. Se tumbó en la cama boca arriba e intentó encontrar un sentido a lo que estaba ocurriendo. ¿Qué diría a Tushratta? ¿Por qué insistía tanto Wanef en regresar al lado de su monarca? ¿Se trataba tan sólo de un gesto diplomático? Los ojos comenzaron a hacérsele pesados hasta sumirlo en un profundo sueño, del que lo sacaron Asural y Prenhoe, inclinados sobre el lecho presas de la inquietud.

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