Los crímenes de Anubis (16 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Es posible —admitió el juez—. A fin de cuentas, la divina Hatasu no es menos astuta que Wanef.

—¿Y Senenmut? —inquirió Norfret.

Amerotke sacudió la cabeza.

—No, no: él es un hombre honrado. No le faltan ni la fuerza física ni la energía necesarias para matar; puede ser taimado, pero se muestra a favor de la paz. Fue él quien persuadió a la divina Hatasu…

—¿En la cámara del consejo o en el lecho?

El esposo sonrió, y estaba a punto de contestar cuando oyó gritar a uno de los niños. Shufoy acudió al pie de las escaleras para comunicarles que no había de qué preocuparse: Curfay estaba teniendo un sueño agitado.

—Podría ser la divina Hatasu —siguió diciendo Amerotke—, pero es más probable que hayan sido los de Mitanni: los asesinatos pueden estar destinados a sembrar la confusión y también a provocar un pretexto que les permita abandonar las negociaciones. En ese caso, han sumado la humillación al daño físico al robar la Gloria de Anubis y el manuscrito de Sinuhé.

—Sí, probablemente esté de acuerdo contigo. —Norfret llenó su copa—. Me has dicho que veneran a un dios cánido. El enmascarado al que han visto cerca del Nilo podría ser uno de ellos: ambicionan el manuscrito de Sinuhé y no le harían ascos a la idea de que la Gloria de Anubis decorase uno de sus templos. Con todo, si esto fuese cierto —concluyó—, significaría que los de Mitanni conocen la forma de entrar en la capilla lateral de la que me has hablado.

Amerotke elevó la vista al cielo. Estaba persuadido de haberse entrevistado con los asesinos de Nemrath, a los que sustrajeron la amatista: Khety, Ita o Tetiky. Se preguntaba si no habrían aceptado un soborno de la delegación de Mitanni. ¿Los habían ayudado en secreto a cometer un asesinato y un sacrilegio? ¿No sería ésa la razón por la que había acudido Sinuhé al templo de Bes? Era de imaginar que no querría que nadie viese a alguien de Mitanni cerca de su casa; eso explicaría que se hubiera visto una figura enmascarada cerca de las ruinas. El magistrado se golpeó un muslo con el puño.

—Nada de todo esto tiene mucha lógica.

Norfret se levantó del diván para acercarse a él y sentarse a su lado.

—¿Dónde se guardaba la llave de la capilla?

—La única que existe se hallaba aún en la faja del sacerdote asesinado cuando forzaron la puerta.

Norfret sonrió y, despacio, se fue abriendo paso a lo largo del diván. Entonces acarició con un dedo el rostro de Amerotke, trazando sus contornos.

—Te espera una noche de cavilaciones, ¿no es así? Piensas quedarte aquí sentado hasta que el cielo se torne azul y el divino aliento de Amón haga entrar a la mañana. —Dejó que una de sus manos se introdujese en la túnica de él—. O tal vez prefieras acudir a mi tribunal para discutir otras cuestiones.

Amerotke la besó en los labios.

—¿Estás tratando de sobornarme?

—¡Mi señor juez! —Norfret pestañeó. Amerotke la atrajo hacia sí y besó sus mejillas perfumadas.

—No te hace ninguna falta —susurró.

—En tal caso —repuso Norfret mientras se ponía cómoda—, se abre la sesión.

***

El heraldo Weni también había hecho lo posible por recrearse aquella noche; al menos, eso hacía imaginar la bailarina que visitó su habitación. Habían comido y bebido, tras lo cual el heraldo había bailado con ella. Al final, ella se había marchado y fueron a llamar a Weni. Así que se puso una capa y se cubrió la cabeza con la caperuza. Echó un vistazo al desorden del aposento y volvió a enjuagarse el rostro acalorado con agua. Había ingerido demasiado vino y los esfuerzos de la
heset
lo habían dejado agotado, pero no tenía más remedio que salir. Recogió la ramita de sicómoro que habían introducido por debajo de la puerta junto con la hoja de tamarindo, la señal convenida para anunciar un encuentro en el lugar acostumbrado. Oyó el sonido del cuerno que anunciaba el principio de la tercera guardia de la noche: el templo y sus custodios no tardarían en quedar en silencio.

Weni abrió la puerta y salió al pasillo. En la mansión que compartía con Mareb y varios escribas de la Casa de la Paz, no se oía ni un ruido. Se detuvo ante la puerta del otro heraldo y la abrió. Éste se hallaba en el lecho, sumido en un profundo sueño. Sus sandalias y el resto de sus vestiduras estaban caídos en el suelo. Weni se sonrió y se escurrió en dirección a las escaleras. El anciano portero apostado al pie de éstas abrió sus ojos legañosos.

—Sales tarde, amo —observó con voz ronca.

—No puedo dormir —repuso él.

Abrió la puerta. El aire nocturno era frío, pero estaba cargado de las fragancias del jardín: el olor de las flores, del sándalo y la mirra de los sacrificios se unía al de la carne asada de la cocina. Weni caminó sobre el césped. En la lejanía oyó el eco de un aullido de perro; la luna pendía como un disco argénteo; los pájaros revoloteaban y gorjeaban en los árboles. Desde el estanque sagrado llegaba el incesante croar de las ranas. De cuando en cuando, el heraldo se detenía para cerciorarse de que no lo seguían. Se introdujo aún más en los jardines y, tras bordear viñedos, huertos y espaldares, llegó a un bosquecillo de sicómoros y tamarindos. Una vez en su interior, se puso en cuclillas y esperó. Pasó el tiempo y comenzó a impacientarse. Ya estaba a punto de irse cuando cayó frente a él un guijarro.

—¿Estás ahí? —preguntó a las sombras.

—¡Claro que estoy aquí, y desde antes de que tú llegaras!

—En ese caso, ¿por qué me has hecho esperar?

—Tenía que asegurarme de que no te seguían. ¿No serás capaz de traicionarme, verdad, Weni? Estos egipcios son desconfiados. La Gloria de Anubis ha desaparecido, y esas horribles muertes…

Weni aguzó los oídos. Su interlocutor, quienquiera que fuese, estaba falseando su voz. Ni siquiera podía determinar si era hombre o mujer, egipcio o extranjero.

—En fin. —La voz había adoptado un tono más coloquial—. Habíamos hecho un trato, Weni; ¿te acuerdas? ¿Has puesto el tesoro de Sinuhé en un lugar seguro?

Weni tragó con dificultad: tenía la boca seca.

—Astuto Weni… —prosiguió la voz con un ronroneo—. ¿A quién vas a vender un tesoro así, a los egipcios o a los de Mitanni? Te advierto que los mercaderes nubios y los libios también están interesados en el comercio. Pagarían un buen precio.

—¡Ah, el manuscrito! —exclamó el heraldo.

—Admiro de verdad el sepulcro de tu familia, Weni.

—¿Qué tiene eso que ver? —balbuceó—. Allí está enterrada mi esposa.

—Y allí se encuentra el manuscrito, ¿no es así? ¿A quién se le va a ocurrir registrar un panteón familiar?

—Deja de burlarte de mí.

—¡Ay, Weni! ¿Quién ha contratado tus servicios en realidad? Eres medio mitanni, ¿no es cierto? ¿Trabajas para la divina Hatasu o para Tushratta? Sí, ya sé que se supone que eres espía. ¿Quieres que te revele un secreto? Creo que Weni no trabaja para nadie que no sea él mismo. —A esto siguió una risa ahogada—. Pero no olvides que conozco todos tus secretos. Sé lo de tu esposa y lo del cadáver de su amante, que aún se pudre bajo aquella losa del templo de Bes, así como lo de las otras muertes accidentales. Tampoco ignoro tu relación con el Hombre Cocodrilo, tus traiciones, tus engaños… Por no hablar de la Gloria de Anubis. ¡Pronto vendré por ella! No eres más que una puta, Weni, que se ofrece al mejor postor.

—Puedo hacerme con la amatista —respondió el heraldo— antes de lo que crees.

—¡Bueno, todavía no nos interesa! Pero ¿qué hay de los secretos, Weni? ¿Qué te ha confiado el mampostero Senenmut? ¿Cuáles son las verdaderas intenciones de los egipcios? ¿Quieren la paz, o la guerra?

—No lo sé; me estás confundiendo. Primero, el manuscrito, y ahora todo esto…

—Calla.

Weni sintió un escalofrío.

—¿Has oído eso? —inquirió la voz.

—Debo irme —dijo Weni retrocediendo un paso.

—No, no; hoy llegaremos a un acuerdo. Escucha —repuso la voz con seriedad—: vamos a otro lugar; aquí no me siento bien.

—¿Adónde? —quiso saber el heraldo.

—Cerca del foso de los perros. Allí hay una vieja encina al borde de un erial. El sitio está desierto: volveré a presentarme y podremos comenzar a negociar.

—Pero ¿qué hay de los guardias?

—No te preocupes —musitó la voz—; cuenta hasta cien y sígueme. Ni se te ocurra salir antes.

—¿Y si me echo atrás?

Weni había empezado a sentir miedo. Estaba cansado y algo bebido. La forma en que se estaba desarrollando todo lo había puesto muy nervioso.

—¿Cómo quieres echarte atrás, Weni? Estás implicado en la muerte de Sinuhé y el robo de su manuscrito, por no hablar de la Gloria de Anubis y los otros asesinatos. Tengo pruebas de todo. Si la divina Hatasu se entera de que no eres de fiar, ¿a quién podrás recurrir? Y, si revelo a los de Mitanni quién eres en realidad, ¿qué consuelo podrás encontrar entre ellos? No, mejor te espero cerca de la encina.

Weni, temblando de miedo, oyó un leve movimiento. Empezó a contar, no sin atascarse de cuando en cuando. Sin embargo, por fin llegó al final y siguió atravesando los jardines del templo. Había antorchas diseminadas por el camino y, a medida que se aproximaba a la encina, se hacía mayor el gañido de los perros. Estaba tiritando. Quería tesoros para su tumba; así había comenzado aquel juego. Su misterioso visitante se había presentado poco después de la llegada de los de Mitanni y le había puesto la carne de gallina al revelarle hasta qué punto estaba al corriente de sus asuntos secretos. No había tenido más elección que aceptar sus condiciones, aunque lo atractivo de la cantidad propuesta también había influido en gran medida.

Weni llegó a la encina, cuyas gigantescas ramas se extendían como las patas de una araña enorme. Dio un salto al oír algo corretear por entre la maleza. Recorrió los alrededores con la mirada: desde donde se encontraba, podía ver la entrada del foso de los perros, que en ese momento se hallaban más callados de lo normal. También alcanzó a ver algunos charcos en cuya superficie rielaba la luz de la luna. Se dio la vuelta para alejarse, pero de repente quedó paralizado por el miedo. ¿Charcos? ¡Pero si no había llovido! Volvió a mirar; parecía como si alguien hubiese ido derramando agua desde la puerta hasta donde él se encontraba. Dio un paso al frente, se agachó y tocó la tierra húmeda. Entonces se llevó la mano a la nariz y olió. No era agua; ¡era sangre! Oyó los aullidos de la jauría sagrada, en esta ocasión mucho más cerca. Weni se puso en pie de un salto justo en el momento en que aparecía ante él un perro. Pudo ver su negra forma a la luz de la luna. Alrededor de éste, se fueron arracimando otros. ¿Dónde estaban los guardias? ¿Y el Can Maestro? ¿Qué hacían esos animales fuera del recinto? Como en una pesadilla, el primer perro se lanzó hacia él. Sobreponiéndose al terror que le atenazaba, Weni echó a correr en medio de la oscuridad, seguido por los aullidos y gruñidos de los perros de Anubis.

C
APÍTULO
VII

L
a carnicería del templo de Anubis conmocionó a Amerotke. Asural y Prenhoe le habían levantado cuando quedaba poco para que amaneciese con un relato espeluznante: la jauría sagrada se había escapado. El magistrado completó aprisa sus abluciones, se vistió y se puso en marcha con paso apresurado hacia la ciudad, acompañado de Shufoy, que no dejaba de refunfuñar. El Can Maestro ya se hallaba allí, blanco de miedo. Los terrenos del templo estaban llenos de expertos arqueros pertenecientes al escuadrón de la Cobra, una sección del regimiento del Ibis. Senenmut con semblante airado y labios fruncidos, dirigía la operación. El visir tomó a Amerotke del codo y lo introdujo en uno de los pórticos.

—Vas a ver algo, mi señor, que te hará pensar que ha regresado la estación de la hiena.

Guió al magistrado a través de los diversos vergeles. Bajo un cedro, vieron un montón de cadáveres sanguinolentos cubiertos con sábanas. Amerotke se estremeció al encontrar en el suelo una mano cercenada. De cuando en cuando, podía distinguirse también el cadáver de algún perro. De cerca no parecían menos feroces, ni siquiera muertos. Sus cuerpos estaban atravesados por flechas; sus gargantas, cortadas como medida de precaución; de sus fauces, al fin calladas, salían hilos de sangre que formaban charcos en el suelo.

—Que los dioses os bendigan —murmuró el juez.

Senenmut señaló el cadáver despatarrado de un perro.

—Éste es el aspecto que tienen todos los jardines del templo, vayas donde vayas. Dos de ellos han llegado incluso a escaparse. Los arqueros aún los buscan por la ciudad.

—¿Qué ha ocurrido?

Amerotke se detuvo al ver a Mareb llegar corriendo, con el rostro sin afeitar y el cuerpo envuelto en una toga atada con un cordel; distaba mucho de parecer el elegante heraldo que era.

—¿Qué noticias hay de los enviados de Mitanni? —le preguntó Senenmut.

—Se han refugiado en sus aposentos. No hacen más que repetir que quieren regresar al Oasis de las Palmeras para pedir consejo al rey Tushratta. Dicen no sentirse seguros aquí.

—Ellos no han sido atacados por los perros, ¿verdad? —preguntó Amerotke.

—No, estaban a salvo —repuso Mareb—. Sin embargo, Wanef ha dejado bien claro que ellos acostumbran levantarse poco antes de la alborada para celebrar sus sacrificios en uno de los bosquecillos.

—Pero esta vez no lo han hecho, ¿me equivoco?

El heraldo negó con un gesto.

—El incidente tuvo lugar transcurridos sólo dos cuartos de la noche. —Sonrió compungido—. Con todo, no es difícil imaginar por qué lo dicen: si hubiesen estado fuera de su mansión, no habría sobrevivido ninguno. Creen que alguien tendió la emboscada para ellos.

—¿Significa eso que se han roto las negociaciones? —inquirió el magistrado.

Senenmut meneó la cabeza.

—No. Sospecho que ellos han quedado tan confusos como nosotros. Vamos a dejar que viajen al oasis. —El visir hizo un gesto al heraldo para que se acercase—. ¿Has hablado con el Can Maestro?

—Según él, todo estaba en orden: la puerta del foso estaba cerrada a piedra y lodo. Faltaba un guardia: por lo que sé, lo mataron para robarle la llave y poder abrir la puerta.

—¿Cómo pudieron saber los perros que la puerta estaba abierta? —preguntó el juez.

—¡Oh! Eso es fácil de explicar. Al parecer, alguien colocó en la puerta el cadáver del guardia. Además, emplearon una escudilla de sangre, sustraída de uno de los santuarios, para humedecer el terreno que rodeaba la salida.

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