—El señor Amerotke ha ido a la Necrópolis —respondió altisonante—. Al parecer, desea visitar la tumba del heraldo Weni.
—No sabía que tuviese una. ¿Para qué diablos quiere verla? —añadió enseguida.
—No sé, pero —sonrió— le traigo noticias acerca de los cuchillos.
Mareb quedó desconcertado.
—He dado con el vendedor; se trata de un viejo conocido, el Hombre Cocodrilo. Así que, si mi señor Amerotke no se encuentra aquí —concluyó hinchando el pecho con ademán engreído—, tal vez sea mejor que me encargue yo mismo del asunto.
—¿El Hombre Cocodrilo? —murmuró el heraldo.
—Basta de preguntas. Nuestras heridas sanarán, pero el día no espera.
Mientras salían del templo, Shufoy describió al Hombre Cocodrilo.
—Hace mucho fue marinero y luego pescador. En Tebas no hace mucho negocio, porque no son pocos los que consideran que el cocodrilo es un animal divino. Cuando lo juzga conveniente, sale a cazarlos en una barca de fondo plano con un orondo lechón colgando por la borda. El truco consiste en atraer a un cocodrilo hacia las zonas poco profundas. En ocasiones, claro está, acuden varios. —Shufoy dejó escapar una risotada—. Y entonces tiene que huir si no quiere perder la vida.
Dejaron por fin los dominios del templo y se encaminaron al mercado. Los que se cruzaban con ellos miraban extrañados las magulladuras y el aspecto desaliñado de ambos, pero Shufoy se iba abriendo paso entre la multitud agitando el parasol de un lado a otro.
—¡Dejad paso! —chillaba—. ¡Paso al sirviente del señor Amerotke! ¡Abrios para que pueda pasar el mensajero de la justicia divina del faraón!
Ante la sorpresa del heraldo, la gente no dudaba en obedecer; tampoco los abordaban los vendedores de carne de gacela o los que comerciaban con pociones y elixires para ahuyentar ratas y alacranes. Ni siquiera los enérgicos vendedores de aves canoras suponían un obstáculo para el pequeño Shufoy. Mareb no lograba determinar si lo dejaban pasar por ser quien era, por lo que representaba o sólo por deferencia, dados su tamaño y su aspecto. Aquel hombrecillo de semblante belicoso y desfigurado semejaba de verdad la encarnación de Bes, el dios enano.
Los palacios y las amplias mansiones dieron paso a calles más pobres y estrechas y a sórdidas casas de vecinos. Los perfumes y suaves aromas del mercado se vieron sustituidos por el cargado tufo a aceite, pescado y brea característico de la ribera. Los embarcaderos bullían de actividad, poblados de embarcaciones pesqueras, galeras de guerra, barcos mercantes y gabarras cargadas hasta los topes. Los soldados y marineros iban de un lado a otro con andares arrogantes. Las mujeres del gremio de las prostitutas también se atareaban en la búsqueda de clientes, luciendo pelucas ostentosas y recargadas y con el rostro pintado de modo llamativo. Sus vestimentas de colores las hacían asemejarse a un grupo de estruendosos periquitos. Shufoy, tomando a Mareb de la mano, siguió su camino evitándolas y se introdujo por un estrecho callejón que daba a una cervecería diminuta y de iluminación pobre, que hedía a piel y a tanino porque daba al patio de un curtidor. Un hombre apostado en un rincón se levantó para saludarlos. Iba ataviado de un modo grotesco con pieles de cocodrilo; tenía el rostro magro, la boca pequeña y los ojos vigilantes. Llevaba muñequeras de cuero y tenía los brazos y las manos surcados por viejas cicatrices y cortes.
Shufoy acompañó al heraldo a un taburete. Mientras servían el vino y la cerveza, Mareb se entretuvo en estudiar al Hombre Cocodrilo en tanto que Shufoy, sentado en su propia banqueta, lo escrutaba a él. Cuando se conocieron, el heraldo le había parecido un currutaco propio de la corte, de ademanes lánguidos. Los hombres que trabajaban en el cuerpo de heraldos solían pertenecer a familias nobles, y Mareb no era una excepción. Era evidente que lo había conmocionado el ataque que había sufrido, pero Shufoy pudo distinguir algo más, una rabia mal disimulada que delataba la tensa rectitud de su boca. El hombrecillo no pasaba por alto sus cualidades de buen luchador ni el que no se hubiese sentido intimidado por la terrible presencia del Hombre Cocodrilo, empeñado como siempre en amedrentar a quien se cruzara por su camino.
—He oído hablar de ti. —Mareb volvió a poner la jarra sobre la mesa—. Shufoy dice que eres toda una leyenda en el río. No son muchos los que pueden contar haber sido atacados por un cocodrilo.
—Si sabes cómo tratarlos —respondió con una sonrisa— y tienes cuidado, no resultan peligrosos.
Shufoy no estaba de acuerdo: en cierta ocasión se encontró con Amerotke a bordo de una barca que empezaba a hundirse tras ser atacada por una horda de aquellos depredadores acuáticos. Juró que nunca lo olvidaría.
—Dejaos de cocodrilos —terció al tiempo que arrimaba la banqueta—. Hemos venido a hablar de Weni y de los cuchillos.
—¿De Weni y de los cuchillos? —lo remedó el Hombre Cocodrilo—. Un tipo extraño, ese Weni. —Se rascó la sudorosa nuca e hizo gestos a una prostituta que acababa de entrar.
—¿Estás haciéndonos perder el tiempo? —preguntó Mareb.
—No, señor; pero vosotros tal vez me lo estéis haciendo perder a mí. Nada de lo que sucede en el Nilo me es desconocido.
—Así que también tienes dotes de fanfarrón. —Mareb echó hacia atrás su taburete al ver a la extraña criatura que salía del hueco situado tras el Hombre Cocodrilo.
El recién llegado era un hombre alto y delgado; tenía un semblante afeminado muy poco común, la cabeza afeitada y barba de chivo. También él iba vestido con pieles animales. Mareb no pudo menos de recordar a los escaramuzadores, mercenarios que servían en el Ejército imperial en calidad de exploradores y forrajeadores; no sabía si considerarlo temible o divertido. El hombre empuñó con fuerza el mango de la daga que llevaba envainada; de su cuello pendía, merced a un cordón, un arma similar. Mareb llegó a la conclusión de que resultaba temible, algo a lo que contribuían su rostro delgado y céreo, sus labios de mujer, el llamativo pendiente que llevaba en una de sus orejas y aquella barba despeinada.
—¿Y éste quién es? —quiso saber el heraldo con aire desafiante.
—No tiene nombre. —El Hombre Cocodrilo sonrió—. Aunque puedes llamarlo Sombra: va a donde yo voy. A su manera, es hermoso, ¿no es verdad?
Se dio la vuelta y se dirigió a él por gestos. El desconocido abrió la boca y su interlocutor sonrió.
—Al igual que Shufoy no tiene nariz, Sombra no tiene lengua. —Se inclinó hacia delante y clavó un dedo en el rostro de Mareb—. Deberías pasar más tiempo en la ribera. Allí pueden verse cosas más extrañas que en la tierra de Kush.
Mareb se limitó a guiñar el ojo al guardaespaldas.
—¿Por qué no vas al grano? —rezongó Shufoy—. Quedaste en hablar conmigo. ¡Tienes información acerca de Weni y las dagas!
—Lo que sé de Weni vale más que una jarra de cerveza. Ha muerto, ¿no es verdad? Todos sabemos lo que sucedió en el templo de Anubis. —Sacó la lengua y volvió a meterla como si fuese un lagarto—. Tengo una sed terrible, Shufoy.
—Entonces, ¡acábate la cerveza! —le espetó.
El Hombre Cocodrilo miró a Sombra por encima de su hombro.
—Ve a divertirte con ella —dijo señalando con la cabeza a la buscona apostada al lado del umbral.
El rostro de Sombra dibujó una sonrisa. Hizo gestos a la muchacha, que lo acompañó al exterior por la puerta trasera de la cervecería.
—Tres tebenes de plata —prosiguió el Hombre Cocodrilo— y te contaré todo lo que sé.
—Dos —repuso Shufoy—. Ya te he dado la palabra del señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, de que no serás arrestado por complicidad en este crimen.
El hombre tragó saliva con dificultad, como si no hubiese reparado en ese detalle.
—Conforme —declaró con voz gutural—. ¿Eso significa que no me importunará la policía ni me sacará a rastras de algún burdel en plena noche?
Shufoy dejó escapar un suspiro, abrió el monedero y puso dos pequeños lingotes de plata ante él.
—Son tuyos y estás a salvo.
—¡Perfecto!
El Hombre Cocodrilo hizo ademán de coger las piezas de plata, pero Shufoy le apartó de un fuerte manotazo.
—Cuando nos hayamos comido las viandas que puedas ofrecernos, te las pagaremos.
El Hombre Cocodrilo meneó la cabeza ante semejante falta de confianza, tras lo cual tomó su bolsa y vació su contenido sobre la mesa. Los cuchillos cayeron con cierto estruendo. Shufoy cogió uno y estudió la empuñadura de hueso, grabada de un modo extraño en forma de cabeza de chacal o de dios.
—Compré… —empezó a decir el confidente antes de ponerse a toser.
—Robaste —lo corrigió Shufoy.
—Tomé prestadas estas piezas —resolvió con una sonrisa— a un mercader que conocí en Menfis. Son obra de algún artesano cananeo. Allí no podía venderlas, por lo que me las traje a Tebas. Y, puesto que no tengo licencia para negociar en el mercado, las vendo extramuros. Weni me compró algunas.
—¿Estás seguro de que era Weni? —le interrumpió Mareb.
—Claro: yo lo conocía. No era el niño bueno que tú crees.
—Era un heraldo real.
—Para ser del todo honesto, mi señor —apuntó antes de resoplar—, debo decirte que me importa un bledo que fuese el hijo del faraón y pasase los días en la Casa del Millón de Años. Nadie es nunca lo que parece. Weni compró dos cuchillos a cambio de uno de ésos.— Señaló los lingotes que descansaban sobre la mesa—. Quedé muy satisfecho.
—Muy bien —interrumpió Shufoy—. ¿Has oído hablar del robo de la Gloria de Anubis?
La sonrisa desapareció del rostro del Hombre Cocodrilo.
—¿Qué estás insinuando?
—Para matar a Nemrath, el sacerdote de vigilia, se valió de una daga como éstas.
El Hombre Cocodrilo se cubrió la cara con las manos. Al retirarlas, había desaparecido de su rostro todo indicio de bravuconería. Miró con gesto ansioso hacia la entrada y, después, hacia la puerta trasera, por la que se colaban los chillidos apagados de la ramera.
—Yo no me iría —señaló Shufoy—. Como te he dicho, la comida no ha hecho más que empezar.
—No lo sabía —tartamudeó.
—Pero sí que has oído que la han robado, ¿no es así?
—No hay tebano que lo ignore. Ya sabéis cómo les gusta chismorrear a los sacerdotes. —Hizo chasquear los dedos—. Así que era eso a lo que se refería Weni.
—No me cabe la menor duda. —El hombrecillo le regaló una sonrisa—. Sigue hablando. Los dos sabemos de qué pie cojea cada uno. Estos cuchillos son robados. Eso es lo que mejor se te da, ¿no es así, Hombre Cocodrilo? Robas lo que puedes para luego venderlo. Seguro que Weni no se limitó a pagarte un par de cuchillos.
—Sí, es cierto. Me dijo que tenía algo que vender, algo muy preciado. ¡No! —rectificó al tiempo que se daba un manotazo en la frente—. Habló de dos cosas: una ni siquiera la nombró, y la otra era un manuscrito.
—¿El de Sinuhé? —terció Mareb.
—¿Quién?
—Sinuhé el viajero.
—¡Claro! —El Hombre Cocodrilo recuperó su aplomo, aunque dio un sorbo ávido a la jarra de cerveza—. También ha marchado hacia poniente, ¿no es así? He ahí su último viaje. De todos modos, Weni no dejó de hablar y asegurarme que quería vender su mercancía. Yo le pregunté a quién; al fin y al cabo, hay gente de Mitanni en Tebas y en el Oasis de las Palmeras. Weni sonrió y meneó la cabeza.
»—¿A quién? —pregunté.
»—A los libios —me dijo— o a los nubios.
»Yo, claro está, me mostré reservado y fingí que estaba confuso.
—Por descontado —musitó Shufoy—. Tú, siempre ciñéndote a tu personaje.
El enano dio un respingo al ver una rata correteando por el suelo. Se puso en pie de un salto, lo que hizo que se volcase el taburete. Agarró la jarra vacía de cerveza para gritar al desaliñado propietario, un hombre de ojos cansados:
—¿En qué cuchitril me he metido? ¿Es que no puede uno sentarse tranquilamente?
—No te preocupes por las ratas —se mofó el tipo—; para eso tenemos a las serpientes.
Shufoy lo miró de hito en hito y volvió a sentarse.
—Odio las ratas —declaró—, incluso las que sólo tienen dos patas.
—Weni era una de ésas —admitió el Hombre Cocodrilo—, y mucho más peligrosa de lo que te imaginas. Tú me conoces, Shufoy: no hay nadie en la ciudad de quien yo no haya oído hablar, y lo mismo puede decirse de todos los mercaderes libios y nubios que vienen a recopilar información o a espiar.
—Que son los más seguros en caso de querer vender una mercancía como la de Weni.
El confidente asintió.
—Siempre traen consigo oro y plata, y en todo momento pueden pedir una cantidad mayor a sus enviados. Todo lo que compran se carga en gabarras y se manda lejos de la ciudad. —El Hombre Cocodrilo silbó entre dientes—. Pero la Gloria de Anubis…
—¿Y qué hiciste? —quiso saber Mareb.
El interpelado torció el gesto.
—Llevé a cabo mis propias averiguaciones. Dije a Weni que vería lo que podía hacer, pero sin saber para qué quería los cuchillos. ¿Mataron a Sinuhé con una daga? El mundo es un pañuelo: yo robo unos cuchillos, vendo a Weni un par de ellos y él usa uno para matar al orondo Nemrath.
—¿Has vendido dagas a alguien más? —inquirió Shufoy—. ¿Te dicen algo los nombres de Khety e Ita?
El Hombre Cocodrilo meneó la cabeza. Entonces se detuvo al escuchar los gritos que emitía la buscona, de protesta o de placer, y que llegaban desde el patio.
—¡Calla! —gritó—. ¡Así no hay quien piense!
El alboroto, empero, siguió sin perder intensidad.
—Conocía a Nemrath. —Señaló con el pulgar la puerta que tenía a sus espaldas—. Igual que esa puta. El sacerdote era tan lascivo como una cabra en celo. Era famoso entre las mujeres: no había burdel en la ciudad que él no honrase con su presencia.
—Volvamos a Weni —le instó Shufoy—. Así que compró los cuchillos y te preguntó si podías colocar un par de objetos, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Cuántos cuchillos como éstos has vendido en Tebas?
—Una docena, más o menos. —El Hombre Cocodrilo guardó las dagas en su bolsa de cuero.
—¿Alguno de los compradores puede interesarme?
El confidente se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Nadie de la delegación de Mitanni? —quiso saber el enano.
—No sabría decirte. A veces las vendo estando borracho. A nadie con el rostro digno de recordar, salvando a Weni.
—¿Por qué iba a hacer Weni algo así? —murmuró Mareb—. Si el ladrón empleó una de esas dagas para asesinar a Nemrath y robar la amatista, podía imaginar que tarde o temprano llegarían a él siguiendo la pista del arma.