Los crímenes de Anubis (23 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—El campamento de Tushratta —agregó Senenmut— se encuentra en el Oasis de las Palmeras. Hemos creado una frontera artificial, una especie de tierra de nadie entre el oasis y nuestros escuadrones de caballería de apenas tres leguas. Los escuadrones te llevarán a Makra, un solitario afloramiento rocoso situado en las Tierras Rojas. Desde ahí, tú y Mareb estaréis solos. Los de Mitanni saldrán a vuestro encuentro para conduciros a su real. —El visir apretó los labios; tenía su severo rostro surcado de arrugas y los ojos le pesaban por la falta de sueño—. Te tratarán con honor, pero no te separes de Mareb, porque allí no es bien acogido; luego hablaremos de eso. Permanecerás en aquel lugar mientras queme el sol: ten cuidado con cuanto comas y bebas; al atardecer regresarás a Makra para volver a encontrarte con el escuadrón, que te estará esperando para escoltarte de nuevo hasta Tebas. Es tu turno, mi señor: ¿Qué has descubierto?

—¿La Gloria de Anubis? —preguntó la reina.

—Eso sigue siendo un misterio, mi señora. —Amerotke pasó por alto su mirada de indignación—. La sala estaba sellada, y la puerta, cerrada a piedra y lodo. El estanque seguía intacto y el lugar no presentaba signo alguno de violencia. Nemrath, el sacerdote de vigilia, tenía una daga clavada en el corazón, pero la llave continuaba en su faja.

—¡Ya sé todo eso! —espetó Hatasu—. ¿Qué sabes del asesino, del ladrón?

—Debieron de ser dos o tres personas —repuso el magistrado—. Khety, Ita y el capitán del cuerpo de guardia…

—¡Los haré crucificar!

—No puedes, mi señora —terció Senenmut—; los sacerdotes de Anubis tienen un gran poder, y no contamos con prueba alguna. Con todo, he puesto a los tres bajo una rigurosa vigilancia y se les ha prohibido que abandonen el recinto del templo.

Miró expectante a Amerotke y éste meneó la cabeza.

—Tal vez sean culpables, pero sigo sin saber cómo se cometió el robo… ni el asesinato. En cuanto a las demás muertes… —prosiguió el magistrado extendiendo los brazos—. La bailarina, el señor Snefru, Weni… Los dos primeros murieron sin duda a causa de algún veneno, pero sigue siendo un misterio el modo en que fue administrado. Mientras regresaba a palacio, he reflexionado sobre la muerte de Weni: hay muchas maneras de matar a un hombre; ¿qué sentido tiene la que emplearon?

—¡Explícate! —ordenó Hatasu.

—Podían haberlo atravesado con una flecha, e igual de efectivo habría resultado cualquier tósigo o un estrangulamiento. ¿Qué necesidad había de hacerlo salir para que muriese entre las fauces de una jauría de perros salvajes? ¡Un final terrible! Da la impresión de que el asesino quería destrozar tanto su cuerpo como su alma.

—¿Como si desease que los embalsamadores no pudiesen hacer nada con su cadáver?

—En efecto, mi señor Senenmut. El asesino de Weni, quienquiera que sea, debía de profesarle una inquina personal; buscaba un ajuste de cuentas. Quién o por qué…

—¡Haré que lo crucifiquen!

—No creo: ya ha debido de huir de Tebas. Yo dependo de Shufoy, y él, de lo que el Hombre Cocodrilo quiera confiarle, tanto de este asunto como de otros.

—Si te he entendido bien —repuso Senenmut con voz enérgica—, Weni era, al tiempo que un heraldo real, un criminal, un asesino a sueldo.

—Al parecer, sí, mi señor. Mato a su esposa porque le era infiel, y por lo mismo asesinó al amante de ella, el heraldo Hordeth, para después inhumar su cadáver en un templo abandonado. Animado por el Hombre Cocodrilo, acabó por aficionarse a los derramamientos de sangre. Cometió diversos asesinatos en Tebas, y sin duda alguna compró la daga que más tarde se emplearía para asesinar a Nemrath. En tal caso, es muy probable que tuviese algo que ver con el robo de la Gloria de Anubis. El templo abandonado de Bes fue el lugar que Weni eligió para matar a Hordeth, de modo que el asesino, siguiendo la costumbre, invitó a otra víctima a aquel lugar: a Sinuhé. No sabemos si lo hizo con o sin disfraz, aunque sí que por los alrededores del templo de Bes vieron a alguien con una máscara de chacal. Weni asesinó a Sinuhé, le robó el manuscrito y lo escondió en su propia tumba, junto con otros tesoros. Hasta aquí —observó Amerotke extendiendo los brazos—, todo parece indicar que Weni fue el causante y el origen de todo lo sucedido; pero ¿qué sentido tiene que asesinase a la bailarina? Y, además, ¿quién lo mató? ¿Quién fue el responsable del ataque sufrido por el heraldo Mareb? No tenemos más indicio que el de la extranjera que dice haber visto un vecino de Sinuhé cerca de su casa.

—¿Una de Mitanni?

—Me gustaría creerlo, mi señora, aunque las pruebas no apuntan en esa dirección. Weni tenía el manuscrito de Sinuhé, pero estaba más interesado en vendérselo a los libios. En cuanto a la amatista sagrada, sólo Anubis sabe dónde se encuentra en estos momentos. Por último, hemos de preguntarnos cómo encaja en todo esto la muerte del señor Snefru. —Amerotke se dejó caer hacia atrás para apoyarse en el muro y exhaló un suspiro—. Mi señora, señor Senenmut: eso es todo lo que puedo decir.

—Bien: nosotros podemos añadir algo. Enséñaselo.

Senenmut le lanzó el trozo de papiro, que cayó a su lado. El material era de buena calidad, pero la escritura era enrevesada: se trataba de jeroglíficos apresurados que Amerotke fue incapaz de comprender.

—Es escritura de Mitanni —apostilló Senenmut—: un comunicado del rey a sus enviados. Naturalmente —añadió sarcástico—, los emisarios llevaban dos tipos de mensaje, uno público y otro secreto. Nuestra Casa de los Secretos descubrió que el soberano de Mitanni estaba empleando a un viajero de las dunas para llevar cartas a Wanef y a los otros. Planeamos un pequeño incidente, cierta controversia acerca del derecho que tenía de entrar a la ciudad y vender sus artículos en el mercado. Lo registraron y requisaron sus bienes; hallaron el papiro escondido en una canasta. Nuestros escribas han hecho una copia en nuestra lengua. El mensaje dice lo siguiente: «Tushratta, soberano del reino de Mitanni —leyó—, a su bienquista Wanef, hermanastra y enviada a la corte egipcia. Hemos sabido de tu estancia en el templo de Anubis, y te hacemos conocer nuestra voluntad de que se completen las negociaciones de modo que puedan llenar de gozo nuestros corazones y lo que reluce y lo que explica puedan sernos entregados.»

Senenmut levantó la cabeza.

—¿La Gloria de Anubis y el manuscrito de Sinuhé? —preguntó el magistrado.

—Supongo —repuso el visir—. En tal caso, sabemos que Tushratta ha tenido algo que ver en el robo.

—No tiene por qué —señaló Amerotke—. Tal vez el monarca de Mitanni haya sabido de su desaparición y, como es de esperar, quiera hacerse con ellos.

—Tal vez —admitió Senenmut—; pero escucha: «Tenemos plena confianza en que puedas servirte del Jardinero…».

—¿Weni?

—«… y ocuparte de los chacales que intentan morderte los talones».

—¿Se refiere a nosotros? —preguntó, sorprendido, Amerotke—. Es extraño —murmuró—: no hay mención alguna a la Hiena, el espía de Mitanni de cuya existencia nos habían informado.

—«No obstante, debemos vigilar tu seguridad y la de los tuyos —siguió leyendo Senenmut—. Si es necesario volver a consultar al respecto, regresa al Oasis de las Palmeras. El tratado de paz no debe correr riesgo alguno, y en este punto coinciden nuestros intereses y los de la reina-faraón. Recela del heraldo Mareb: tiene buenas razones para odiarnos.»

—¡Vaya si las tiene! —declaró Hatasu—. Su padre y su hermano cayeron en una emboscada tendida por los de Mitanni. Los dos sucumbieron y sus cadáveres fueron abandonados en el desierto.

—«No confíes en el Jardinero —prosiguió el visir— ni en el señor Senenmut. Ya sabes lo que opinamos al respecto.» Bueno, esto es lo esencial del mensaje —concluyó Senenmut y volvió a colocar el papiro en el suelo.

—Así que todo gira en torno a Weni, ¿no es cierto? —señaló Amerotke como si hablase consigo mismo—. Actuaba de heraldo egipcio por el día y de asesino por la noche. Se ofrecía a espiar para Egipto al tiempo que trabajaba también para los de Mitanni. En realidad, todo parece indicar que no trabajaba para nadie que no fuera él mismo.

—Creemos —terció Hatasu golpeando el suelo con el pie— que Weni fue contratado por los de Mitanni, tal vez por la nacionalidad de su esposa. Lo más seguro es que descubriesen su secreto a través del Hombre Cocodrilo, los libios o cualquier otro que estuviese dispuesto a vender información. Los de Mitanni querían tener acceso al manuscrito y la valiosa información que contiene, así como a la Gloria de Anubis para afrentarnos. Sin embargo, Weni no era una persona en la que se pudiese confiar y los de Mitanni, que lo sabían, se deshicieron de él.

—Esa suposición plantea más preguntas que las que responde. —Amerotke se puso en pie—. Mi señora, ¿puedo —señaló la bolsa de cuero— examinar el manuscrito de Sinuhé con más detenimiento?

—Por supuesto. —Sonrió—. Guárdalo bien. Partirás en cuanto despunte el sol.

El magistrado recogió el saco. Se volvió e hizo ademán de arrodillarse, pero Hatasu se levantó y, de puntillas, besó sus mejillas.

—Los amigos del faraón —musitó— no tienen necesidad de arrodillarse. Dicho esto, lo pellizcó en la muñeca con un gesto juguetón y Amerotke se despidió de Senenmut con una inclinación de cabeza antes de salir de la estancia. Ya en la antecámara, se encontró con Shufoy y Prenhoe, que brincaban alborozados.

—¡Un mensaje de la señora Norfret! —exclamó el hombrecillo—. La llave de su cofre es…

—Ahora no —lo atajó el magistrado. Se volvió a mirar por la ventana: la noche había caído deprisa—. Mañana será otro día —susurró.

Con el manuscrito de Sinuhé bien aferrado, salió de la Casa del Millón de Años y regresó al templo de Anubis, ajeno a la figura embozada que lo seguía por entre las calles oscuras.

C
APÍTULO
X

E
l carro de guerra estaba fabricado en madera de acacia, olmo y abedul y concebido para ser veloz y resistente, pues su misión era aplastar las líneas de la infantería enemiga. Estaba reforzado con cobre y electro: era el mejor vehículo del escuadrón bélico de Egipto. Contaba con un interior de cuero rojo, barandilla y ruedas de seis radios protegidas por correas de cuero. Amerotke se aferró a la barandilla. Miró hacia el norte, aspiró el fresco aliento de Amón y musitó la plegaria del amanecer. Echó un vistazo a los caballos: dos yeguas alazanas, las más céleres y hermosas de las caballerizas reales, que respondían a los nombres de
Orgullo de Hator
y
Esplendor de Isis.
Estaban uncidas a una barra de madera de olmo de curvas elegantes. Quien, con gran habilidad, llevaba las riendas era Mareb, que hacía restallar el látigo y tiraba para guiarlos con pericia.

El magistrado y el heraldo se habían despedido del escuadrón de escolta y corrían como el viento a través del paisaje seco pero mágico de las Tierras Rojas, que se extendían al este de Tebas. El cielo se teñía de colores brillantes con los primeros rayos del sol. La luz del este convertía con gran rapidez las grises rocas, los riachuelos secos y los uadis sin agua en un horizonte de variados matices. La belleza del amanecer en el desierto había cautivado desde siempre a Amerotke. La arena tomaba un tono púrpura, las rocas se teñían de rosa y la sobria maleza adquiría un color negro siniestro. Dirigió una rápida mirada a su compañero. Mareb se hallaba absorto en el manejo del carro, en la tarea de dirigir los caballos por entre las rocas y las depresiones del terreno. El magistrado cerró los ojos tal como acostumbraba hacer cuando, de niño, su padre lo llevaba allí para que pudiesen adorar juntos al sol naciente.

—Me siento como si estuviera volando —musitó—, convertido en un halcón que sobrevuela el desierto.

Mareb volvió la cabeza.

—¡Una sensación excitante, mi señor! Escucha la música del ataque, la que hace cantar a la sangre.

El juez abrió los ojos y abrazó con más fuerza la barandilla cuando el heraldo aguijó a los caballos para que iniciasen un precipitado galope a lo largo de la pista batida. En cuanto auriga experto, Mareb conocía cada recodo de aquel lugar. Amerotke percibió entonces lo que los automedontes llamaban «la música», el rítmico traqueteo de las ruedas, el balanceo del carro al compás de su elegante danza bélica. Las incansables pezuñas de
Hator
e
Isis,
sus inquietas cabezas, el subir y bajar de las plumas fijadas entre sus orejas provocado por el alborozo de las bestias al galopar… El heraldo aminoró al fin. El sol se estaba elevando y sus brillantes rayos comenzaban a herir sus ojos.

—¿Deseas hacer tus plegarias, mi señor?

Amerotke asintió. Mareb refrenó a las yeguas, a las que hablaba con dulces palabras, llamándolas «niñas hermosas» y «orgullo de mi alma». El carro se detuvo a la sombra de unas rocas. El magistrado descendió con cautela, seguido de Mareb. No era extraño que los aurigas se mareasen, incluso hasta desmayarse, tras una arremetida tan impetuosa. El heraldo atendió a las caballerías: les dio puñados de comida que extrajo de un saco y les humedeció la boca y las fosas nasales con un odre de agua. Amerotke, por su parte, se encargó de comprobar el buen estado de las ruedas, los ejes y las correas de protección. Mareb había tomado el mejor carro de las caballerizas, ornado con las tallas rojas y verdes que habían trazado en los laterales los guerreros del faraón. También contaba con una enorme aljaba, teñida de pardo oscuro y cosida con hilo dorado, en la que se guardaban lanzas, una espada, un hacha, un arco y un carcaj de flechas de plumas dispuestas con gran maestría. El magistrado dejó su capa en el suelo. Mareb y él desayunaron carne seca y agua, tras lo cual se arrodillaron en dirección al lejano horizonte y el esplendor del sol naciente.

—Tu luz baña el mundo entero —rezó Amerotke, entonando la plegaria de la mañana.

Has bajado al mundo de los muertos,

para someter cuanto se halla bajo tu cetro.

Has visitado tus montañas,

tus pórticos de lapislázuli,

tus muros argénteos,

tu suelo de madera de sicómoro,

tu puerta de cobre.

Tu trono es infinito

y tu palabra llega a los confines de la tierra.

Oh, Ra glorioso, todo tiembla ante tu gloria.

Amerotke se inclinó hasta que su frente tocó el suelo; Mareb hizo otro tanto. En secreto, el magistrado se preguntó si el heraldo creía de verdad estas palabras o, como él mismo, albergaba también dudas. Musitó una callada plegaria a la diosa Maat para implorar su sabiduría y protección, tanto para él como para todos los que cupieron en su rezo.

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