Los crímenes de Anubis (22 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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El aludido tomó un palo puntiagudo y comenzó a retirar con él la tierra compacta. Encontró un madero recio que había dejado allí la corriente del Nilo. Se hacía tarde y ambos seguían luchando por introducirlo bajo la losa para hacer palanca con él. Al fin, lo consiguieron: la piedra se soltó y pudieron retirarla. Un vistazo fue suficiente para vislumbrar una mano cadavérica asomando por entre la tierra removida. Amerotke la retiró hasta que estuvo a la vista todo el esqueleto. Entonces giró la calavera.

—Te estás contaminando —le advirtió Shufoy.

—No.

Amerotke señaló el cruel agujero de contorno irregular que tenía el cráneo en la parte trasera. Se limpió las manos y se puso en pie.

—El Hombre Cocodrilo no mentía: Weni mató y volvió a matar. —Se alejó para sentarse en un plinto de piedra—. ¿Qué tenemos aquí, Shufoy?

—No lo sé —respondió distraído, con la mirada clavada en el esqueleto—. Por cierto, amo: ¿dónde está el manuscrito de Sinuhé?

—Se lo he confiado a Asural. Lo devolverá a palacio. ¿Qué ocurre?

El enano se había puesto a cavar, semejante, a los ojos del juez, a un animalito que removiese el suelo del jardín.

—Mira —advirtió tendiéndole un grueso brazalete de cobre.

—¡Vaya!

Amerotke se levantó, lo tomó y leyó en voz alta el jeroglífico grabado en el borde.

—Así que el nombre de la víctima era Hordeth… —exclamó el hombrecillo—. He oído hablar de él.

—Yo también —precisó Amerotke sin dejar de dar vueltas y vueltas al brazalete—. Era heraldo mayor de la Casa de los Enviados. Desapareció hace unos cuatro años.

Shufoy, que seguía cavando, encontró un trozo de papiro. Le quitó el polvo de un soplido y observó la tinta roja casi borrada. No le costó reconocer el maleficio:

Que los demonios actúen en tu contra,

por siempre jamás, por toda la eternidad.

Que nunca sea buena tu vista, ni tampoco tu oído.

Que tu alma desequilibre

la balanza de Anubis;

que pese tanto como una piedra.

Que los devoradores desgarren tu espíritu

y nunca veas la luz eterna de Ra.

Se lo tendió al magistrado.

—Sospecho que lo escribió Weni, a modo de venganza…

Amerotke se volvió al oír ruido de ruedas y relinchos de caballo. El enano empuñó su daga y echó a correr.

En el camino que separaba el templo de la ribera, pudieron ver un carro de mimbre y bronce. Los dos caballos que tiraban de él eran corceles blancos como el almizcle de los establos reales. Shufoy dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver a Mareb desmontar y dirigirse hacia ellos. Se había acicalado e iba ataviado con vestiduras limpias: tenía el cabello ungido y llevaba puesta una túnica blanca ceñida al talle por un cinturón trenzado de oro.

—¡Da gloria verte! —señaló sonriente el hombrecillo.

Mareb examinó el templo con la mirada.

—Asural me ha dicho que estaríais aquí. La divina Hatasu me manda llamaros.

—¿Qué sucede? —Amerotke fue a su encuentro con el brazalete y el papiro aún en las manos.

Mareb le tendió el sello real para que lo besase.

—Mi señor, en la Casa del Millón de años se requiere tu presencia. La divina, la emanación de…

—Gracias —lo interrumpió el magistrado—. Estamos solos, Mareb; esto es un templo abandonado.

Mareb reparó en la losa que habían retirado y en la tierra removida.

—Mi señor, no deberías estar aquí. ¿Qué sucede?

—Eso es precisamente lo que te acabo de preguntar —respondió Amerotke.

—La divina Hatasu reclama tu presencia. Los enviados del reino de Mitanni están a punto de partir hacia el Oasis de las Palmeras. Deberíamos acompañarlos, y se ha hecho tarde.

—Iremos al alba. Debo tratar algunos asuntos con la divina; acabo de descubrir el cadáver de uno de sus heraldos.

—¿El cadáver de un heraldo?

—¿Cuánto tiempo has estado sirviendo en la Casa de los Enviados? —le preguntó Amerotke.

El heraldo hizo una mueca y miró el carro por encima del hombro.

—Sí, deberías manejar los caballos —aconsejó Amerotke—; quiero enseñarte algo.

Cuando regresó Mareb, el magistrado lo llevó a la capilla lateral. El heraldo miró el interior de la fosa y se retiró con un gesto desdeñoso.

—Acabo de bañarme y asearme —se justificó—: he purificado mis labios y mis manos.

Amerotke advirtió la magulladura que tenía en la cara su interlocutor y recordó el relato de Shufoy acerca del ataque que habían sufrido ambos.

—Aún no me has explicado por qué fuiste a buscarme.

—No hace falta. —Mareb soltó una carcajada sin dejar de mirar al hoyo—. Al parecer, se trataba de una trampa: tú nunca me mandaste llamar; era el asesino quien me esperaba.

—Tuviste mucha suerte de que llegase yo —le recordó Shufoy.

—Lo sé, y te estaré eternamente agradecido. —El heraldo se acercó—. Deberíamos ir a explicárselo todo a la divina. ¿Has dicho que era un heraldo?

Amerotke le mostró el brazalete y la maldición garabateada en el papiro.

—¿Te dice algo el nombre de Hordeth?

—Por supuesto. —Mareb introdujo el pulgar de una mano entre el índice y el medio para alejar la mala suerte—. Desapareció. Algunos dicen que debió de haberse ahogado o…

—¿O qué? —inquirió Amerotke.

—Era soltero y bastante mujeriego…

—¿Lo conocías bien?

Mareb sacudió la cabeza.

—¿Y hasta dónde llegaba tu confianza con Weni?

—Era mi colega, mi compañero. Se había casado con una de Mitanni y estaba completamente loco por ella. Según contaban (y yo creía que era cierto hasta que conocí al Hombre Cocodrilo), sufrió un accidente en el Nilo y murió ahogada. Weni nunca volvió a ser el mismo. Pensé que estaba trastornado por el dolor, pero al parecer lo que lo transformó fue el crimen. La asesinó e invitó a Hordeth a que se encontrara con él aquí, ¿verdad?

—En efecto —repuso Amerotke—. Le golpeó en la nuca y lo sepultó bajo esta losa. Asimismo, para asegurarse de que su alma nunca llegara a nada en el mundo de los muertos, enterró a su lado un maleficio.

—Hordeth se lo merecía —reconoció Mareb—. Weni me caía bien. Descubrir que su amada compañera le había sido infiel debió de enloquecerlo. De todos modos —se detuvo para resoplar—, supongo que Hordeth tenía derecho a una muerte más digna que ser enterrado sin tumba ni sacerdote. —Los ojos negros del heraldo se entrecerraron al tiempo que sonreía—. Estás haciendo muchos descubrimientos, mi señor Amerotke. Nada resulta ser lo que parece, ¿verdad? —apuntó levantando la vista al cielo—. La divina Hatasu debe de estar impaciente.

Siguió una breve discusión acerca de lo que debía hacerse con los restos de Hordeth. Mareb se mostró de acuerdo en que era la Casa de los Enviados la que había de decidir al respecto. Les diría lo que sabía y los restos serían llevados a la Necrópolis. Mientras tanto, ayudó a Amerotke y a Shufoy a colocar la losa en su sitio.

—En tal caso, ¿vas a acompañarme al Oasis de las Palmeras? —preguntó el magistrado.

—Prefiero no hacerlo —repuso Mareb por encima del hombro mientras los conducía al carro—. No siento ningún afecto por los de Mitanni. Mi padre y mi hermano murieron en la gran victoria de la divina Hatasu en las tierras del norte.

Cuando subieron al carro, Shufoy volvió la vista atrás: el templo abandonado, cubierto de sombras, ya no era el santuario de Bes, sino el hogar de Set, el dios pelirrojo.

***

Acompañaron a Amerotke al baño privado de la divina. En el exterior, el sol se deslizaba presto hacia poniente y derramaba su oro rojizo sobre la espléndida sala de mármol. Se trataba de un lugar exquisito, con ventanas abiertas en los muros a una altura considerable, relucientes como el marfil y decoradas con símbolos y representaciones de las divinidades. Éstas, en su mayoría, eran deidades femeninas y el juez no pudo evitar observar con cierto sarcasmo cuántas se asemejaban a la reina-faraón. El aire estaba perfumado del incienso y el sándalo dispuestos en escudillas. El suelo embaldosado brillaba a la luz de las lámparas de aceite colocadas en recipientes de alabastro. Sobre un plinto que daba a la piscina interior, se erigía una estatua de Horus en forma de halcón de alas doradas. El agua tenía un color azul marino y el suave mecerse de su superficie hacía bailar las flores de loto con que la habían adornado. Hatasu, que tanto amaba la gloria, la pompa y el poder, se hallaba sentada en una silla acolchada dispuesta en el rincón más alejado. Llevaba la cabeza cubierta por una peluca negra ungida de aceite y ceñida con un cordón argénteo. Alrededor de su garganta, lucía un collar de cornalina con pequeños motivos florales grabados. Vestía una diáfana túnica de lino, ceñida por una faja dorada a su cintura; este atuendo se tornaba vaporoso a la altura de sus pies, que descansaban sobre un escabel. Senenmut se encontraba a su lado, sentado en una silla, con un rollo de papiro en el regazo. Hatasu se inspeccionaba las uñas con la cabeza ladeada. Levantó la mirada cuando el capitán nubio hizo pasar a Amerotke y cerró la puerta sin hacer ruido.

—Mira, Senenmut —señaló con voz severa y estridente—; aquí tienes a nuestro señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, quien, en lugar de hacer lo que le pedimos, se dedica a recorrer las tabernas de la ribera e ignora los dictados de su faraón. Incluso se olvida de arrodillarse ante ella.

El magistrado, que se sentía aún más cansado y desaliñado en un entorno tan lujoso, se rehizo y, acercándose, se arrodilló en un cojín, situado tan cerca de la piscina que resultaba peligroso, y se inclinó hasta tocar con la frente las baldosas húmedas del suelo. Esperaba que la reina-faraón se apresurara a ordenarle que se levantase, pero ella no lo hizo, así que permaneció con un suspiro en la misma posición.

—Mi corazón está alegre —entonó, siguiendo el rito oficial— y mi alma se deleita a la luz de tu rostro, oh divina.

Oyó unos pasos y vislumbró ante él los pies de Hatasu enfundados en sus sandalias: tenía las uñas pintadas de verde oscuro y anillos de oro en los dedos.

—Soy tu faraón —le recordó Hatasu con voz cavernosa—. ¡Besa mis pies, Amerotke!

Él obedeció.

—Puedes incorporarte.

El magistrado quedó de hinojos y miró hacia arriba. El rostro de la reina-faraón se había ocultado tras una máscara de oro y plata: los ojos que lo miraban tras las aberturas brillaban de enojo.

—Das por supuestas muchas cosas, mi señor.

—No doy nada por supuesto —repuso él.

Senenmut respiró hondo y espiró el aire con un lento silbido. Hatasu dejó caer la mano a su lado, lo que hizo que el magistrado se preguntase si no iría a abofetearlo; sin embargo, sus dedos subieron hasta la mejilla del visir para acariciarla. Entonces se quitó la máscara para agacharse cerca de él. «En verdad que eres hermosa», pensó Amerotke al observar sus ojos brillantes, la piel color cobre claro, el rostro de contornos perfectos, el sensual labio inferior… Su perfume liviano parecía nadar a su alrededor. Ella dejó que se abriese su túnica y el juez pudo ver un pezón pintado de verde con matices dorados. Ella siguió su mirada y esbozó una sonrisa.

—He ido a inspeccionar a la guardia de palacio esta mañana. Llevaba puesta mi corona y estos atuendos. —La sonrisa se hizo más pronunciada—. A los hombres les han encantado. ¡Un par de ellos llegó incluso a desmayarse! No lo volveré a hacer: pensé que me iba a dar una insolación. ¿Soy hermosa, Amerotke?

—Sí, como la estrella de la mañana… y tan mudable como la luna.

La sonrisa de sus labios se extinguió ante aquella sombra de burla.

—¿Me deseas, Amerotke?

—No, mi señora.

—¿Por qué no? —preguntó ella en tono quejumbroso.

—Porque deseo a mi esposa, no a una diosa.

Ella tocó la punta de su nariz.

—Tú siempre tan despierto, Amerotke; ya cuando no eras más que un niño en la corte de mi padre, tenías siempre la respuesta correcta para todo. —Miró por encima de su hombro—. Es un hombre raro, ¿verdad, Senenmut? Mira a la piscina, Amerotke; ¿qué ves?

—Agua, mi señora —dijo sin apartar la vista de ella.

—¿Y debajo?

—Más agua.

—Los hombres son así: Senenmut, tú mismo… Sin embargo, a veces me pregunto: Amerotke, siempre grave y solemne, absorto en su vida regalada… Mira. —Lo señaló con el dedo—. He visto cómo cambiaban tus ojos. ¿Es ella todo lo que deseas, Amerotke? ¿La hermosa Norfret? —Entre sus labios asomó la punta de su lengua—. ¿Y qué más, mi señor juez? ¿Tienes temores?

—Por supuesto, mi señora: a la oscuridad, a lo desconocido, al fracaso…

—¿Y a los perros? ¿Temes a los perros?

Se puso en pie y lo ayudó a levantarse. Se liberó de las sandalias de una patada, se desabrochó el lazo del cuello y dejó que la delicada túnica cayese a sus pies. Entonces se dio la vuelta con las manos en alto. El magistrado se ruborizó. Senenmut tenía la cabeza gacha y la mirada fija en el trozo de papiro. Hatasu exhaló una risotada y se lanzó al agua. Balanceó como si su hermoso cuerpo dorado fuera un pez rozando la superficie azul. Sacó la cabeza y, al ver que tenía la peluca torcida, volvió a reír mientras volvía a ponerla en su lugar.

—Siempre se me olvida —apuntó mientras mantenía a flote en posición vertical, moviendo los pies y extendiendo los brazos—. ¿Por qué no vienes, Amerotke, e intentas atraparme?

—Mi señora —se interpuso Senenmut con voz áspera—, el señor Amerotke está cansado y no ha tenido tiempo de asearse: contaminaría la piscina.

—Lo dices sólo por celos.

Hatasu sonrió y nadó hacia un lateral. Subió los escalones y dejó que el visir se apresurase a arroparla con la túnica. Entonces se dirigió a una mesilla de madera de acacia en la que se habían dispuesto copas de vino blanco. Hecho esto, regresó a la silla e invitó con un gesto al juez a sentarse a su lado, pero cualquier rasgo de coqueteo e incluso de regocijo había desaparecido de sus ademanes. Bebió de su copa y se inclinó hacia delante mientras se ajustaba con una mano la túnica alrededor del cuerpo.

—Los dirigentes de Mitanni han marchado. Tú, Amerotke, vas a ir tras ellos, y el heraldo Mareb te acompañará. Presentarás nuestros respetos al rey Tushratta y le asegurarás que no somos responsables de las muertes ocurridas en el templo de Anubis. Reiterarás nuestros deseos de alcanzar un acuerdo pacífico entre nuestros pueblos. —Hizo una pausa—. También intentarás, con sumo cuidado, averiguar qué es lo que planea, si es posible. —Señaló con un gesto el morral de cuero apoyado contra la pared—. Si sabía algo de la muerte de Sinuhé, del robo de su manuscrito o del de la Gloria de Anubis y si tiene algo que ver con todo esto. —Agitó una mano—. No necesito decírtelo más claro: averigua lo que puedas y regresa con nosotros.

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