Los crímenes de Anubis (35 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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Los ojos de Mareb reflejaban su creciente nerviosismo.

—Mató a tu mejor amigo —señaló Amerotke con voz suave—. Porque era tu mejor amigo, ¿no es así?

—Sí, sí que lo era; pero yo…

El magistrado levantó una mano para hacerle callar.

—Weni, fuera de sí, se dio cuenta de que deshacerse de su adúltera esposa y su amante había sido fácil, además de placentero. Sin embargo, el Hombre Cocodrilo, uno de esos despojos que lanza el Nilo hacia sus riberas, presenció ambos asesinatos. En resumidas cuentas, Weni se convirtió en el Jardinero, un asesino a sueldo. ¿Por qué? Seguramente porque lo chantajeó el Hombre Cocodrilo, si bien, deshecho por el dolor y los remordimientos desde la muerte de su esposa, lo movía también el deseo de construir una lujosa tumba para ella y para sí mismo en la Necrópolis.

—¿Sospechabas que Weni había asesinado a tu amigo? —quiso saber Senenmut.

—Creo que debió de barruntar algo —intervino Amerotke—, aunque guardó para sí sus sospechas. Weni también era heraldo, y se convirtió en tu compañero en cuanto enviado ante los de Mitanni. Tushratta y Wanef no tardaron en reparar en su carácter corruptible. Weni tenía órdenes de ofrecerse para espiar a los egipcios al servicio del reino de Mitanni. Tal vez llegó a hacerlo, aunque ellos no lo creyeron y buscaron a alguien mejor. —Amerotke se detuvo—. Supongo que Wanef y los demás estudiaron a fondo la vida de Weni y descubrieron su profesión oculta. En otro orden de cosas, el año pasado los ejércitos de la divina Hatasu guerrearon en el norte, donde los de Mitanni sufrieron una derrota catastrófica. Tu hermano y tu padre formaban parte de su ejército y no vieron la muerte en aquel campo de batalla, ¿verdad, Mareb? Aún viven como cautivos, por lo que a los de Mitanni no les costó hacer que te entusiasmaras.

Al heraldo le temblaba el labio inferior.

—¿Qué te ofrecieron, Mareb? ¿Las vidas de tu padre y tu hermano? ¿Te amenazaron con crucificarlos si no cooperabas? ¿O tal vez te ofrecieron oro y plata? También te hablaron de Weni y te revelaron que fue él quien mató a tu querido amigo Hordeth. —Amerotke extendió sus manos—. Weni era un traidor y se vendía al mejor postor; tú eras diferente.

—¿Es eso cierto? —preguntó Senenmut—. ¿Están vivos tu padre y tu hermano?

—Para mí, ya han muerto. —La voz de Mareb se había transformado en poco más que un susurro. De repente se mostró demacrado, sin rastro de la actitud arrogante propia de su cargo.

—Los de Mitanni —prosiguió el magistrado— se han visto obligados a sellar un tratado de paz e incluso a venir a Egipto. Es cierto que Tushratta, instalado en el Oasis de las Palmeras, no tiene por qué acercarse a Tebas; pero, a fin de cuentas, no está sino suplicando la paz. Para ocultar su oprobio, pretende avergonzar a la divina Hatasu tanto como le sea posible. Así, exige la devolución del cadáver de su pariente; ha oído rumores, por completo infundados, de que murió a manos del padre de la reina-faraón. Los de Mitanni son asimismo grandes mercaderes; han oído hablar del manuscrito de Sinuhé y de sus mapas y quieren hacerse con ellos. Sin embargo, sobre todas las cosas, desean apoderarse de la Gloria de Anubis. ¿Cuándo se pusieron en contacto contigo? —quiso saber el juez—, ¿cuando llegaste a su corte?

Mareb le sostuvo la mirada.

—Pensaban valerse de Weni como tapadera mientras tú lo hacías todo. En primer lugar, el robo de la Gloria de Anubis. Haces una visita a Weni, que no te reconoce; sólo sabe que, según dices, actúas en nombre de Tushratta. Lo convences con una combinación de soborno y amenazas: si obedece, podrá ganar más oro y plata; si no, habrá de enfrentarse a una acusación pública y los consiguientes juicio y ejecución. Debe comprar unas dagas en el mercado tebano, y se le expone con exactitud cómo debe llevarse a cabo el robo de la amatista sagrada, para que él, a su vez, se lo comunique a Khety e Ita. De ese modo, se convierte en tu enlace con ese par de desalmados, codiciosos como peces hambrientos, a los que no cuesta hacer picar en el anzuelo. Nemrath muere y la Gloria de Anubis desaparece, así que tú te encargas desde entonces de las visitas al sacerdote y su compañera, a quienes ordenas que guarden la amatista. Los de Mitanni no recogerán su preciada posesión hasta poco antes de salir del templo. Como puedes apreciar, ahora la tengo yo.

Mareb parpadeó y recobró parte de su compostura.

—Mi señor Amerotke, me complace…

—Con Sinuhé fue diferente —prosiguió el juez—. Tus largas y delgadas piernas y tu rostro afeminado, Mareb, te convierten en un maestro del disfraz. Podrías pasar por una mujer e incluso por alguien de Mitanni. ¿Se te ocurrió a ti o fue idea de Wanef? Sospecho que fue de tu cosecha; así podías enturbiar aún más las aguas y ocultar tu identidad. Fuiste a ver a Sinuhé disfrazado de mujer de Mitanni y le presentaste el sello de Tushratta como prueba de tu credibilidad. Ofreces al viajero más riquezas de las que nunca había soñado tener; sin embargo, temiendo que alguien pueda espiaros, lo invitas a encontrarse contigo en el templo de Bes. Resulta irónico que fuera ése el lugar en que Weni había asesinado a tu amigo, ¿no es verdad?

—Me alegré cuando descubristeis sus restos. —Mareb sonrió—. No sabía qué decir aquel día.

—Es cierto, y por lo que sospecho, tampoco dijiste gran cosa a Sinuhé. Para aquel encuentro, empleaste un disfraz similar al que vieron en el templo de Anubis: la máscara de chacal de color negro y dorado, el faldellín de combate y las sandalias de soldado. Sinuhé muere, desaparece su manuscrito y tú vuelves a visitar a Weni. Le diste los escritos del viajero para que los custodiase, algo que nuestro codicioso heraldo estaba deseando hacer. Le ordenaste que lo escondiera en un lugar seguro. ¿Qué mejor sitio que la preciosa tumba que tenía en la Necrópolis? Debiste de sentirte orgulloso de ti mismo: tenías en tu poder la Gloria de Anubis y el mapa de Sinuhé. La divina Hatasu podía sospechar que los de Mitanni contaban con otro espía en Tebas, alguien a quien llamaban
la Hiena
; sin embargo, no tenía pruebas. Te serviste de Weni para protegerte. Si Khety e Ita se derrumbaban y confesaban en caso de ser sometidos a tormento, el único nombre que podrían dar sería el suyo.

—Mi señor, te he escuchado —intervino Mareb—, y lo que dices —afirmó con una mueca— parece bastante lógico; ahora bien, si es cierto, ¿qué razón podía tener yo para asesinar a Weni si lo estaba utilizando? ¿Y cómo puedo ser responsable de las muertes ocurridas en el templo de Anubis?

—Tú odiabas a Weni —repuso Amerotke—. Privó a tu amigo de la vida y de un entierro digno. Lo observabas como observa una serpiente a la rata a la que va a cazar. Tal vez sospechaste que había asesinado a Hordeth; quizá los de Mitanni te proporcionaron pruebas al respecto, pero te ordenaron que esperases. Y así lo hiciste. Weni era un ser codicioso; la mejor forma de llegar a su alma era mediante el oro y la plata. Le habían dado órdenes estrictas, aunque, claro está, acabaría por hacer lo que él quisiera. Debía entregar la Gloria de Anubis y los mapas de Sinuhé a la corte de Mitanni; sin embargo, entabló negociaciones con los libios, los nubios y, por lo que sé, los kushitas. Pensaba vender ambas posesiones al mejor postor, de modo que llegó la hora de que pagase por su traición y su codicia: no merecía una muerte rápida seguida de un sepelio honroso; no, Weni acabaría sus días como Hordeth y, al igual que sucedió con tu amigo, su cadáver sería maltratado y contaminado. Le invitaste a bajar a los jardines.

—Esa noche, yo estaba dormido. ¡Hay testigos…!

Amerotke meneó la cabeza.

—Eres un joven enérgico, Mareb, tal como pude comprobar en las Tierras Rojas. Estabas tumbado en el lecho, tapado y listo para salir. Weni salió por la puerta, mientras que tú usaste la ventana. Lo atrajiste hasta el foso de los perros; eliminaste al guarda, abriste la puerta y dejaste un rastro de sangre para estimular el apetito de la jauría. En cualquier templo hay más sangre que vino tras un sacrificio. Weni murió de un modo salvaje: una venganza inmejorable por lo que le hizo a Hordeth y un fin perfecto para su codicia, su traición y su carácter corruptible. Deshacerse de él no fue difícil ni te supuso contratiempo alguno, ya que la amatista estaba bien custodiada y el manuscrito de Sinuhé descansaba a buen recaudo en la tumba de Weni: no tenías más que ir a visitarla con la excusa de querer darle el último adiós y retirar el preciado manuscrito.

El magistrado se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos en la rodilla del heraldo.

—¿Qué pensabas hacer, Mareb? ¿Quedarte en Egipto o huir al reino de Mitanni? ¡En fin! —Haciendo caso omiso de todo protocolo, Amerotke se levantó y caminó hacia una de las ventanas que daba a los jardines reales—. Si te hubieses salido con la tuya, yo no estaría aquí en estos momentos, ¿verdad? Mis huesos estarían esparcidos por las Tierras Rojas: ésa es la otra prueba de que dispongo.

—No puedes decir eso.

Mareb hizo ademán de levantarse de un salto, pero fue Senenmut quien lo hizo por él para acercarse y obligarlo a permanecer sentado. Hatasu, consciente del peligro, fue a sentarse en su trono, no como una reina-faraón, sino como una joven corriente embelesada por un relato horrible a la par que intrigante. Sin embargo, Amerotke, conocía bien su carácter: Una vez que estuviese segura de la culpabilidad del heraldo, desplegaría toda su furia y daría muestras de aquel mal genio apasionado que hacía temblar al mismísimo Senenmut.

—Habías estado observándome —prosiguió el magistrado—. ¿De quién fue la idea de que los de Mitanni regresaran al Oasis de las Palmeras, tuya o de Wanef? En realidad, no tenían nada que consultar con su soberano: pasara lo que pasase en el templo de Anubis, no tenían más remedio que sellar el tratado. No era más que un pretexto para hacerme salir de Tebas al tiempo que una oportunidad para darte nuevas instrucciones y renovado aliento.

—Pero ¿cómo sabían ellos que acudirías? —alegó Mareb.

—¡Silencio! —exclamó Hatasu levantándose—. ¡Calla tu lengua embustera! —Volvió a arrellanarse en el trono y apoyó los codos en sus brazos—. Pidieron expresamente que acudieses tú, Amerotke, y también que te acompañase Mareb. Dijeron que Tushratta se sentiría halagado, mientras que aquella carta…

—¡Ah, sí! La famosa carta. —El magistrado dio un paso al frente—. El que fuera interceptada se hallaba dentro de sus planes. Tenían la intención de provocar a la divina Hatasu, echar toda la culpa a Weni y presentar a Mareb como alguien a quien no profesaban gran estima. Cuando llegamos al Oasis de las Palmeras, siguieron fingiendo. Nuestra visita tenía un propósito principal: asesinarme. —Amerotke se ajustó las muñequeras—. Todo era un engaño —susurró—, igual que lo fue el que te atacasen en mi dormitorio, una idea de Wanef para desviar las sospechas. Supongo que ni siquiera tú lo sabías; todo estaba pensado con miras a lo que sucediera en las Tierras Rojas.

—¡Eso es ridículo! —exclamó Mareb, visiblemente agitado.

—No, no lo es. Cuando fuimos al oasis, tuve la oportunidad de conocer a los nubios enanos a los que Tushratta llama su «gentecita». Encontré referencias de este pueblo en dos lugares más. Primero, en la tumba del divino Tutmosis I; él también los había conocido, y el artista funerario los representó con pequeñas cerbatanas capaces de disparar dardos emponzoñados. Los escritos de Sinuhé también hablan de ellos. Shufoy se encuentra en estos momentos en el mercado para confirmarlo: los de Mitanni te dieron una de esas cerbatanas y dardos envenenados, ¿me equivoco? Según Sinuhé, éstos no dejan una señal mayor que la del pinchazo de una aguja, aunque el tósigo que los impregna es mortífero, hasta el punto de poder paralizar a un caballo en muy poco tiempo. —El magistrado pudo ver palidecer a Mareb. «Estás atrapado», pensó. A pesar de todo lo que sabía, no pudo dejar de sentir una punzada de compasión ante la mirada afligida del heraldo.

»—Yo debía morir en las Tierras Rojas. A aquellas dos espléndidas yeguas, no les sucedía nada malo, ni tampoco al carro; sin embargo, para un auriga experto como tú, no resultó difícil simular lo contrario. Yo bajé del carro a petición tuya y fui a comprobar el estado de las caballerías. Tú llevabas la cerbatana en la vara blanca que simboliza tu dignidad de heraldo. En realidad, es un tubo hueco; sólo hay que destapar los dos extremos… —Amerotke extendió las manos—. A decir verdad, ignoro si empleabas la vara a modo de cerbatana o sólo para guardar en su interior el arma. Por la descripción de Sinuhé, un guerrero bien entrenado puede lanzar un dardo en un abrir y cerrar de ojos. Yo me encontraba arrodillado, absorto en la observación de las pezuñas de
Orgullo de Hator
, ¿lo recuerdas? Tal vez te precipitaste o estabas nervioso; el caso es que fallaste y el dardo fue a dar en el flanco izquierdo del animal, que, en su agonía, hirió también a
Isis.

El juez se dio la vuelta y tomó asiento.

—¡Dos hermosos caballos, orgullo de los dioses, muertos por culpa tuya!

—Yo no pude haber hecho eso —murmuró Mareb—. Me habrías visto.

Amerotke se llevó una mano a los labios y sopló como si estuviese disparando una cerbatana.

—Según Sinuhé, es un abrir y cerrar de ojos; y, si la distancia no es mucha, se trata de una arma muy precisa. Tenías la intención de asesinarme, tras lo cual retirarías el dardo y regresarías a Tebas con cualquier historia inventada.

—Pero, de ser así, habrías notado la señal del dardo en la yegua.

—No. Por lo que tengo entendido, el tamaño de esos dardos es menor que el de medio meñique.
Hator,
además, cayó sobre su flanco izquierdo. —Amerotke miró al heraldo de hito en hito—. ¿Sabes lo que pasó después?

—No tienes ninguna prueba.

—En eso estás muy equivocado. —El magistrado siguió sosteniéndole la mirada mientras templaba la voz—. Mi señor Senenmut —mintió— envió un escuadrón rodado a rastrear la zona a fondo. Un león había muerto a causa del veneno y, buscando entre los huesos y los restos del carro, el capitán dio con un dardo emponzoñado, una arma que ya había visto con anterioridad.

—¡Eso es mentira! —exclamó Mareb con un gruñido—. Si me…

—¿Qué te aseguraron? —lo atajó Amerotke—. ¿Ibas a decir que la señora Wanef te garantizó en secreto que no había rastro alguno de tu intento de asesinato? Al fin y al cabo, ella debió de tomar la misma ruta que hicimos nosotros para regresar a Tebas.

Mareb se limitó a morderse el labio.

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