Los crímenes de Anubis (39 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—El rey de Mitanni sólo quería saber que habíamos entrado al valle y habíamos salido con el sarcófago. Después de eso, el lugar quedaría desierto. No hay guardias patrullando la zona, dado que Egipto no desea llamar la atención hacia aquel sitio y sabe que, al fin y al cabo, los soldados, como cualquier otra persona, pueden ser sobornados. Los espías de Tushratta esperaron sin más a que el valle quedase tranquilo. Al igual que nosotros, ellos cuentan con exploradores. Pueden contratar a hombres capaces de determinar si se ha dado la vuelta a una sola piedra. Se movieron con gran agilidad. Una vez que el cortejo real hubo regresado a Tebas, debieron de examinar con gran detenimiento el suelo del valle en busca del más mínimo indicio: restos de excrementos de los animales, la señal hecha por una rueda…

—¡Y, claro está —lo interrumpió Senenmut—, la cara de la roca!

Amerotke clavó su mirada en la oscuridad del exterior.

—Con el tiempo, unos cuantos días —prosiguió—, estos indicios acabarían por desaparecer; sin embargo, nosotros dejamos el lugar ayer por la mañana. El explorador de Tushratta debió de entrar más tarde; buscó cualquier tipo de huella y no me cabe duda de que dio con la entrada. Sólo quedaba informar al agente de Tushratta en Tebas y prepararse para dar el golpe. Anoche secuestraron a Belet y Seli para llevarlos al lugar en que se reunirían todos los malhechores en las Tierras Rojas. El padre de Belet, Lakhet, trabajó como cerrajero para Ineni, el arquitecto de la tumba de tu padre. Lakhet era un hombre de confianza, un poderoso funcionario de la corte, y debió de diseñar los cerrojos de sarcófagos y cofres.

—Pero no podía saber dónde se encontraba la tumba —señaló Hatasu.

—Así es, mi señora; sin embargo, sus herramientas, sus llaves y sus conocimientos pasaron a modo de herencia a su hijo Belet. Entretanto, Lakhet, acosado por el derramamiento de sangre que marcó la construcción de la tumba de tu padre, se abandonó a la bebida hasta que le sobrevino la muerte y derrochó su fortuna. Belet, su hijo, buscó en el latrocinio un modo de proporcionar a sus padres una tumba digna. Acabó por ser capturado, desfigurado y condenado a vivir en la aldea de los Rinocerontes. Preocupado por su propia situación, debió de olvidar los logros de su padre. Se mostró respetuoso con la ley, y un día decidió pedir clemencia y se vio perdonado.

—Pero ¿por qué le buscaron? —preguntó Senenmut—. ¿No podían haberse limitado a entrar en la tumba, saquearla y salir con el botín?

—Los de Mitanni esperaban que la divina les guiase hasta la tumba, tal como hicimos. También sabían que habríamos hecho saltar los mecanismos de seguridad diseñados por Ineni al entrar a por el sarcófago de Benia, por lo que les resultaría más seguro. Salimos enseguida. De aquí a unos días, no me cabe duda, mi señora, de que pretendías enviar al valle mamposteros de confianza junto con sirvientes.

—Sí —declaró a secas Hatasu—, para que se cerciorasen de que todo estaba en orden y volviesen a colocar las trampas de Ineni.

—Por otra parte —siguió diciendo con voz queda Amerotke, que había estado rumiando su teoría desde que salieron de la calle de las Lámparas—, Tushratta sabía que tus obreros detectarían cualquier robo violento perpetrado en la tumba; así que los ladrones, en lugar de servirse de palancas para forzar los cofres y sarcófagos, decidieron buscar a un cerrajero experto, alguien que hubiese heredado las habilidades de Lakhet. De ese modo, podrían abrirlo todo en silencio y volver a cerrarlo tras saquearlo. Posiblemente tuviesen la intención de llevarse tan sólo los objetos pequeños, de los que hay un número generoso.

Senenmut silbó entre dientes. Hatasu se puso en pie y les dio la espalda. Cuando tomó la copa de vino que le habían servido los criados, Amerotke reparó en el ligero temblor de su mano.

—Saquearán la tumba de mi padre y robarán todos los objetos preciosos pequeños, ¿no? ¡Violarán los sepulcros! ¡Le arrebatarán el corazón! Tushratta quiere hacer realidad sus fanfarronadas y quemar el corazón del gran Tutmosis.

—Deberíamos haberlos atrapado antes de que pudiesen alcanzar la tumba —declaró Senenmut.

—No ha habido tiempo —respondió Amerotke—, y lo que es más importante, podríamos haberlos disuadido, pero no por ello dejarían de conocer la localización de la entrada secreta. Sólo hay una solución: todos deben morir esta noche.

Pudieron ver temblar los hombros de Hatasu mientras bebía su sorbo de vino para después dejar la copa en su sitio y regresar a su cojín. Una vez allí, logró tranquilizarse, si bien tenía el rostro marcado por las lágrimas.

—He fracasado —confesó—. Pensaba que la petición de Tushratta era razonable. Al fin y al cabo, no es la primera vez que Egipto acepta devolver los cadáveres de las princesas extranjeras. He entrado en el Valle de los Reyes para retirar el sarcófago, convencida de no haber dejado rastros de mi visita y decidida a regresar una vez que haya acabado todo con el fin de cerciorarme de que todo está en orden. —Se mordió el labio—. Y, por supuesto —añadió con voz amarga—, Tushratta era bien consciente de hasta qué punto iban a agitar los ánimos de la corte de Egipto el asesinato de Sinuhé y el robo de la Gloria de Anubis. —Presionó sus sienes con los dedos de una mano—. No fui capaz de pensar con claridad.

—Nadie lo fue —afirmó Senenmut con la intención de serenarla—. Creímos que Tushratta vendría a mendigar la paz. Yo, sumido en mi orgullo, me convencí de que estaría dispuesto a sellar el tratado, humillarse en el polvo y salir de Egipto en cuanto le fuese posible, sin pedir otra cosa que la devolución de los restos de Benia.

—¡Podría declararle la guerra por esto! —añadió Hatasu sin levantar la voz—. Tengo todo el derecho de atacar el Oasis de las Palmeras, crucificar a Tushratta y a todos los demás en los árboles de aquel lugar y abandonar sus cadáveres para que se los coman las hienas.

Senenmut tomó su mano alarmado.

—Mejor escucha a Amerotke —la exhortó—. ¿Con qué pruebas contamos? Estoy hablando de indicios irrefutables. Mareb está muerto; Weni, también. Tacharían de falacia cualquier confesión que hubiésemos obligado a hacer a nuestros heraldos. La muerte de Tushratta no haría sino proyectar una sombra de duda sobre nuestra palabra: los de Mitanni gritarían a los cuatro vientos que atrajimos a su rey a Egipto para romper nuestras promesas y asesinarlo.

—Hasta ahora no ha tenido éxito en nada de lo que se ha propuesto —señaló Amerotke—, ni lo tendrá esta noche. Además —añadió—, no debemos revelar, ni siquiera a los ladrones, nuestro convencimiento de que los de Mitanni están detrás de esto. Si lo hacemos, nuestros propios soldados lo sabrían y no tardaría en hacerse de dominio público.

El magistrado miró a Senenmut, que se mostró de acuerdo.

—Nosotros también tenemos una facción belicosa, que no tardaría en unirse al Ejército para exigir venganza.

—Los ladrones podrían escapar —repuso la reina-faraón.

—¿Con dromedarios y animales de carga? —preguntó el juez—, ¿y con las alforjas llenas de tesoros? Claro que sólo quieren tomar los artículos pequeños de los cofres que, según pretenden hacerte creer, han permanecido cerrados. Sólo un examen muy detallado de los sellos pondría de relieve el sacrilegio perpetrado.

Hatasu observaba a Amerotke con la cabeza gacha. El juez estaba ocultando sus propios sentimientos: conocía bien esa mirada y no pudo menos de preguntarse si la reina lo estaba culpando.

—Tal vez debí habérmelo imaginado —confesó—. No he sido capaz de darme cuenta a tiempo de quién era Lakhet. Ahora, todo encaja. El hombre que habló con Belet en el Cubil de las Hienas se refirió a un robo que les reportaría grandes riquezas, peligroso aunque sin guardias. Ni siquiera cuando desapareció Belet dejé de pensar que debía de tratarse de algún templo, una mansión o un cargamento de lingotes de las minas. Al encontrar en la lista de Mareb el nombre de Belet, hijo de Lakhet, y la referencia a Ineni… —se detuvo mientras enjugaba el sudor de su frente— se me hizo evidente la solución. —Volvió a interrumpir su discurso para elegir con cuidado las palabras—. Lakhet diseñó los cerrojos de los cofres y sarcófagos de la tumba de tu padre. Belet ha sido secuestrado para cometer un gran sacrilegio. Los de Mitanni son los responsables, pero quien lo llevará a cabo será el Hombre Cocodrilo. Para empezar, fue él quien proporcionó a Weni aquellos cuchillos cananeos de cabeza de chacal.

—¿Nos estaba provocando Tushratta?

—Sí, en cierto modo. El Hombre Cocodrilo aseguró que se los había robado a otra persona: en realidad, se los dio la princesa Wanef. No fue fruto de ninguna coincidencia el que se encontrasen el Hombre Cocodrilo y Weni: estaba todo planeado. El heraldo recibió las dagas del primero porque se lo ordenó Wanef.

—Pero tu sirviente, Shufoy, descubrió su origen, ¿no es así?

—Los de la calaña del Hombre Cocodrilo —repuso Amerotke— adolecen de una gran debilidad: son codiciosos. No —consideró levantando una mano—. No, no es cierto. El Hombre Cocodrilo quería vender esas dagas al mayor número posible de personas con el fin de sembrar la confusión. Al fin y al cabo, cualquiera podría haber comprado una para asesinar a Nemrath. Shufoy descubrió su origen y el vendedor no pudo negarlo. Sabía que, de lo contrario, habría levantado sospechas y prefirió seguir el juego a Shufoy. —Amerotke se detuvo—. Si no hubiese cooperado con él, sólo habría logrado que adivinara su complicidad. Así pues, ¿qué hace el Hombre Cocodrilo? Contar a Shufoy todo lo que sabe de Weni. Del mismo modo —prosiguió mientras se daba golpecitos con los dedos— en que vendió dicha información acerca del heraldo a los de Mitanni en primer lugar: así fue como Wanef atrajo a Weni a su tela de araña. —Sus labios dibujaron una sonrisa triste—. Me preguntaba cómo había sucedido. El Hombre Cocodrilo era un ser taimado, y alejó de sí la sospecha sacrificando a Weni. La delación no tenía gran importancia, puesto que éste ya había completado su labor y estaba muerto. Además, se había descubierto que espiaba para los de Mitanni. Representó el papel de delincuente de medio pelo que pretende ser útil a su reino, de manera que resultase difícil relacionarle con el reino de Tushratta. El descubrimiento de aquella lista en la calle de las Lámparas, junto con la desaparición de Belet, dejó las cosas algo más claras.

Amerotke limpió con el dorso de la mano la tierra adherida a su boca. Hatasu se dio la vuelta, tomó una copa de la mesa y se la puso entre las manos.

—Tras muchas meditaciones —prosiguió el magistrado—, caí en la cuenta de que la princesa Wanef negociaba con Mareb, y éste, a su vez, dirigía a Weni. —Dio un sorbo a la copa—. Con todo, aún quedaba un cabo suelto. Tushratta enviaba mensajes a su hermanastra, alojada en Tebas. Debía de saber que serían interceptados; de hecho, contaba con ello para que los planes le salieran tal como esperaba.

—Sin embargo, el verdadero emisario de la princesa era el Hombre Cocodrilo, ¿no es así? —declaró la reina-faraón.

—Sí, y se trataba de una elección perfecta, pues él no debe lealtad a Egipto ni a sus leyes y no es más que un granuja que se dedica a recorrer el Nilo sin levantar sospecha alguna: yo mismo, al fin y al cabo, di por cierta su historia de los cuchillos. Por otra parte, puede contratar con facilidad a bandidos y ladrones, dirigirse a la aldea de los Rinocerontes y buscar a Belet. En resumidas cuentas, se trata de alguien que no guarda relación alguna con la corte del faraón ni con el templo de Anubis. No obstante, cometió un error, uno muy pequeño: vendió más cuchillos de la cuenta y atrajo así la atención de Shufoy. —Amerotke bebió de su copa sin dejar de mirar a Hatasu por encima del borde.

La reina, con los ojos entrecerrados, movía los labios sin articular palabra. Un oficial llegó a la puerta del pabellón y se arrodilló besando el suelo con la frente.

—Mi señor Senenmut, tenemos noticias: nuestros exploradores del valle han detectado movimiento.

El visir se levantó de un salto y Hatasu y Amerotke hicieron otro tanto.

—Di a los carros que permanezcan en sus posiciones —ordenó Senenmut—. Trae a los nubios y haz que avancen en herradura, rápido y en silencio. ¡Que no logre escapar ni uno!

—¡Haced prisioneros! —gritó la reina—. ¡Quiero que hagáis prisioneros!

Los oficiales de Senenmut desplegaron sus tropas enseguida. Hatasu, por su parte, debía permanecer en la retaguardia y esperar en el pabellón real. Tenía la intención de marchar junto a sus soldados, pero el visir se lo impidió.

—Nos enfrentamos a hombres desesperados, y en la oscuridad…

La reina aceptó a regañadientes, aunque dejó bien claro que debían hacer prisioneros y llevarlos ante ella para que fuesen juzgados.

Los nubios avanzaron en formación de combate. Extendiéndose a través de las arenas del desierto, marchaban en silencio bajo la luna, con los escudos preparados y las largas lanzas dispuestas a la misma altura. El escuadrón rodado se desplegó en cada uno de los flancos con el fin de cortar la retirada a quien tratase de escapar. Según habían asegurado a Senenmut, sólo había un lugar por el que pudiesen salir los bandidos.

—Podrían intentar escalar las paredes del valle —aseguró en tono desabrido—, pero se trata de una labor poco menos que imposible.

Amerotke avanzaba a su lado, dentro de la tercera fila de soldados. Llevaba puesto un casco de bronce y empuñaba escudo y espada. Deseaba ver cómo se desarrollaba la operación y tenía especial interés en que el Hombre Cocodrilo no escapase. Shufoy también expresó su intención de acompañarlo, pero el magistrado se mostró disconforme: el hombrecillo estaba demasiado nervioso por el destino de sus amigos.

—No pongo en duda tu valentía ni tu pericia guerrera —dijo el magistrado bajando la cabeza para mirar sonriente a su criado—. Te conozco, Shufoy, y sé que acabarías por abrirte paso entre los soldados para ponerte en primera línea, más preocupado por la vida de Belet que por tu propia seguridad; así que creo que será mejor que te quedes aquí.

Amerotke elevó la mirada al cielo iluminado por la luz de las estrellas. Habían pasado muchos años desde que, mientras hacía el servicio militar en las Tierras Rojas, había tenido que combatir con un grupo de bandidos que huía a través del Nilo tras saquear una tumba de la Necrópolis. Recordó la sangrienta batalla que se había entablado entonces en la helada oscuridad de la noche, sin que nadie diera cuartel ni lo pidiese. La que se avecinaba no tendría mucho que envidiar a aquélla, aun cuando en esta ocasión superasen en número ampliamente a los malhechores. A su alrededor, los hombres avanzaban marcando su propio ritmo inquietante al golpear con las sandalias y las botas la arena del desierto. De cuando en cuando, rompía el silencio de la oscuridad el rugido de algún león al que seguían los chillidos de las hienas.

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