—¿No es extraña —murmuró un soldado— la habilidad que tienen los carroñeros para oler un festín antes incluso de que empiece?
Amerotke se aferró a su escudo. La luna llena se escurría por entre las nubes y bañaba de luz argéntea las cercanías del valle. Los afloramientos rocosos que flanqueaban su entrada se tornaban así más claros. Las alas del ejército egipcio se movían con mayor celeridad con el fin de cerrar la trampa, en tanto que los carros permanecían en la retaguardia, dado que sólo avanzarían una vez iniciada la batalla. Un explorador llegó a la altura de las primeras líneas; entonces, y a medida que se difundían las órdenes, los soldados se detuvieron. Las calladas filas de hombres quedaron sellando amenazadoras la salida del Valle de los Reyes en semicírculo. Los oficiales prohibieron hablar o hacer el menor ruido, lo que producía una sensación escalofriante. Las tropas marchaban siempre al son del entrechocar de las armaduras, los bramidos de los cuernos y las trompetas, el gritar de los oficiales y los himnos marciales o las canciones del regimiento, pero en esta ocasión era muy diferente: los bandidos no sabrían que las tropas los esperaban hasta que hubiesen salido del valle.
Un dromedario surgió del valle. El hombre que lo montaba fustigaba sus ijares. De detrás de las rocas emergieron negras siluetas. Se lanzó una red, que atrapó al animal y lo llevó hacia un lado. Aun desde la distancia, Amerotke sabía qué estaba ocurriendo: mientras ataban con fuerza la boca del dromedario, debían de haber desmontado al jinete para encargarse de él. Oyó un débil alarido y vio desaparecer las furtivas sombras. Uno de los exploradores había subido a lomos del dromedario, vestido de un modo similar al hombre que acababan de matar y regresó a la embocadura del valle para indicar con las manos que todo iba bien. Amerotke tomó aire: el Hombre Cocodrilo y sus ladrones no debían de estar muy lejos. Volvieron a darse órdenes para que los soldados se mantuviesen en silencio, pero que los rugidos de los leones se oían cada vez más cerca. Todas las miradas estaban fijas en la salida del valle.
Por fin emergió la gavilla de los bandidos: en primer lugar iban los dromedarios, seguidos de los carros y, por último, los que avanzaban a pie. No llevaban antorchas y el silencio con que se movían hacía suponer que habían cubierto los cascos de las bestias y las ruedas de los carros con arpillera o paja. Parecían ajenos por completo a la presencia del ejército que los esperaba, preocupados como estaban por alejarse cuanto antes del Valle de los Reyes. Una trompeta hizo pedazos el silencio de la noche. La siguió un estrépito de ruedas: un carro desprovisto de antorcha partió de las filas expectantes de nubios y corrió en dirección a los malhechores. Amerotke pudo oír los gritos de alarma proferidos por estos últimos. Algunos intentaron huir a derecha e izquierda y fue entonces cuando fueron conscientes de la trampa en que habían caído. El carro se detuvo a poca distancia de ellos y la brisa nocturna transportó la orden dada por el oficial de que depusiesen las armas y se rindieran. Una flecha cruzó el aire con un silbido y pasó a muy poca distancia de uno de los caballos: ésa era la respuesta de los bandidos.
—No esperaba menos —murmuró el facundo soldado—. ¿Qué compasión pueden esperar?
Se ordenó a los nubios que avanzasen al trote. En un primer momento, Amerotke tuvo dificultades: tropezaba y se escurría. Entonces las líneas echaron a galopar con todas sus fuerzas. La primera, formada por veteranos, rodeó a los bandidos y, para cuando entraron en acción la segunda y la tercera, la lucha había acabado. Los soldados habían hecho desmontar a los que guiaban los dromedarios y se habían hecho con los carros. Algunos de los malhechores se habían resistido, pero el resto no tardó en darse cuenta de que no se había topado con una patrulla del desierto, sino con todo un cuerpo del ejército imperial, por lo que depuso las armas enseguida. No faltaron los que intentaron seguir luchando y hubieron de ser desarmados por la fuerza. Amerotke se abrió paso entre el círculo que formaban los soldados. Pudo ver dos dromedarios tendidos sobre uno de sus flancos, pataleando hasta que alguien los sacó de la agonía. El suelo del desierto se veía salpicado por los cadáveres de los bandidos, en tanto que los gritos de los fugitivos a los que lograban derribar rasgaban la oscuridad. Caminó entre los prisioneros, a los que estaban obligando a arrodillarse con las manos atadas sobre la cabeza en un gesto de sumisión. Algunos oficiales, seleccionados de entre los de la guardia personal de la reina, examinaban los tesoros cargados sobre las carretas o en el interior de las alforjas de los dromedarios para retirarlos con gran cuidado, agruparlos alrededor de los vehículos y cubrirlos con paños sagrados que portaban los emblemas de Anubis y Osiris y que se habían tomado para la ocasión de los templos de Tebas. Senenmut iba de un lado a otro a grandes zancadas, sin casco, dando órdenes. La escena fue transformándose de un modo lento pero evidente. Los soldados nubios formaron un círculo gigantesco iluminado por docenas de largas antorchas clavadas en el suelo. A su luz, la noche se transformó en un día espeluznante y encendido. Los cadáveres de los malhechores yacían amontonados. Amerotke vislumbró el rostro de uno de ellos y reconoció al narrador que había visto en la casa de comidas en la que se reunió con Belet. Un médico estaba atendiendo a los escasos heridos que había entre los nubios. Senenmut estaba más centrado en los prisioneros, que ascendían al menos a treinta personas. Seguía la hilera en que los habían hecho formar e iba arrancando los turbantes y las máscaras que escondían su identidad. El magistrado lo seguía.
—Tenías razón —murmuró el visir señalando a un prisionero que tenía una horrible cicatriz en lugar de nariz—. Los han reclutado en la aldea de los Rinocerontes. El resto parece pertenecer a una misma banda de delincuentes profesionales.
Algunos imploraban piedad, mientras que otros se hallaban arrodillados sin más, con las cabezas gachas. Amerotke estudiaba con pormenor a cada uno de ellos. Se detuvo ante un hombre de rostro magro, nariz aguileña y ojos arrogantes. Tomó por el cuello la túnica del prisionero y la desgarró para dejar al descubierto una prenda de escamosa piel de cocodrilo.
—¿Me conoces? —inquirió al tiempo que se ponía en cuclillas—. Tú debes de ser el Hombre Cocodrilo, ¿me equivoco? —Por única respuesta obtuvo una mueca de desprecio—. ¿Dónde están Belet y Seli? —le preguntó en tono imperativo.
El interrogado echó hacia atrás la cabeza, carraspeó y lanzó un escupitajo al rostro de Amerotke. Éste se limpió el esputo de la mejilla y repuso:
—Doy por contestada la pregunta.
Volvió a detenerse ante el siguiente hombre, sorprendido ante su extraño aspecto afeminado y las joyas de mujer que lucía en las orejas y alrededor del cuello.
—Y tú debes de ser Sombra, ¿no?
El bandido apartó la mirada.
—¿Dónde están Belet y Seli, el matrimonio al que habéis secuestrado?
Los hombros de Sombra comenzaron a temblar. El Hombre Cocodrilo susurró con voz burlona algo acerca de la lengua de su compañero. El juez se disponía a proseguir su interrogatorio cuando rasgó la noche un estridente sonar de trompetas. Acompañada de un escuadrón rodado, se acercó a ellos Hatasu. Se había preparado para el momento y aparecía con el rostro y las manos lavados. Se había encasquetado la corona bélica de Egipto y llevaba los hombros cubiertos por el nemes de oro cuajado de joyas y el manto sagrado del faraón. Asimismo, se había puesto un peto de cuero sobre la túnica blanca, así como grebas para cubrir sus espinillas, y llevaba los pies enfundados en botas de campaña. En una de sus manos, sostenía un látigo; en la otra, la espada curva del faraón. Senenmut y Amerotke no dudaron en darle la bienvenida, tras lo cual, a una señal de la reina, se arrodillaron ante su carro. Ella formuló algunas preguntas con voz seca y desabrida. El visir respondió que se había prendido a los malhechores e incautado todo su botín y que, si bien algunos habían muerto, el resto sería juzgado.
—No sabemos nada de Belet y Seli —terció Amerotke.
—Haced hablar a uno de ellos.
El magistrado regresó a la fila de prisioneros. A instancias suyas, dos nubios arrastraron a un viajero de las dunas al que el miedo no permitía emitir más que balbuceos. Aunque al principio aseguró no saber nada del cerrajero y su esposa, bastó con que los soldados lo golpearan para que se derrumbase y confesara que los había visto con vida por última vez cerca de un afloramiento rocoso, poco antes de salir del valle.
—Los apartaron de nosotros —señaló entre gemidos—, pero no muy lejos.
Acto seguido, se enviaron tres carros en dirección al Valle de los Reyes. En ellos iban Shufoy, el prisionero y dos de los exploradores.
—Mientras tanto —declaró Hatasu—, inspeccionaré a los prisioneros.
Se apeó del carro y, acompañada de Senenmut y Amerotke, se abrió paso entre las filas de soldados para introducirse en el círculo manchado de sangre, que para entonces había quedado en silencio. El magistrado había asistido a juicios celebrados en muy diversos tribunales, pero nunca a algo como aquello. Aquel corro de hombres expectantes, el botín escondido bajo los paños sagrados, la larga hilera de prisioneros arrodillados con las manos atadas por encima de la cabeza, el suelo manchado de sangre y, envolviéndolo todo, los repentinos gritos y rugidos de los carroñeros conferían a la escena un carácter brutal y espeluznante. Quedaba poco para el alba
y,
sin embargo, el viento frío dejaba helados los cuerpos cubiertos de sudor. Hatasu daba la impresión de no preocuparse por nada más que los prisioneros. Así, caminaba de un lado a otro fijando la vista en cada uno de ellos. De cuando en cuando, se servía de la espada para obligar a alguno a levantar la cabeza.
—¿El Hombre Cocodrilo? —preguntó a modo de orden.
El juez señaló al cabecilla. Hatasu colocó la punta de su espada bajo la barbilla del reo y le hizo levantar la vista. Desposeído de toda su arrogancia, devolvió a la reina una mirada temerosa.
—¡Maldito seas! —gritó ella—. ¡Maldito seas en vida y durante tu agonía! ¡Maldito seas en este mundo y maldito para siempre en la oscuridad que nos espera tras su luz!
Un gemido quedo surgió de entre los prisioneros que rodeaban al Hombre Cocodrilo: la maldición de la reina-faraón era solemne y los afectaba también a ellos. El cabecilla tragó saliva con dificultad; sus ojos le lanzaron una mirada de súplica. Empleando de nuevo la punta de la espada, Hatasu lo obligó a humillar la cabeza. El prisionero rezongó sin dejar de gimotear, pero la reina siguió empujando y no cejó hasta que la frente de él tocó el suelo. Incapaz de mantener el equilibrio, el Hombre Cocodrilo cayó a un lado con un gemido y Hatasu siguió caminando mientras dejaba que los oficiales volviesen a colocarlo de rodillas.
La soberana de Egipto recorrió la fila varias veces y Amerotke llegó a preguntarse si no habría perdido el juicio. Su expresión era tan rígida como la de una máscara. Por fin se apartó de los prisioneros para dirigirse al lugar en que descansaba el botín y hacer retirar los paños sagrados. Un sacerdote fue enumerando las posesiones que lo conformaban: estatuillas y figuras, brazaletes, anillos y, por encima de todo, cofres con los canopes que contenían parte de los restos de su padre.
—Pueden purificarse —anunció el religioso con un susurro.
—¡Se purificarán! —espetó Hatasu—. Mi señor Senenmut, tú supervisarás personalmente el traslado de todo esto a la Casa de la Adoración del palacio real. Haz que sea custodiado día y noche. —Levantando la espada, señaló en dirección a la ciudad—. Cuando acabemos —siguió diciendo con voz suave—, tú y yo —volvió la mirada a Amerotke—, y tú, mi señor juez, regresaremos aquí para velar el Valle de los Reyes. La tumba de mi padre será purificada y consagrada de nuevo. Volveremos a colocar las trampas y cambiaremos los cierres de puertas y cofres. Durante los tres próximos años, los sacerdotes de la capilla del templo de Anubis celebrarán sacrificios especiales para reparar la falta.
Se volvió en ademán de proseguir su inspección de los prisioneros cuando el silencio se hizo añicos con el estruendo de ruedas de carro. Entre las filas egipcias se extendió un murmullo. Los oficiales gritaron para apagarlo. Entonces, Hatasu, Amerotke y Senenmut se acercaron a los recién llegados. Los aurigas ya se habían apeado y estaban depositando sobre el suelo dos fardos atados con manos expertas. Tras cortar las cuerdas, retiraron a medias las capas militares que habían empleado para cubrir los cadáveres. Belet y Seli yacían uno al lado del otro. Hatasu fijó en ellos su mirada.
—Es una lástima —murmuró—, aunque tal vez…
Dejó inconclusa la oración, si bien Amerotke no ignoraba lo que iba a decir: tanto el cerrajero como su esposa habían descubierto el lugar en que se hallaba la tumba real y, aunque obligados, habían tomado parte en su saqueo. Ambos parecían estar dormidos. Un oficial movió sus cabezas para que el magistrado pudiese ver los mandobles que habían reducido las nucas de los dos a un amasijo sanguinolento.
—Debieron de morir en el acto —declaró el militar—. El viajero de las dunas que nos llevó hasta ellos confesó que los habían escondido en un agujero de escasa profundidad situado bajo un afloramiento rocoso a poca distancia de la entrada del valle.
—¿Dónde está el prisionero? —preguntó Senenmut.
—Intentó escapar —contestó el oficial levantándose—. Lo he aplastado bajo las ruedas de mi carro.
Shufoy se coló en el círculo que se había formado alrededor de los cadáveres. Su rostro podía verse pálido a la luz temblona de las antorchas. El suyo era un dolor callado; las lágrimas surcaban su rostro arrugado y curtido. Se quedó de pie como un niño, sollozando para sí. Amerotke se acercó para tomar su mano.
—No te aflijas, Shufoy —declaró Hatasu—. Haré que lleven sus cuerpos a Tebas. Los sacerdotes se encargarán de los rituales, de tal modo que tengan un sepelio digno como les corresponde. Sus almas viajarán juntas al remoto horizonte. Rezaré para que mi padre les dé la bienvenida a los campos de los bendecidos. Entre tanto tú, Shufoy… —su voz se tornó más dulce—, mira a tu faraón a la cara —dijo sonriéndole—. Tú vendrás a la Casa del Millón de Años. Tengo entendido que compones poemas de amor. —Su rostro severo volvió a mostrar una fugaz sonrisa—. Les pondremos música, y tal vez tengas oportunidad de cantárselos a mis doncellas. —Su gesto se trasmudó cuando la reina volvió a dirigirse a su oficial—. Haz que retiren estos dos cadáveres. Que los sacerdotes del templo de Anubis corran con los gastos. Ahora, vamos a dar a esos rebeldes una muestra de la justicia del faraón.