Los crímenes de Anubis (36 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—Sólo la señora Maat —siguió diciendo el magistrado— conoce la verdad, aunque aquello fue a todas luces una agresión fallida por completo. Debiste de sentirte tentado por culminar tu sangriento cometido, pero sabías que allí, en las Tierras Rojas, rodeados de leones y hienas, dos pueden más que uno. Seguramente quemaste tu arma mortífera en el anillo de fuego que prendimos. Al final, salimos de aquel aprieto y regresamos a Tebas.

—¿También me vas a acusar de haber asesinado a los enviados de Mitanni?

—¡Por supuesto! El propio Tushratta los llamaba chacales.

—Pero, ¿qué soy entonces?, ¿amigo o enemigo?

Amerotke estaba a punto de contestarle cuando llamaron a la puerta. Un chambelán anunció que habían llegado mensajeros en busca del señor juez supremo. Éste, a su vez, le pidió que hiciese pasar al capitán del cuerpo de guardia. Entonces salió de la estancia real para encontrarse con Shufoy y con el médico.

—Tal como me dijiste, mi señor —declaró este último—, los enviados del reino de Mitanni estaban muertos antes de que los arrojasen al estanque sagrado. He encontrado pequeños pinchazos en la parte alta de sus espaldas, y sus ropajes presentaban agujeros diminutos teñidos de sangre. Murieron, al igual que los demás cadáveres, a causa de algún tipo de poción que agarrota los músculos y detiene el corazón. Ambos fallecieron enseguida. Fue un dardo envenenado, ¿no es así?

Amerotke asintió con la cabeza antes de preguntar:

—¿Y tú, Shufoy?

El hombrecillo abrió la mano para mostrarle un dardo menudo y con plumas de poco más de dos centímetros de largo. Éstas, diminutas, eran probablemente de ganso, mientras que la caña estaba hecha de madera, con una punta tan afilada como la de una aguja.

—¿Podría infligir tales heridas un dardo como éste?

—Sí, mi señor.

—¿Y el tósigo?

El cirujano señaló la punta del arma.

—He oído hablar de estos dardos; los impregnan con un veneno más mortífero que la mordedura de cualquier cobra o víbora. Una sola gota puede acabar con la vida de un hombre.

—Eso mismo me ha dicho el mercader que me lo ha vendido —declaró Shufoy. Entonces tendió a su amo un tubito negro abierto por ambos extremos. Amerotke entrecerró los ojos para examinar con atención el interior, minuciosamente tallado con estrías.

—Te enseñaré cómo se usa —se ofreció el enano.

Tras unos intentos fallidos, logró colocar el dardo en la boquilla y apuntó a la estatua de un león en actitud de atacar que descansaba sobre la mesa. Con tan sólo un leve soplido, el dardo salió de la cerbatana con tanta rapidez como lo haría una flecha lanzada con arco, si bien falló el blanco por muy poco.

—Con algo más de práctica… —señaló Shufoy cariacontecido—. Amo —añadió—, he preguntado en Tebas por todas partes y nadie sabe nada de Belet ni de Seli; con todo, un conocido, un hombre alacrán, me ha referido algo sobre la compra de unos dromedarios y otros animales de carga.

—Ahora no puedo ocuparme de eso —repuso Amerotke en tono brusco—. Lo siento, Shufoy, pero ese asunto deberá esperar. —Y, tras girar sobre sus talones, volvió a introducirse en la sala del trono del faraón.

C
APÍTULO
XV

E
l magistrado hizo salir al capitán de la guardia. El nerviosismo de Mareb era evidente. Hatasu se hallaba sentada, semejante a un ídolo, mientras que Senenmut se había apoyado en la ventana.

—Continúa, mi señor Amerotke —ordenó la reina-faraón con una voz que más parecía un susurro.

—De todas las muertes —prosiguió el juez, que fue a sentarse frente al heraldo—, la más cruel e innecesaria fue la de la pobre danzarina. Tomaste la cerbatana y los dardos y, tras probar el veneno con ovejas y peces, pudiste ver qué rápido actuaba. Por supuesto, te aseguraste en todo momento de retirar el dardo. Entonces te preguntaste qué efecto tendría con un ser humano. Una vez más, fingiste ser un miembro de la comitiva de Mitanni y, protegido por esa horrible máscara, llevaste a la muchacha a uno de los pabellones del jardín. Ella pensó que iba a ganar algunas monedas como obsequio de un hombre poderoso y tú la mataste para comprobar la rapidez con que podía hacer efecto el tósigo.

—Sólo por ella, mereces morir —lo interrumpió la reina con voz severa.

—¿Observaste su muerte? —murmuró Amerotke—. ¿Contaste el tiempo que tardaba en morir para después recoger el dardo y desaparecer? Recorriste el templo como un fantasma y no faltó quien te viera, tanto allí como cerca del río. Asesinaste a Sinuhé sirviéndote del mismo método, que también empleaste con el guardián de la jauría sagrada y, por supuesto, con los enviados de Mitanni.

—Si, al parecer, yo era su amigo —le espetó Mareb—, su asesino a sueldo, ¿qué interés podía tener en matarlos?

—En primer lugar, creo que disfrutas con el simple acto de matar. No hay gran diferencia entre Weni y tú. Pero deja que responda a tu pregunta. Solemos meter a los de Mitanni en un mismo saco; sin embargo, tú sabes tan bien como yo, y como Tushratta, y como el señor Senenmut, que el consejo del rey de Mitanni está dividido. Wanef, la favorita del rey, se halla al frente de los partidarios de la paz. Es astuta como un zorro y sabe que su pueblo necesita la paz de un modo desesperado, pero no cuenta con el respaldo de todos. El reino de Tushratta está conformado por clanes poderosos. Snefru, Mensu y Hunro eran del bando de los belicistas, ¿no es cierto, mi señor Senenmut?

El visir asintió.

—Esos guerreros pidieron formar parte de la delegación de paz con el fin de buscar cualquier oportunidad para sembrar el caos y la confusión. El robo de la Gloria de Anubis y la apropiación del manuscrito de Sinuhé debieron de ser de su agrado, aunque Tushratta tenía otros planes secretos para ellos. Te ordenaron que acabases con todos; de ese modo, se libraría de tres alborotadores poderosos y podría, al mismo tiempo, culpar a Egipto por las muertes de súbditos que en privado consideraba chacales.

—¡Pero eso sería un acto de guerra! —gritó Mareb.

—¿Tú crees? —repuso Amerotke—. La divina Hatasu caería bajo sospecha, aunque no podría demostrarse nada. Achacarían los crímenes al señor Senenmut o a algún miembro descontrolado de la corte del faraón, y Tushratta representaría entonces el papel de príncipe airado. No me cabe la menor duda de que, una vez que mi señor Senenmut prepare los sellos del tratado, Wanef reclamará con voz estridente una compensación harto generosa por la muerte de los tres súbditos de su rey.

—Debí haber aplastado a esa zorra —murmuró Hatasu.

—Tushratta tiene la intención de regresar feliz a su reino. Tal vez tenga que doblar la rodilla, besar los pies de la reina-faraón y sellar un tratado humillante; con todo, cree que después podrá complacerse en su gran triunfo, ya que habrá logrado la Gloria de Anubis, el manuscrito de Sinuhé, la eliminación sumaria de los tres alborotadores y una generosa cantidad de riquezas procedentes de la Casa de la Plata egipcia en concepto de indemnización.

—Pero ¿y el señor Snefru? —terció Senenmut—. La puerta de su dormitorio se hallaba cerrada a piedra y lodo y las ventanas tenían los postigos echados y atrancados.

—Quédate donde estás, mi señor Senenmut. —Amerotke hizo con las manos un gesto semejante al de alguien que empujara el aire—. Así, al lado de la ventana. ¿Recuerdas el momento en que encontramos el cadáver de Snefru? Forzamos la puerta. Yo estaba allí, igual que nuestro heraldo. Mareb se acercó entonces a la ventana.

—Sí, lo recuerdo: aseguró que los postigos estaban atrancados.

—Cuando en realidad no lo estaban —repuso el magistrado—; sólo se encontraban encajados. Mareb mintió; afirmó que tenían la barra echada y, claro está, los abrió para dejar que entrasen la luz y el aire. —Hizo chasquear los dedos—. En un abrir y cerrar de ojos eliminó toda prueba que pudiese demostrar lo contrario. Asimismo, ¿recuerdas que quedó apoyado en la ventana? Estaba limpiando cualquier posible huella de manos o pisadas que hubiese podido quedar en el alféizar o en el suelo. Te descolgaste desde la azotea, ¿no es así? —inquirió al heraldo—. Los postigos estaban abiertos, por lo que pudiste entrar por ellos, asesinar a Snefru y cerrarlos sin más tras de ti. Cuando forzamos la puerta, hiciste ver que las contraventanas habían sido atrancadas y te apoyaste en el alféizar para eliminar cualquier vestigio que pudiese hacer pensar en un allanamiento. Tras examinar el dormitorio de Snefru, he llegado a la conclusión de que, a un hombre atlético, no le costaría gran cosa descolgarse desde arriba, entrar en el aposento y volver a salir después de haber ejecutado a su ocupante con un método idéntico al empleado con las otras víctimas. También retiraste el dardo para sumir el caso aún más en el misterio. Las muertes de Hunro y de Mensu fueron igual de sencillas. Ninguno de los dos sentía demasiado aprecio por la princesa Wanef, así que no es extraño que se reuniesen para intercambiar confidencias. Creían que estarían a salvo si se mantenían unidos. Fueron al estanque sagrado y se sentaron en el banco. Tú los seguiste. Ambos murieron al instante, tras lo cual retiraste los dardos y lanzaste sus cadáveres al agua.

Amerotke se puso en pie.

—¿Qué tienes que decir, Mareb? —preguntó—. Podemos llevarte a la Casa de la Muerte para someterte a tormento; podemos incluso negociar con Wanef, que no se mostrará dispuesta a protegerte; podemos registrar tus posesiones y tu dormitorio en busca de los mismos objetos que escondiste en el de Weni.

El heraldo, que había dejado de temblar, puso las manos sobre las rodillas y se quedó sentado, mirando al suelo.

—Hubo un tiempo en el que fui dichoso —afirmó levantando la cabeza—, cuando vivíamos juntos mi madre, mi padre, mi hermano y yo. Estaban muy orgullosos de mi ingreso en la Casa de los Enviados, y yo era feliz. —Miró al magistrado de hito en hito, con el semblante pálido—. ¡Tienes razón con respecto a Weni! Siempre había sospechado que tenía algo que ver con la muerte de Hordeth, por lo que empecé a seguirlo. ¿Sabes que acostumbraba volver al templo de Bes para regodearse con la contemplación del cadáver? Acabé por enterarme de la verdad, pero decidí aguardar el momento propicio. Era un asunto que merecía cierta espera, igual que sucede con la buena vid, cuyas uvas no se aplastan hasta que están en sazón. Recorrí con Weni el camino de Horus en dirección al reino de Mitanni. Hasta un ciego se habría dado cuenta de que Weni era tan traicionero como una serpiente. Sabía que lo estaban sobornando, y pensé que ésa era la mejor manera de acabar con él: la ejecución de un traidor es en particular espeluznante. —Esbozó una sonrisa—. Entonces murió el divino faraón, y el caos y la confusión se apoderaron de Tebas en tanto que los de Mitanni lanzaban su ataque a través del Sinaí. Mi padre y mi hermano eran oficiales del regimiento de Osiris y marcharon al norte como el resto. La mayoría regresó pavoneándose, cubierta de condecoraciones y de gloria y con el botín arrebatado a los de Mitanni. Mi padre y mi hermano no se hallaban entre ellos. En un principio se nos dijo que los habían asesinado. —Clavó su mirada en Senenmut—. La guerra terminó y Tushratta pidió la paz. Me enviaron para que me reuniera con los delegados de Mitanni. Weni…, bien, podéis imaginaros que no tardó en ponerse a la venta como era propio de la puta en que se había convertido. Los dos nos encontramos con los enviados de Mitanni en el primer oasis del camino de Horus. Permanecimos allí dos noches. Entonces llegó Wanef y, un día, al caer la tarde, quiso verme. Cuando entré en su tienda, me encontré con mi padre y mi hermano, atados y amordazados en el interior. Tuve que elegir: o trabajaba para la princesa o pasarían el resto de sus vidas como esclavos en las minas. Fue horrible: me vi rodeado por la traición. A Weni, el asesino de mi amigo, no le importaba venderse y, a Egipto, le traía sin cuidado si mi padre y mi hermano estaban vivos o muertos.

—Deberías haber preguntado —intervino Senenmut.

—¿Sí, mi señor? ¿Y qué habríais hecho? ¿Acaso habría confesado Wanef? —Hizo una mueca de desdén—. Cuando los de Mitanni llegaron al Oasis de las Palmeras, su princesa trajo un meñique amputado a mi padre. Me dijo que no había contestado con la suficiente celeridad, así que me mostré dispuesto a hacer todo lo que pidiesen. —Levantó la cabeza y llenó sus pulmones—. Mi madre había muerto y Weni estaba atareado contando su plata, así que me convertí en el portavoz de Wanef. Querían la Gloria de Anubis y el manuscrito de Sinuhé, en especial éste, pues explicaba las rutas que atravesaban el desierto. En mi calidad de heraldo, se me ordenó que preparase el templo de Anubis para la llegada de los de Mitanni. Tuve oportunidad de visitar todos sus rincones, incluidos la capilla en que se custodiaba la amatista sagrada, el foso de los perros y los jardines. Asimismo, pude escuchar los chismorreos del servicio y, de este modo, supe de la naturaleza lúbrica de Nemrath, así como que ansiaba tener para sí los encantos de Ita. El resto fue muy sencillo: me reuní en secreto con Weni, le di los cuchillos y le dije lo que debía hacer. La princesa Wanef me proporcionó uno de los sellos personales de Tushratta. Atraje a Sinuhé y acabé con su vida: no era más que un anciano parlanchín y codicioso. Lo siento de veras por la bailarina. Los de Mitanni me habían dado la cerbatana y un cofrecito lleno de dardos emponzoñados, y debía descubrir cuánto tardaban en morir las víctimas. El resto es tal como lo has narrado. Disfruté con la muerte de Weni. —Se detuvo—. Me complace pensar en cuánto debió de gritar. Con su muerte, hice que el espíritu de Hordeth pudiera descansar en paz. En cuanto a los de Mitanni… —Volvió a sonreír—. Los hubiese matado a todos con gusto.

—¿Y en lo que a mí respecta…? —preguntó Amerotke.

—Fueron Mensu y Hunro quienes pidieron que te mataran.

—¿Sabían que tú eras el asesino?

—No, no. La princesa Wanef era quien me daba las instrucciones. Mi señor, deberías estar agradecido: el tuyo fue mi único intento fallido, por muy poco. Demostraste ser muy valeroso; me salvaste la vida en las Tierras Rojas, así que dije a la princesa Wanef que no pensaba volver a intentarlo.

—¿Por qué estás confesando? —inquirió Amerotke—. ¿De verdad pensabas que los del reino de Mitanni iban a liberar a tu padre y a tu hermano?

—Sí. De lo contrario, pensaba huir a la corte de Tushratta. Todo es maldad —añadió con un susurro—. El poeta está en lo cierto: la boca del hombre está llena de mentiras.

—¡Muerte! —proclamó la voz de Hatasu desgarrando el silencio.

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