De este modo hacían referencia al desenlace del manuscrito original, en el que la explicación que da Poirot del crimen aparece en forma de pruebas que se aportan desde el banquillo de los testigos durante el juicio de John Cavendish. Sencillamente era un mecanismo narrativo que no funcionaba, como reconoció la propia Christie, y que Lane le exigió reescribir. Ella cumplió con su parte y, si bien la explicación que se da del crimen sigue siendo la misma, en vez de exponerla en forma de declaración de un testigo, Poirot la desgrana en el salón de la casa de Styles, en un tipo de escena que habría de reproducir en muchos de sus libros posteriores.
En la historia de la novela de detectives que publicó en 1953 —
Blood in their Ink [Sangre en su tinta]
—, Sutherland Scott considera perspicazmente
El misterioso caso de Styles
«una de las mejores primeras novelas que nunca se han escrito». Contenía algunos de los rasgos que iban a ser distintivos de muchos de sus títulos posteriores.
Hércules Poirot
No deja de ser irónico que, si bien Agatha Christie está considerada como la quintaesencia del escritor británico, su creación más famosa sea un extranjero, un belga. La existencia de figuras detectivescas con las que tal vez estuviera familiarizada posiblemente haya sido un factor de peso en la elección. El Chevalier Dupin de Poe, el Eugène Valmont de Robert Barr, el Arsène Lupin de Maurice Leblanc y el inspector Hanaud de la Sûreté, invención de A. E. W. Mason, ya eran en 1920 figuras consolidadas en el mundo de la ficción policíaca. Y uno de los títulos que Christie reseña específicamente en su
Autobiografía
es una novela de Gaston Leroux publicada en 1908,
El misterio de la habitación amarilla
, en la que aparece un detective, Monsieur Rouletabille. Aunque hoy en gran medida ha caído en el olvido, Leroux también fue el creador de
El fantasma de la ópera
.
En aquel entonces se consideraba imprescindible asimismo que la figura del detective tuviera una idiosincrasia propia que lo distinguiera del resto de los personajes o, mejor incluso, unos cuantos rasgos idiosincrásicos. Holmes tenía su violín, su jeringuilla de cocaína y su pipa; el padre Brown tenía su paraguas y su engañoso aire de distracción permanente; lord Peter Wimsey tenía su monóculo, su ayuda de cámara y su colección de libros antiguos. Otras figuras de menor enjundia tenían también sus rasgos distintivos: el anciano de la baronesa Orczy se pasaba los ratos muertos sentado en un salón de té de la cadena ABC haciendo y deshaciendo nudos; Max Carrados, creación de Ernest Bramah, era ciego; el profesor Augustus S. F. X. Van Dusen, de Jacques Futrelle, tenía por sobrenombre «la Máquina de Pensar». Así las cosas, Poirot fue desde el primer momento un belga de poblado bigote, provisto de lo que él llama «sus células grises», una inteligencia considerable, de una vanidad desmedida, tanto en lo intelectual como en la indumentaria, y de una inapelable manía por el orden. El único error de Christie consistió en hacer de él en 1920 un miembro ya jubilado de la policía belga, lo cual significa que en 1975, con
Telón
, iniciase su trigésimo tercera década de vida. Como es natural, en 1916 mal podía saber Agatha Christie que su menudo belga de ficción iba a vivir incluso más que su autora.
Legibilidad
Ya en su primera novela es evidente uno de los grandes dones de Christie: su legibilidad. En el nivel más elemental, se trata de la capacidad de lograr que los lectores empiecen y sigan leyendo desde la primera línea hasta la última, toda la página, y que al llegar al final pasen a la página siguiente, y lograr por añadidura que lo hagan a lo largo de doscientas páginas en todos y cada uno de sus libros. Esta facilidad sólo la perdió en el ultimísimo capítulo de su trayectoria literaria, siendo
La puerta del destino
el único tropiezo en su carrera. En el caso de Christie, éste era un don innato; es en todo caso muy dudoso que se trate de una capacidad que sea posible aprender. Treinta años después de
El misterioso caso de Styles
, el lector contratado por Collins para redactar una valoración sobre
Intriga en Bagdad
escribió al final de un informe más bien desfavorable: «Es sobresalientemente legible, y pasa con creces la prueba del ácido: no decae el interés en ningún momento».
La prosa de Christie, aunque bajo ningún concepto sea distinguida, fluye con gran facilidad; los personajes son verosímiles, se diferencian unos de otros, gran parte de cada libro se relata por medio de diálogos. No hay escenas muy prolongadas a base de preguntas y respuestas, no hay explicaciones científicas detalladas, no hay descripciones hinchadas ni palabrería vana al referirse a los personajes y a los escenarios en que transcurre la acción. Pero sí se recoge siempre lo suficiente de todos estos apartados para que la secuencia y sus protagonistas se fijen con toda claridad en el imaginario del lector. Cada capítulo y prácticamente todas y cada una de las escenas agilizan el avance del relato hacia una solución preparada con todo esmero, hacia el clímax. Y Poirot nunca distancia al lector por medio del humor irritante que derrocha Dorothy L. Sayers en el personaje de lord Peter Wimsey, por medio de la arrogancia pedante del Philo Vance de S. S. Van Dine ni por medio de las enmarañadas situaciones emocionales de Philip Trent, el personaje de E. C. Bentley.
Una comparación con la práctica totalidad de los títulos de la novela detectivesca de la época pone de manifiesto la inmensa distancia que existía entre Christie y los demás escritores del género, la mayor parte de los cuales han visto cómo sus títulos llevan mucho tiempo agotados. A manera de ilustración, la aparición de otros dos libros del género detectivesco coincidió con la publicación de
El misterioso caso de Styles
. Freeman Wills Crofts, dublinés, publicó
The Cask [El ataúd]
en 1920; H. C. Bailey publicó
Call Mr. Fortune [Llamad al señor Fortuna]
el año anterior. El detective de Crofts, el inspector French, hace gala de una minuciosa atención a la hora de seguir todas las pistas que le salen al paso, especializándose en el mecanismo de la coartada irrebatible. Con todo y con eso, esa misma meticulosidad militó en contra de una experiencia lectora de veras apasionante. H. C. Bailey, por su parte, comenzó su trayectoria de escritor dedicándose a la novela histórica, pero se pasó al género detectivesco y publicó su primera colección de relatos,
Call Mr. Fortune
, en la que aparece su detective, Reginald Fortune, ya en 1919. Los dos escritores, pese a ser muy hábiles en la elaboración de la trama tanto de la novela como del relato corto, carecen de ese ingrediente esencial que es la legibilidad. Hoy en día conocen y admiran su nombre y sus obras sólo los muy aficionados al género.
La trama
Las tramas de Christie, junto con esa legibilidad extraordinaria, iban a demostrar a lo largo de los cincuenta años siguientes que son una combinación sin igual. Tengo la esperanza de demostrar, mediante el examen de sus cuadernos, que aun cuando el don de confeccionar la trama fuese en ella innato y abundante, además de haberlo explorado con enorme asiduidad, elaboraba las ideas, las destilaba, les sacaba punta y las perfeccionaba; asimismo, aspiro a demostrar que incluso sus títulos más inspirados (por ejemplo,
La casa torcida
,
Noche eterna
,
El misterio de la guía de ferrocarriles
) son resultado de una planificación trazada con suma escrupulosidad. El secreto del ingenio con que desarrolla la trama radica en el hecho de que su destreza no resulta sobrecogedora. Sus soluciones dan la vuelta a una serie de informaciones cotidianas, corrientes; hay nombres que pueden ser masculinos o femeninos; hay un espejo que refleja lo que tiene delante, pero también lo invierte; hay un cuerpo despatarrado que no a la fuerza tiene por qué ser un cadáver; un bosque es el mejor lugar del mundo para esconder un árbol. Sabe que puede fiarse de que interpretemos de manera errónea el triángulo amoroso y eterno, una discusión que se ha oído de lejos, una relación ilícita. Cuenta con nuestros prejuicios; por ejemplo, nuestra presuposición de que un militar jubilado es siempre un bufón inofensivo, o de que las esposas calladas, las que son poquita cosa, son dignas de compasión, o que todos los policías son honrados y que los niños son inocentes. No nos embauca por medio de datos mecánicos o técnicos; no insulta la inteligencia del lector recurriendo a lo obvio o a lo tópico; no nos distancia por medio de lo aterrador o lo grotesco.
Prácticamente en todos los títulos de Christie hay una puesta en escena que consta de un círculo cerrado de sospechosos, un número rigurosamente limitado de asesinos potenciales, entre los cuales es preciso escoger al asesino. Una casa de campo, un barco, un tren, un avión, una isla: ésos son los ambientes en los que encuentra el escenario idóneo que limita el número de asesinos en potencia y garantiza que no se desenmascare a un perfecto desconocido en el último capítulo. En efecto, Christie dice: «He aquí un rebaño de sospechosos entre los cuales he de escoger al malvado. Vea el lector si es capaz de detectar a la oveja negra». Pueden ser a veces cuatro
(Cartas sobre la mesa)
o cinco
(Cinco cerditos)
e incluso un vagón lleno de viajeros, como sucede en
Asesinato en el Orient Express
.
El misterioso caso de Styles
es una novela característica del género del asesinato en una casa de campo que tanto proliferó y tanto gustó entre escritores y lectores de la Edad de Oro; un grupo de personajes variados comparten un escenario aislado del mundo durante el tiempo suficiente para que se cometa un asesinato, se investigue y se resuelva.
Aunque uno de los elementos de la solución a
El misterioso caso de Styles
resulta un hecho científicamente comprobable, no es ni mucho menos injusto, pues desde que comienza la investigación se nos dice cuál ha sido el veneno empleado. Es preciso reconocer que todo el que posea ciertos conocimientos de toxicología tiene una clara ventaja sobre los demás, si bien la información está siempre disponible para todos. Dejando a un lado esta cuestión, un tanto polémica, se nos da escrupulosamente toda la información precisa para llegar a la solución del caso: la taza de café, el fragmento de tela, un fuego encendido en el mes de julio en plena ola de calor, el frasco de medicamento. Y, cómo no, es la pasión que tiene Poirot por la nitidez de las cosas lo que le brinda la prueba definitiva, que en cierto modo había de ser utilizada de nuevo, diez años después, en la obra teatral
Café solo
. Ahora bien: ¿cuántos lectores se percatan de que Poirot ha de limpiar en dos ocasiones la repisa de la chimenea, descubriendo de esa manera un eslabón crucial en la cadena de la culpa? (capítulos 4 y 5).
Juego limpio
A lo largo de toda su trayectoria Christie se especializó en dar a sus lectores las pistas necesarias para llegar a la solución del crimen. Nunca rehusó dar las pistas precisas e incluso lo hizo con gusto, con la firme convicción de que, según dijo uno de sus grandes contemporáneos, R. Austin Freeman, «es el lector quien se desencaminará por sí solo». A fin de cuentas, ¿cuántos lectores son capaces de interpretar como es debido la pista del calendario en
Navidades trágicas
, o la presencia de la estola de piel en
Muerte en el Nilo
, o las cartas de amor en
Peligro inminente
? ¿Quién es capaz de apreciar correctamente el sentido que tienen las flores de cera en
Después del funeral
, o el ojo de cristal del comandante Palgrave en
Misterio en el Caribe
, o la llamada telefónica en
La muerte de lord Edgware
, o la botella de cerveza en
Cinco cerditos
?
Aunque no se trate de la misma clase de «solución sorpresa» que se da a
Asesinato en el Orient Express
,
El asesinato de Roger Ackroyd
o
La casa torcida
, la que se da a
El misterioso caso de Styles
todavía logra causar una sorpresa muy considerable. Ello se debe al empleo que hace Christie de una de las estratagemas más eficaces: el doble farol. Es el primer ejemplo que aparece en su obra de esta poderosísima arma de la novela de detectives, indispensable en el arsenal del escritor. En este caso, la solución más obvia, a pesar de una primera aparición con trazas de imposibilidad, resulta ser a fin de cuentas la solución correcta. En su
Autobiografía
, Christie explica que «todo lo que importa en un buen relato de detectives es que el culpable ha de ser alguien obvio, aunque al mismo tiempo, por la razón que sea, uno descubra al final que no era tan obvio, que era imposible que fuese él quien cometió el crimen. Pero lo cierto es que lo había cometido, cómo no». A lo largo de toda su trayectoria retomó este tipo de solución, en especial cuando la explicación gira en torno a una alianza asesina, como es el caso de
Muerte en la vicaría
,
Maldad bajo el sol
o
Muerte en el Nilo
. Dejando a un lado las asociaciones letales,
La muerte de lord Edgware
y
Sangre en la piscina
también aprovechan este recurso. Además, Christie es capaz de llevar ese farol todavía un paso más allá, como en
Inocencia trágica
y, de manera devastadora, en
Testigo de cargo
.
En
El misterioso caso de Styles
nos damos por satisfechos al comprobar que Alfred Inglethorp es a un tiempo demasiado obvio y demasiado improbable para ser el asesino; a un nivel más prosaico y rutinario, estaba fuera de la casa la noche en que murió su esposa. Por eso lo descartamos de entre los sospechosos posibles. Para reforzar aún más la estrategia del doble farol, una parte de su plan depende de que sea en efecto sospechoso, de que se le detenga, se le juzgue y se le exonere de toda culpa, con lo cual se le garantiza la libertad a perpetuidad. A menos que se maneje con exquisito cuidado, esta solución corre el riesgo de provocar un anticlímax. Esto se evita aquí con gran habilidad, al descubrir la presencia de un conspirador adicional e inesperado en la persona de la corajuda Evelyn Howard, quien a lo largo de la novela ha denunciado a quien contrata a su marido (y que es su amante, del cual nadie sospecha) por ser un cazador de dotes, como en efecto resulta ser.