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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (13 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Hasta ahora sólo he estado intentando describir, no valorar. Pero ahora surgen inevitablemente ciertas cuestiones morales, y no debo ocultar mi punto de vista, que más bien plantea y no tanto afirma; y, por supuesto, está abierto a ser corregido por personas mejores, enamorados mejores y mejores cristianos.

Ha sido ampliamente sostenido en el pasado, y quizá lo sostiene hoy en día mucha gente sencilla, que el peligro espiritual del eros surge casi enteramente del elemento carnal que lleva consigo; que el eros es «más noble» o «más puro» cuando venus se reduce al mínimo. Parece cierto que los más viejos teólogos moralistas pensaron que el principal peligro contra el que habría que guardarse en el matrimonio es el de una entrega a los sentidos destructora del alma. Podrá observarse, sin embargo, que esto no es comprender bien las Escrituras. San Pablo, al disuadir del matrimonio a sus conversos, no dice nada sobre este lado de la cuestión, salvo que no aconseja una prolongada abstinencia de venus (1 Corintios 7,5). Lo que él teme es la preocupación, la necesidad constante —en atención al cónyuge— de «complacerle», las múltiples distracciones por las cosas domésticas. Es el matrimonio en sí mismo, no el lecho matrimonial, lo que puede entorpecer un servicio permanente a Dios. ¿Es que no tiene razón San Pablo? Si he de confiar en mi propia experiencia, con o sin matrimonio, las prácticas y prudentes preocupaciones de este mundo, aun las más insignificantes y prosaicas, son la gran distracción. Como nube de mosquitos, son las pequeñas ansiedades y decisiones sobre la conducta que debo adoptar en la hora siguiente las que han perturbado mi oración, con mucha más frecuencia que cualquier pasión o apetito. La permanente y gran tentación del matrimonio no está en la sensualidad sino, dicho claramente, en la avaricia. Con el debido respeto a los guías medievales, no puedo dejar de tener en cuenta que todos eran célibes y, probablemente, desconocían el efecto que tiene el eros sobre nuestra sexualidad; desconocen cómo, en vez de agravarlo, reduce el carácter machacón e insistente del mero apetito. Y esto, no simplemente por haberlo satisfecho: el eros, sin disminuir el deseo, hace más fácil la abstinencia. Tiende, sin duda, a una preocupación por el ser amado que puede, en efecto, ser un obstáculo para la vida espiritual; pero no principalmente una preocupación sensual.

En general, el verdadero peligro espiritual del eros reside, me parece a mí, en otra cosa. Volveré sobre este punto. Por el momento, quisiera hablar del peligro que hoy en día, a mi juicio, acecha especialmente al acto amoroso. Este es un tema sobre el que discrepo, no con la raza humana, ¡lejos de mí!, sino con muchos de sus más severos portavoces. Me parece que se nos induce a tomar a venus demasiado en serio o, al menos, con un tipo de seriedad equivocada. A lo largo de mi vida, ha existido una ridícula y exagerada solemnización del sexo.

Hay un autor que dice que venus debería presentarse en la vida conyugal «en tono solemne, sacramental». Un joven al que yo le había calificado como «pornográfica» una novela que a él le gustaba mucho, me respondió con verdadero asombro: «¿Pornográfica? ¿Pero cómo puede ser? ¡Trata el tema de manera seria!»; como si su severo rostro fuera una especie de desinfectante moral. Nuestros amigos, los que albergan en sus mentes a los dioses oscuros, intentan seriamente restablecer algo parecido a la religión fálica. Nuestros anuncios publicitarios, los más sexistas, pintan todo el asunto en términos de rapto, intensidad, de apasionada languidez; rara vez hay un atisbo de alegría. Y los psicólogos nos han confundido de tal manera con la tremenda importancia de un completo ajuste sexual y la casi imposibilidad de lograrlo, que llego a pensar que algunas jóvenes parejas van ahora al sexo con las obras completas de Freud, Kraft-Ebbing, Havelock Ellis y del Dr. Stopes desparramadas a su alrededor sobre las mesillas de noche. El vividor Ovidio, que nunca despreció un guijarro pero que tampoco hizo de él una montaña, sería incluso más adecuado. Hemos llegado a un punto en que nada sería tan necesario como una buena carcajada «de las de antes».

Pero —se dirá— el asunto «es» serio. Sí, muy serio, y por cuatro razones: En primer lugar, teológicamente, porque es la participación del cuerpo en el matrimonio, que, por elección divina, es imagen de la unión mística entre Dios y el hombre. En segundo lugar por ser, lo que me atrevo a llamar, un sacramento subcristiano o pagano o natural, y por ser la participación humana en las fuerzas naturales de la vida y de la fertilidad, y expresión de ellas: el matrimonio del padre cielo con la madre tierra. Tercero, en el nivel moral, por las obligaciones que lleva consigo ser padre y progenitor, y su incalculable importancia. Y por último, porque tiene —a veces, no siempre— una gran importancia emocional en los participantes.

Pero también comer es algo serio: teológicamente, como vehículo del Santísimo Sacramento; éticamente, en cuanto a nuestro deber de dar de comer al hambriento; socialmente, porque desde tiempo inmemorial la mesa es el sitio para conversar; y médicamente, como todos los enfermos de estómago saben. Pero no llevamos un libro de cuentas al comedor ni nos comportamos como en una iglesia; son más bien los
gourmets
, y no los santos, quienes más se acercan a esa conducta. Los animales siempre son muy serios con la comida.

No tenemos que ser totalmente serios con venus. De hecho, no podemos ser totalmente serios sin hacer violencia a nuestra condición humana. No es casualidad que todas las lenguas y literaturas del mundo estén llenas de chistes sobre el sexo. Muchos pueden ser malos o de mal gusto, y casi todos son antiguos; pero debo insistir en que representan una actitud hacia venus que, a la larga, pone menos en peligro la vida cristiana que una reverencial gravedad. No tenemos que intentar encontrar un absoluto en la carne. Al desterrar el juego y la risa del lecho del amor, se abre la entrada a una falsa diosa, que será aún más falsa que la Afrodita de los griegos, porque ellos, si bien la adoraban, sabían que ella era «amante de la risa». La gran masa de gente está plenamente en lo cierto al pensar que venus es, en parte, un espíritu cómico. No estamos en absoluto obligados a cantar todos nuestros dúos de amor al modo de Tristán e Isolda de Wagner, vibrantes, en un mundo que no tiene fin, con el corazón desgarrado; cantemos más bien al modo del Papageno y la Papagena de Mozart en
La flauta mágica
.

La misma Venus llevará a cabo una venganza terrible si tomamos su seriedad —ocasional— como un valor permanente. Y esto puede suceder de dos maneras. Una está ilustrada cómicamente, aunque sin intención cómica, por Sir Thomas Browne cuando dice que el servicio de venus es «el acto más necio que un hombre inteligente puede cometer en su vida; nada que pueda abatir más su imaginación, una vez enfriada, que considerar el indigno y extraño disparate que ha cometido». Pero si se hubiera dispuesto a realizar ese acto con menos solemnidad desde el comienzo, no habría sufrido ese «abatimiento»; si su imaginación no hubiera estado descaminada, su enfriamiento posterior no habría provocado esa revulsión. Pero venus tiene una venganza aún peor.

Ella misma es un espíritu burlón, malévolo, que tiene mucho más de duende que de deidad, y nos juega malas pasadas. Cuando todas las circunstancias externas son las más aptas para que ella nos sirva, dejará a uno o a ambos enamorados indispuestos para eso. Cuando todo acto al descubierto se hace imposible, y ni siquiera se pueden intercambiar miradas —en trenes, tiendas, y en interminables reuniones sociales—, ella los asaltará con todas sus fuerzas. Una hora más tarde, cuando el momento y el lugar sean apropiados, misteriosamente se retirará, y quizá sólo de uno de ellos. ¡Qué desconcierto puede provocar esto —cuántos resentimientos, autocompasión, desconfianzas, vanidades heridas y toda esa palabrería actual sobre «frustración»— en aquellos que la han endiosado! Pero los enamorados con sentido común se ríen de eso. Todo forma parte del juego, un juego de lucha libre, y las escapadas y las caídas y colisiones frontales tienen que tomarse como travesuras suyas.

No puedo dejar de considerar como una broma de Dios que una pasión tan encumbrada* en apariencia tan trascendental, como el eros, esté así ligada en incongruente simbiosis con un apetito corporal que, como cualquier otro apetito, revela descaradamente sus conexiones con factores tan terrenos como el clima, la salud, la dieta, la circulación de la sangre y la digestión. En el eros hay momentos en que nos parece estar volando; venus nos da de pronto el tirón que nos recuerda que somos globos cautivos. Es una continua demostración de la verdad de que somos criaturas compuestas, animales racionales: por un lado semejantes a los ángeles, y por el otro a los gatos. Es malo no ser capaz de aguantar una broma. Y, peor aún, no aguantar una broma divina, hecha, es cierto, a nuestras expensas, pero también, ¿quién lo duda?, para nuestro incalculable beneficio.

El hombre ha mantenido tres puntos de vista respecto a su cuerpo. En primer lugar está el de los ascetas paganos, que lo llamaban la prisión o la «tumba» del alma, y de cristianos como Fisher, para quien era una «bolsa de estiércol», alimento de gusanos, inmundo, vergonzoso, fuente sólo de tentación para los hombres malvados y de humillación para los buenos. Enseguida vinieron los neopaganos (que rara vez saben griego), los nudistas y las víctimas de los dioses oscuros, para quienes el cuerpo es algo glorioso. Pero en tercer lugar tenemos la definición que daba de su cuerpo San Francisco de Asís al llamarlo «Hermano asno». Las tres posturas pueden ser defendibles —aunque no estoy seguro—, pero yo me quedo con la de San Francisco.

«Asno» es exquisitamente correcto porque nadie en sus cabales puede reverenciar u honrar un burro. Es una bestia útil, robusta, suave, obstinada, paciente, amable, y exasperante, que merece o bien el garrote o bien la zanahoria; es una bestia patética y absurdamente hermosa a la vez. Y así es el cuerpo.

No hay modo de soportar el cuerpo si no reconocemos que una de sus funciones en nuestras vidas es la de desempeñar el papel de bufón. Todas las personas, hombre o mujer o niño, hasta que alguna teoría les haya complicado, saben esto. El hecho de que tengamos un cuerpo es la broma más vieja que existe. El eros (como la muerte, el dibujo figurativo y los estudios de Medicina) puede hacer que en ciertos momentos lo tomemos con toda seriedad. El error consiste en sacar como conclusión que el eros debería siempre tomarlo en serio, y eliminar para siempre la broma. Pero no es eso lo que sucede. Los mismos rostros de los enamorados felices que conocemos lo demuestran claramente. Los enamorados, a menos que su amor sea muy efímero, sienten una y otra vez que hay un elemento no sólo de comedia, no sólo de juego, sino incluso de bufonada en la expresión corporal del eros. Y el cuerpo nos dejaría frustrados si no fuera así. Sería demasiado torpe como instrumento para traducir la música del amor, si su misma torpeza —su grotesco encanto— no se pudiera sentir añadida a la experiencia total: una trama secundaria o un entremés que remeda, con su vigoroso y rudo desorden, el papel representado por el alma de forma más elevada. (Así, en las comedias antiguas, los líricos amores entre el héroe y la heroína eran parodiados y corroborados inmediatamente por un lío amoroso mucho más terreno entre un criado y una doncella.) Lo más alto no se sostiene sin lo más bajo.

De hecho, hay en ciertos momentos una gran poesía en lo propiamente carnal; pero también, si se me permite, un elemento irreductible de obstinada y ridícula antipoesía. Si no se deja sentir en una ocasión, lo hará en otra. Es mucho mejor plantearlo a las claras, dentro del drama de eros, como un contrapunto cómico, en vez de pretender no haberlo advertido.

Realmente es necesario este contrapunto. La poesía está ahí tanto como la antipoesía; la gravedad de venus tanto como su ligereza, el
gravis ardor
o el quemar el peso del deseo. El placer, llevado a su límite, nos destroza como el dolor. El anhelo de una unión ¿para la cual sólo la carne puede ser el medio, en tanto que la carne —nuestros cuerpos se excluyen mutuamente— la hace por siempre inalcanzable, puede tener la grandeza de una búsqueda metafísica. La atracción amorosa, al igual que la aflicción, puede hacer derramar lágrimas. Pero venus no siempre viene así, «entera, aferrada a su presa»; y el hecho de que a veces lo haga es la razón principal para reservar siempre una pizca de espíritu travieso en nuestra actitud hacia ella. Cuando las cosas naturales parecen más divinas, lo demoníaco está a la vuelta de la esquina.

Esa negativa a ser absorbido del todo —esa reminiscencia de la ligereza aun cuando lo que se ha mostrado haya sido sólo pesantez— es especialmente relevante ante cierta actitud que venus, en su máxima intensidad, despierta en la mayor parte de las parejas (aunque no en todas, supongo). El acto de venus puede llevar al hombre a una actitud, aunque corta en duración, extremadamente imperiosa, a la dominación propia del conquistador o del posesor; y a la mujer, a una correspondientemente extrema abyección y rendición. De ahí la rudeza, y hasta la fiereza, de cierto juego erótico: «el tormento del amante, que hace daño y es deseado». ¿Qué pensaría de todo esto una pareja sana? ¿Lo podría permitir una pareja cristiana?

Pienso que esto es inofensivo y sano con una condición. Debemos tener en cuenta que aquí se trata de lo que he llamado «el sacramento pagano» del sexo. En la amistad, como ya vimos, cada participante se sostiene precisamente por sí mismo, como individuo contingente que es. Pero en el acto del amor no somos solamente nosotros mismos. También somos representantes. No hay aquí un empobrecimiento, sino un enriquecimiento en el hecho de tener conciencia de que actúan en nosotros fuerzas más remotas y menos personales que nosotros mismos. Toda la virilidad y toda la feminidad del mundo, todo lo que es avasallador y todo lo que le responde, está momentáneamente bien enfocado en nosotros. El hombre, en efecto, representa el papel del padre cielo, y la mujer el de la madre tierra. Él representa el papel de la forma, y ella el de la materia. Pero debemos dar a la palabra «representar» todo su valor. Desde luego, ninguno de los dos «representa un papel» en el sentido de ser un hipócrita. Pero cada uno desempeña una parte o papel en…, bueno, en algo comparable a la representación de un misterio o de un ritual (en uno de sus extremos) y de una mascarada o hasta de una charada (en el otro extremo).

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