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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (14 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Una mujer que aceptara como propia, y al pie de la letra, esta rendición extrema sería una idólatra que ofrece a un hombre lo que sólo pertenece a Dios. Y un hombre tendría que ser el más fatuo de los fatuos, y además un blasfemo, si se arrogara, siendo sólo una persona, esa especie de soberanía a la que venus lo exalta por un instante. Pero aquello que no puede ser legítimamente cedido ni reclamado puede ser lícitamente representado. Fuera de este ritual o drama, él y ella son dos almas inmortales, dos adultos libres, dos ciudadanos. Estaríamos muy equivocados si supusiéramos que los matrimonios en que este dominio es más afirmado y reconocido en el acto de venus son aquellos en que el esposo es probablemente el dominante en el conjunto de la vida conyugal; lo contrario es quizá más probable. Pero dentro del rito o drama, ellos son un dios y una diosa entre quienes no hay igualdad, cuyas relaciones son asimétricas.

Algunos pensarán que es extraño que yo encuentre un elemento ritual o de mascarada en esta acción, que con frecuencia es considerada como la más real, la con menos disfraces, la más auténtica que realizamos. ¿Es que no somos acaso nosotros mismos cuando estamos desnudos? En cierto sentido, no. La palabra «desnudo» fue un participio pasado, que bajo el influjo del verbo desnudar (del latín
denudare
) sustituyó desde los orígenes del idioma a la palabra «nudo». El hombre desnudo era el que había pasado por el proceso de desnudarse, esto es, de quitarle la envoltura. Desde tiempos inmemoriales el hombre desnudo ha sido para nuestros antepasados no el hombre natural sino el anormal, no el hombre que se abstiene de vestirse, sino el hombre que está, por alguna razón, desnudo. Y es un hecho simple —cualquiera puede observarlo en un recinto de baños masculinos— cómo la desnudez realza lo común de la humanidad, y quita voz a lo que es individual. En este sentido somos «más nosotros mismos» cuando estamos vestidos. Por la desnudez, los amantes dejan de ser Juan y María: se ha puesto el énfasis en el universal él y ella. Casi podría decirse que se «visten» la desnudez como una túnica de ceremonia, o como el disfraz para una charada. Porque debemos seguir evitando —y nunca tanto como cuando participamos del sacramento pagano en nuestros intercambios amorosos— el ponernos serios de manera equivocada. El propio padre cielo es solamente un sueño pagano de Alguien mucho más grande que Zeus, y mucho más masculino que el macho. Y un simple mortal no es ni siquiera el padre cielo, y en realidad no puede llevar su corona; sólo una imitación hecha en papel de plata. Y no digo esto con desprecio. Me gusta el ritual, me gustan las funciones teatrales privadas, hasta me gustan las charadas. Las coronas de papel, en su contexto adecuado, tienen sus usos legítimos y serios. No son, en definitiva, mucho más endebles —«si la imaginación las arregla»— que todas las dignidades terrenas.

Pero no me atrevo a mencionar este sacramento pagano sin detenerme a prevenir al mismo tiempo contra el peligro de confundirlo con un misterio que es incomparablemente más alto: así como la naturaleza corona al hombre en esta breve acción, así la ley cristiana lo ha coronado en la relación permanente con el matrimonio, otorgándole —¿o diré más bien infligiéndole?— una cierta «autoridad». Esta es una coronación muy distinta. Y así como podríamos tomar el misterio natural demasiado en serio, podríamos igualmente no tomar el misterio cristiano con suficiente seriedad. Los escritores cristianos (especialmente Milton) han hablado a veces de la superior autoridad del esposo con una complacencia que hiela la sangre. Tenemos que volver a la Biblia. El marido es la cabeza de la esposa en la medida en que es para ella lo que Cristo es para la Iglesia.

El marido debe amar a la esposa como Cristo amó a su Iglesia y —sigamos leyendo— «dio la vida por ella» (Efesios 5,25). Así pues, esta autoridad está más plenamente personificada no en el marido que todos quisiéramos ser, sino en Aquel cuyo matrimonio más se parece a una crucifixión, cuya esposa recibe más y da menos, es menos digna que él, es —por su misma naturaleza— menos amable. Porque la Iglesia no tiene más belleza que la que el Esposo le da; El no la encuentra amable, pero la hace tal. Hay que mirar el crisma de esta terrible coronación no en las alegrías del matrimonio de cualquier hombre, sino en sus penas, en la enfermedad y sufrimientos de una buena esposa, o en las faltas de una mala esposa, en la perseverante (y nunca ostentosa) solicitud o inextinguible capacidad de perdón de ese hombre, perdón, no aceptación. Así como Cristo ve en la imperfecta, orgullosa, fanática o tibia Iglesia terrena a la Esposa que un día estará «sin mancha ni arruga», y se esfuerza para que llegue a serlo, así el esposo, cuya autoridad es como la de Cristo (y no se le ha concedido ninguna de otra clase), jamás debe desesperar. Es como el rey Cophetua, que después de veinte años todavía espera que la niña mendiga aprenda un día a decir la verdad, y a lavarse detrás de las orejas.

Decir esto no significa que haya virtud o sabiduría en contraer un matrimonio que lleve consigo tanto sufrimiento. No hay sabiduría ni virtud en buscar un martirio innecesario, o en provocar deliberadamente la persecución; no obstante, es en el cristiano perseguido y torturado donde el modelo del Maestro se representa de modo menos ambiguo. Por tanto, en esos matrimonios desgraciados, la «autoridad» del marido, si es que puede mantenerla, es más semejante a la de Cristo.

Las más inflexibles feministas no tienen que envidiar al sexo masculino la corona que les es ofrecida, ya sea en el misterio pagano o en el cristiano: porque una es de papel; la otra, de espinas. El verdadero peligro no está en que los maridos vayan a coger la corona de espinas con demasiada vehemencia, sino que ellos permitan u obliguen a sus mujeres a que se la roben.

Paso ahora de venus como ingrediente carnal del eros al eros como un todo. Veremos aquí repetido el mismo modelo. Así como venus dentro del eros no aspira realmente al placer, así el eros no aspira a la felicidad. Podemos creer que lo hace, pero cuando es puesto a prueba, resulta que no es así. Todos saben que es inútil tratar de separar a los enamorados demostrándoles que su matrimonio va a ser desgraciado. Y esto no sólo porque no nos creerán —sin duda no lo harán nunca—, sino porque, aunque nos creyeran, no se les podría disuadir de casarse. Es especialmente característico del eros que, cuando está en nosotros, nos haga preferir el compartir la desdicha con el ser amado que ser felices de cualquier otra manera. Aunque los dos enamorados sean personas maduras y con experiencia, que saben que a la larga las heridas del corazón acaban cicatrizando, y aunque puedan prever claramente que si tuvieran coraje para aguantar la agonía actual de separarse, casi con seguridad diez años después serían más felices que si se casaran, aun así, no se separarán. Todos los cálculos son ajenos al eros, así como el juicio fríamente brutal de Lucrecio es irrelevante para venus. Aunque resulte claro, más allá de toda duda, que el matrimonio con el ser amado no tiene posibilidad de llevar a la felicidad, cuando ni siquiera puede ofrecer otra vida que la de atender a un inválido incurable, de pobreza irremediable, de exilio, o de vergüenza, el eros nunca duda en decir: «Mejor esto que separarnos; mejor ser desdichado con ella que ser feliz sin ella. Dejemos que se rompan nuestros corazones con tal de que se rompan juntos». Si la voz dentro de nosotros no dice estas palabras, no es la voz del eros.

Esto constituye la grandeza y el horror del eros; pero observemos que, como antes, codo con codo con esta grandeza, hay un espíritu burlón. Eros, igual que venus, es tema de innumerables bromas. Y hasta cuando las circunstancias de los dos enamorados son tan trágicas que ningún observador pueda contener las lágrimas, ellos mismos, en su infortunio, en los recintos hospitalarios, en los días de visita en la cárcel, se ven sorprendidos por una alegría que impresiona al que los ve —no a ellos—, por esa especie de patetismo que no se puede soportar. Nada es más falso que la idea de que la burla tiene que ser necesariamente hostil: los enamorados, hasta que tienen un bebé del que se puedan reír, se están siempre riendo el uno del otro.

Es en la misma grandeza del eros donde se esconde el peligro: su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación de sí mismo suenan a mensaje de eternidad.

Y aun con todo, siendo como es, no puede ser la voz de Dios mismo; porque el eros, hablando con igual grandeza y mostrando igual trascendencia respecto a sí mismo, puede inclinar tanto al bien como al mal. Nada es más superficial que creer que un amor que conduce al pecado es siempre cualitativamente más bajo —más animal o más trivial— que el amor que lleva a un matrimonio cristiano, fiel y fecundo. El amor que lleva a uniones crueles y perjuras, y aun a pactos de suicidio y de crimen, puede no ser lujuria desordenada o vano sentimiento, puede ser eros en todo su esplendor, sincero hasta destrozar el corazón, dispuesto a cualquier sacrificio antes de renunciar al amor.

Ha habido escuelas de pensamiento que han aceptado la voz de eros como algo trascendente de hecho y han tratado de justificar lo absoluto de sus mandatos. Platón sostendrá que «enamorarse» es el reconocimiento mutuo en la tierra de las almas que habían sido seleccionadas unas para otras en una existencia celestial anterior. Encontrar al ser amado es comprender que «nos amábamos antes de haber nacido». Como mito para expresar lo que sienten los enamorados es admirable; pero si uno lo aceptara al pie de la letra, se encontraría frente a embarazosas consecuencias. Tendríamos que concluir que en esa celestial y olvidada vida las cosas no funcionaban mejor que aquí. Porque el eros puede unir a los compañeros de yugo menos adecuados; muchos matrimonios desgraciados, cuya desgracia era previsible, fueron matrimonios de amor.

Una teoría con mejores probabilidades de ser aceptada en nuestros días es la que podríamos llamar romanticismo shawiniano (el propio Shaw podría haberlo llamado romanticismo «metabiológico»). De acuerdo con este romanticismo shawiniano, la voz del eros es la voz del
élan vital
, o fuerza vital, el «apetito evolutivo». Al subyugar a una pareja en particular, está buscando a los progenitores (los antecesores) del superhombre. Es indiferente tanto a la felicidad personal como a las reglas de la moral, porque apunta hacia algo que Shaw considera mucho más importante: la futura perfección de nuestra especie. Pero si todo esto fuese verdad, difícilmente aclararía si teníamos que obedecer o no, ni por qué, en caso de que fuera así. Todas las imágenes del superhombre que hasta ahora se nos han ofrecido son tan poco atractivas que uno hasta podría hacer inmediatamente voto de castidad para evitar el riesgo de engendrar un superhombre así. Y en segundo lugar esta teoría lleva a la conclusión de que la fuerza vital —¿o el apetito evolutivo?— no entiende muy bien su propia función, porque, hasta donde se puede ver, la existencia o la intensidad del eros entre dos personas no es garantía de que su vástago vaya a ser especialmente satisfactorio, o incluso de que vayan a tener descendencia. La receta para tener hijos hermosos es dos buenas «cepas» (en el sentido que le dan los criadores de ganado), no dos buenos enamorados. ¿Y qué demonios hacía la fuerza vital a lo largo de esas innumerables generaciones en que engendrar hijos dependía muy poco del eros mutuo, y mucho de los arreglos matrimoniales, de la esclavitud, de la violación? ¿O es que se les acaba de ocurrir esta brillante idea para mejorar la especie?

Ni el tipo platónico ni el shawiniano de trascendentalismo erótico pueden ayudar a un cristiano. No somos adoradores de la fuerza vital y no sabemos nada de existencias anteriores
[1]
. No le debemos obediencia incondicional a la voz del eros cuando habla pareciéndose demasiado a un dios. Aunque tampoco debemos ignorar o intentar negar su calidad cuasidivina. Este amor es real y verdaderamente como el Amor en sí mismo. En él hay una cercanía real a Dios (por semejanza); pero no, como consecuencia necesaria, una cercanía de aproximación. El eros, venerado hasta donde lo permite el amor a Dios y la caridad al prójimo, puede llegar a ser para nosotros un medio de aproximación. Su compromiso total es un paradigma o ejemplo, inherente a nuestra naturaleza, del amor que deberíamos profesar a Dios y al hombre. Así como la naturaleza, para los amantes de la naturaleza, da contenido a la palabra «gloria», esplendor, así el eros da contenido a la palabra «caridad». Es cómo si Cristo nos dijera por medio del eros: «Así, de ese mismo modo, con esa prodigalidad, sin considerar lo que pueda costar, tendrás que amarme a Mí y al menor de mis hermanos». El honor que tributemos al eros variará, por supuesto, de acuerdo con nuestras circunstancias. De algunos se requerirá una total renuncia, aunque no un desprecio de él. Otros, teniendo al eros como impulso y también como modelo, podrán embarcarse en la vida conyugal, dentro de la cual el eros, por sí mismo, nunca será suficiente, sólo sobrevivirá en la medida en que sea continuamente purificado y corroborado por principios superiores.

Sin embargo, el eros honrado sin reservas y obedecido incondicionalmente, se convierte en demonio. Y ésa es precisamente la forma en que exige ser honrado y obedecido. Divinamente indiferente a nuestro egoísmo, es también diabólicamente rebelde a toda exigencia que se le oponga por parte de Dios o del hombre. Como dice el poeta:

Los enamorados no se mueven por bondad,

y oponerse a ellos hace que se sientan mártires.

«Mártires» es la expresión adecuada. Hace años, cuando escribí sobre la poesía amorosa en la Edad Media y analicé su extraña y medio fingida «religión del amor», fui tan ciego que traté el tema como un fenómeno casi puramente literario. Ahora lo veo mejor. El eros, por naturaleza, invita a eso.

Entre todos los amores él es, cuando está en su culmen, el que más se parece a un dios y, por tanto, el más inclinado a exigir que le adoremos. Por sí mismo, siempre tiende a convertir el hecho de «estar enamorado» en una especie de religión.

Con frecuencia, los teólogos han temido en este amor el peligro de la idolatría. Pienso que con esto querían decir que los enamorados podían adorarse el uno al otro. A mí no me parece que éste sea el verdadero peligro; ciertamente, no en el matrimonio. La intimidad deliciosamente prosaica y práctica de la vida conyugal hace eso absurdo. Lo mismo pasa con el afecto con que el eros está casi invariablemente vestido. Yo me pregunto si incluso en la fase del enamoramiento a alguien que haya sentido la sed de lo Increado, o soñado que la sentía, imaginó alguna vez que la persona amada podría saciarle. Como compañero de peregrinación aguijoneado por el mismo deseo, es decir, como amigo, el ser amado puede ser gloriosa y útilmente adecuado; pero como un medio para eso…, bueno (no quiero ser grosero), es ridículo. El verdadero peligro, me parece a mí, no es que lo enamorados se idolatren el uno al otro, sino que idolatren al propio eros.

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