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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (16 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Pero la cuestión de esta rivalidad, postergada tan largamente por estas razones, debe ahora ser tratada; en cualquier época anterior, excepto el siglo XIX, podría aparecer a lo largo de todo un libro sobre este tema. Si los Victorianos necesitaban algo que les recordara que el amor no basta, teólogos más antiguos, en cambio, decían siempre en voz muy alta que el amor natural es probablemente demasiado. El peligro de amar demasiado poco a nuestros semejantes se les pasaba menos por la cabeza que el de amarlos de una manera idolátrica. En cada esposa, madre, hijo y amigo, ellos veían un posible rival de Dios, que es lo que por supuesto decía Nuestro Señor (Lucas 14,26).

Hay un método para saber con seguridad si nuestro amor hacia nuestros semejantes es inmoderado, método que me veo obligado a rechazar desde el comienzo. Y lo hago temblando, pues me lo encontré en las páginas de un gran santo y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas.

Con palabras que aún pueden hacer brotar lágrimas, San Agustín describe la desolación en que lo sumió la muerte de su amigo Nebridio (
Confesiones
IV,10). Luego extrae una moraleja: esto es lo que pasa, dice, por entregar nuestro corazón a cualquier cosa que no sea Dios. Todos los seres humanos mueren. No permitamos que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una bendición, no una desgracia, debemos dedicárselo al único Amado que jamás morirá.

Esto es, por supuesto, tener un excelente sentido común. No pongamos el agua en una vasija quebrada. No invirtamos demasiado en una casa de la que nos pueden echar. Y no hay ningún hombre que pueda asumir con más convicción que yo tan prudentes máximas: ante todo, soy partidario de la seguridad. De todos los argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como «¡Cuidado!, eso te puede hacer sufrir».

A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo llevar por esa atracción me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados. Dudo de que haya en mí algo que pueda complacerle menos que eso. ¿Y quién podría imaginar el comenzar a amar a Dios sobre una base tan prudente, porque la seguridad, por así decir, es mejor? ¿Quién podría siquiera incluirla entre las razones para amar? ¿Elegiría usted una esposa o un amigo —y ya que estamos en eso, elegiría un perro— con ese espíritu? Uno debería irse fuera del mundo del amor, de todos los amores, antes de calcular así.

El eros, el ilícito eros, al preferir al ser amado antes que la felicidad se parece más al Amor en sí mismo que esto.

Pienso que este pasaje de las
Confesiones
es menos una parte del cristianismo de San Agustín que una resaca de las elevadas filosofías paganas en medio de las que creció. Está más cerca de la «apatía» estoica o del misticismo neoplatónico que de la caridad. Nosotros somos seguidores de Uno que lloró por Jerusalén, y sobre la tumba de Lázaro, y que, amándolos a todos, tenía sin embargo un discípulo a quien, en un sentido especial, El «amaba». San Pablo tiene más autoridad ante nosotros que San Agustín: San Pablo, el cual no parece que haya sufrido «como un hombre» ante la grave enfermedad de Epafrodito, y da la impresión de que hubiera sufrido del mismo modo si Epafrodito hubiese muerto (Filipenses 2,27)
[2]
.

Aun cuando se diera por sentado que las seguridades contra el dolor fueran nuestra máxima sabiduría, ¿acaso Dios mismo las ofrece? Parece que no. Cristo llega al final a decir: «¿Por qué me has abandonado?»

De acuerdo con las líneas sugeridas por San Agustín, no hay escapatoria. Ni tampoco de acuerdo con otras líneas. No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa de la tragedia, o al menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno.

Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. «Supe de ti que eres un hombre muy duro». Cristo no enseñó ni sufrió para que llegáramos a ser, aun en los amores naturales, más cuidadosos de nuestra propia felicidad. Si el hombre no deja de hacer cálculos con los seres amados de esta tierra a quienes ha visto, es poco probable que no haga esos mismos cálculos con Dios, a quien no ha visto. Nos acercaremos a Dios no con el intento de evitar los sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a El, arrojando lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que nuestros corazones se rompan y si El elige el medio para que se rompan, que así sea.

Ciertamente, sigue siendo verdad que todos los amores naturales pueden ser desordenados. «Desordenado» no significa «insuficientemente cauto», ni tampoco quiere decir «demasiado grande»; no es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un ser humano simplemente «demasiado». Podemos amarlo demasiado «en proporción» a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado. Esto también debe ser clarificado, porque si no podríamos perturbar a algunos que van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser amado de la tierra. Sería muy deseable —por lo menos eso creo yo— que todos nosotros, siempre, pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido; pero el problema de si amamos más a Dios o al ser amado de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la verdadera cuestión es —al presentarse esa alternativa—, a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?

Como sucede con tanta frecuencia, las mismas palabras de Nuestro Señor son a la vez muchísimo más duras y muchísimo más tolerables que las de los teólogos. El no dice nada acerca de precaverse contras los amores de la tierra por miedo a quedar herido; dice algo —que restalla como un latigazo— acerca de pisotearlos todos desde el momento en que nos impidan seguir tras El. «Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa […] y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14, 26).

¿Pero cómo he de entender la palabra «odiar»? Que el Amor mismo nos esté mandando lo que habitualmente entendemos por odio —ordenándonos fomentar el resentimiento, alegrarnos con la desgracia del otro, gozándonos en hacerle daño— es casi una
contradictio in terminis
. Yo pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí se entiende, «odió» a San Pedro cuando le dijo: «¡Apártate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!» (Mateo 16,23). Odiar es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del Demonio, por muy tierna y por muy lastimosamente que lo haga. Un hombre, dice Jesús, que intenta servir a dos señores «odiará» a uno y «amará» al otro. No se trata aquí, ciertamente, de meros sentimientos de aversión y de atracción, sino de lo que estamos tratando: es decir, se adherirá a uno, le obedecerá, trabajará para él, y, en cambio, no lo hará con el otro.

Examinemos igualmente la frase «Yo he amado a Jacob y, en cambio, he “odiado” a Esaú» (Malaquías 1, 2-3). ¿Cómo se presenta en la historia real esa cosa llamada «odio» de Dios por Esaú? No, de ningún modo, como podríamos esperarlo. No hay, por supuesto, base ninguna para suponer que Esaú tuvo un mal fin y que perdió su alma; el Antiguo Testamento, aquí y en otras partes, no tiene nada que decir respecto a tales puntos. Y, por lo que se nos cuenta, la vida terrena de Esaú fue, desde todos los puntos de vista corrientes, bastante más bendita que la de Jacob. Es Jacob quien sufre todos los desengaños, humillaciones, terrores y desgracias; pero tiene algo que Esaú no tiene: es un patriarca. Entrega a su sucesor la tradición hebraica, transmite la vocación y la bendición, llega a ser un antepasado de Nuestro Señor. El «amor» a Jacob parece que significa la aceptación de Jacob para una elevada, y dolorosa, vocación; el «odio» a Esaú, su repudio: es «rechazado», no consigue «tener éxito», es considerado no apto para ese propósito divino. Así pues, en último término, debemos rechazar o descalificar lo que para nosotros sea lo más próximo y querido cuando eso se interponga entre nosotros y nuestra obediencia a Dios. Dios sabe que parecerá algo muy semejante al odio; pero no debemos obrar guiados por la compasión que sentimos, sino que debemos ser ciegos a esas lágrimas y sordos a esos ruegos.

No diré que este deber sea difícil; algunos lo encuentran demasiado fácil; otros lo consideran duro, más allá de lo soportable. Lo que es difícil para todos es saber cuándo surge la ocasión para este «odio». Nuestro temperamento nos engaña. Los que son blandos y tiernos —maridos complacientes, esposas sumisas, padres chochos, hijos irrespetuosos— no creerán fácilmente que pueda llegar alguna vez ese momento. Las personas prepotentes, con esa arrogancia propia de los matones, lo creerán demasiado pronto. Por eso es de tan extremada importancia moderar nuestros amores, de tal manera que sea imposible que esa ocasión se produzca.

Cómo puede suceder esto lo podemos ver, en un nivel muy inferior, cuando el Caballero poeta, al partir hacia la guerra, dice a su dama:

No podría quererte, oh amada, tanto

si no amara aún más el honor.

Hay mujeres para quienes esta argumentación no tendría el mas mínimo sentido. El «honor» sería para ellas solamente una de esas cosas estúpidas de que los hombres hablan; una excusa formal, y, por lo tanto, un agravante, una ofensa contra la «ley del amor» que el Caballero poeta está a punto de cometer. Lovelace, en cambio, puede usarla con toda confianza, porque su dama es la dama de un caballero, que valora como él las exigencias del honor. El no necesita «odiarla», enfrentarse a ella, porque él y ella reconocen la misma ley: desde hace tiempo están de acuerdo sobre este asunto, porque ambos lo han comprendido. No es necesario iniciar ahora la tarea de convertirla a ella a la fe en el honor —ahora, cuando tomar una decisión depende de ellos dos—. Es este previo acuerdo el que es tan necesario cuando se trata de exigencias aun mayores que la del honor. Sería demasiado tarde, cuando se presenta una crisis, empezar a decirle a la esposa o al marido o a la madre o al amigo que nuestro amor tenía desde siempre una reserva secreta: que estaba «sujeto a Dios» o que duraría «mientras un Amor superior no lo impidiera». Tenían que haber sido advertidos; no necesariamente de un modo explícito, sino por el contenido mismo de mil conversaciones, por los principios básicos en que uno cree y que quedan manifiestos en cien distintas decisiones sobre asuntos cotidianos. De hecho, un desacuerdo real sobre este problema tendría que haberse hecho sentir con suficiente antelación como para impedir que un matrimonio o una amistad llegaran a cuajar. El mejor amor, del tipo que sea, no es ciego. Oliver Elton, refiriéndose a Carlyle y a Mili, dijo que discrepaban acerca de la justicia, y que esa discrepancia era, naturalmente, fatal «para cualquier amistad digna de ese nombre». Si el «Todo por amor» está implícito en la actitud del amado, su amor no tiene entidad: no se relaciona de manera correcta con el Amor en sí mismo.

Y esto me lleva al pie de la última escarpada ascensión, que este libro debe intentar. Tengo que tratar de relacionar las actividades humanas llamadas «amores» con ese Amor que es Dios con un poco más de precisión de lo que lo hemos hecho hasta ahora. La precisión puede ser, por supuesto, sólo la de un modelo o un símbolo, seguros de que no nos fallará y de que, incluso mientras la usemos, necesitará ser corregida de acuerdo con otros modelos. El más humilde de nosotros, en estado de Gracia, puede tener cierto «conocimiento por familiaridad», gustar algún «sabor» del Amor en sí mismo; pero el hombre, aun en su más alto grado de santidad e inteligencia, no tiene un «saber» directo del Ser Supremo, sino sólo por analogía. No podemos ver la luz, aunque por la luz podemos ver las cosas. Las afirmaciones sobre Dios son extrapolaciones del conocimiento de otras cosas que la iluminación divina nos permite conocer. Me detengo en hacer estas reservas porque, en lo que sigue, mi esfuerzo por ser claro (y no alargarme indebidamente) podría hacer pensar en una seguridad en lo que digo que no siento en absoluto. Estaría loco si la sintiera. Considérenlo como el sueño de un hombre, casi como una fábula de un hombre. Si en ello hay algo que a ustedes les sirva, úsenlo; en caso contrario, olvídenlo.

Dios es amor. Recordemos una vez más aquello de que «en esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero» (Juan 4,10). No debemos empezar con el misticismo, con el amor de la criatura a Dios, o con los maravillosos anticipos de la fruición de Dios, dispensados a algunos en su vida terrena. Comenzamos con el verdadero comienzo, con el Amor como energía divina. Este amor primordial es el Amor-Dádiva. En Dios no hay un hambre que necesite ser saciada; sólo abundancia, que desea dar. La doctrina de que Dios no tenía ninguna necesidad de crear no es una fórmula de árida especulación escolástica, es algo esencial; sin ella difícilmente podríamos evitar el concepto de lo que se puede llamar un Dios «administrador»; un Ser cuya función o naturaleza sería la de «manejar» el universo, del que está atento, como un director lo está de su escuela, o como un hotelero al frente de su hotel. Pero el hecho de ser soberano del universo no es una gran tarea para Dios. En Sí Mismo, en su casa, en «la tierra de la Trinidad», es Soberano de un reino mucho más grande. Debemos tener siempre presente esa visión de Lady Julián en la que Dios llevaba en su mano un objeto pequeño como una nuez, y que esa nuez era «todo lo que está hecho».

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