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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

Los cuclillos de Midwich (19 page)

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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En aquel momento, los cuatro Niños desaparecieron tras un recodo de la carretera. Acababa de doblar este recodo cuando un coche le pasó. Así pues, pudo ver claramente todo lo que ocurrió a continuación.

El coche, un pequeño descapotable, no iba muy aprisa, pero la casualidad quiso que los Niños se hubieran detenido precisamente tras el recodo, que los ocultaba de la vista del conductor. Estaban en mitad de la carretera, discutiendo sobre el camino que debían tomar. El conductor del coche hizo todo lo que pudo. Dio un volantazo a la derecha para intentar esquivarlos, y casi lo consiguió. Le faltaron cinco centímetros para evitarlos, y ahí estuvo el origen del drama: el extremo del guardabarros izquierdo golpeó la cadera del chico que se encontraba más a la derecha, y lo proyectó a través de la carretera contra la valla de un Jardín.

La escena quedó grabada en la mente de Zellaby: el chico contra la valla, los otros tres Niños inmóviles en sus sitios, y el joven conductor del coche enderezando el volante mientras seguía con el pie hundido en el freno.

Zellaby no pudo asegurar nunca si el coche llegó a detenerse realmente. De todos modos, si llegó a hacerlo, fue tan sólo un breve instante. Luego, el motor rugió. El coche dio un salto hacia adelante, el conductor se enderezó v pisó brutalmente el acelerador. No hizo el menor intento de tomar la curva a la izquierda. El coche seguía acelerando aún cuando se empotró contra la pared del cementerio. La pared se desmoronó en mil pedazos! y el conductor fue proyectado de cabeza hacia adelante.

La gente gritó, y dos hombres que se encontraban en las inmediaciones echaron a correr. Zellaby no se movió, estaba como paralizado. Contempló absorto cómo las llamas surgían del coche y un humo negro se elevaba hacia el cielo. Luego, con un envarado movimiento, se giró hacia los Niños. Ellos también permanecían con los ojos fijos en el coche ardiendo, y todos tenían la misma expresión tensa. No vio aquella expresión más que durante el tiempo de un parpadeo; luego desapareció, y los tres chicos corrieron en ayuda del otro, que, apoyado contra la valla, gemía débilmente. Zellaby se dio cuenta de que estaba temblando. Avanzó unos metros con pasos vacilantes, hasta un banco situado a un lado, se sentó y se echó hacia atrás, con el rostro pálido, sintiéndose mal.

El resto nos fue relatado no por el propio Zellaby, sino por la señora Williams, de La Hoz y la Piedra, unas horas más tarde:

»Oí al coche pasar como una tromba, luego un gran ruido. Miré por la ventana y vi gente que corría. Luego observé al señor Zellaby que se dirigía vacilante hacia un banco. Se sentó, se recostó, pero su cabeza cayó como si se hubiera desvanecido. Atravesé la calle corriendo hacia él y, al llegar a su lado, me di cuenta de que realmente se había desvanecido. Sin embargo, no totalmente; consiguió articular la palabra "píldora" y luego "bolsillo", en una especie de murmullo. Encontré las píldoras en su bolsillo. En el frasco estaba escrito: "dos a la vez"; lo vi tan mal que le di cuatro.

»Nadie nos prestaba atención. Todos estaban en el lugar del accidente. Las píldoras le fueron bien, y cinco minutos más tarde le ayudé a llegar a casa y lo dejé tendido en el sofá del salón. Me dijo que se sentiría mejor si descansaba unos instantes. De modo que fui a ver lo que le había ocurrido al coche. A mi regreso su rostro estaba menos gris, pero seguía tendido en el sofá, como si estuviera derrengado.

—Siento importunarla así, señora Williams —me dijo—. Ha sido un duro golpe para mí.

—Será mejor que llame al doctor, señor Zellaby —le dije.

»Pero él negó con la cabeza.

—No, no se preocupe, estaré bien en unos minutos —me dijo.

—Creo que haría mejor si le viera a un médico —insistí—. Me ha asustado.

—Lo siento —repitió. Luego, tras un instante—: Señora Williams, supongo que sabrá guardar usted un secreto.

—Tan bien como cualquiera, creo —le respondí.

—Bien, entonces le quedaré muy reconocido si no le habla usted a nadie de esta... pequeña indisposición.

—Me pregunto si puedo hacerlo —le dije—. A mi modo de ver, necesita usted absolutamente ver a un doctor.

»No quiso oír nada.

—He visto a un montón de ellos, señora Williams. Médicos importantes y que cobran caro. Pero no hay nada que hacer contra la edad, ya lo sabe usted, y con el tiempo la máquina comienza a hacerse vieja y a desgastarse, eso es todo.

—Oh, vamos, señor Zellaby —comencé.

—No ponga cara triste, señora Williams. Todavía me siento fuerte, estoy muy lejos de hallarme al final del camino. Pero, mientras tanto, creo que es importante evitar más inquietudes de las necesarias a la gente que me quiere, ¿no? No sería muy correcto preocuparles inútilmente. Estoy seguro de que es usted de la misma opinión.

—Por supuesto, señor. Siempre que esté usted seguro de que no es nada grave.

—Absolutamente seguro. Le estoy muy reconocido, señora Williams, pero estimo que no me habrá hecho usted ningún servicio si no puedo contar con su discreción. ¿Puedo contar con ella?

—Como quiera, señor Zellaby —dije—. Puesto que insiste...

—Gracias, señora Williams, muchas gracias —me dijo.

»Luego, tras un momento, le pregunté:

—¿Vio usted el accidente? Esto le debe haber impresionado.

—Sí —dijo—. Lo vi todo, pero no pude reconocer al conductor.

—El joven Jim Pawle, de la granja Dacre —le dije.

Agitó la cabeza.

—Oh, sí, ya lo recuerdo. Un buen muchacho.

—Sí, señor, un muy buen muchacho. No un loco ni nada parecido. No comprendo qué le debió ocurrir para conducir así. Ni siquiera parecía él.

Hubo un largo silencio; Luego, él dijo con una voz extraña:

—Acababa de atropellar a uno de los Niños, un chico. Nada grave, imagino, pero el Niño fue proyectado al otro lado de la carretera.

—Uno de los Niños —dije. Luego comprendí de golpe lo que quería decir—. ¡Oh, no! Dios mío, no podían... —pero me detuve de nuevo a causa de la mirada que me lanzó.

—Otras personas lo vieron también —me dijo—. Personas de más buena salud, o sin duda menos impresionables. Incluso yo mismo quizá me hubiera impresionado menos si, en el transcurso de mi ya larga vida, no hubiera sido testigo en otra ocasión de una muerte deliberada.

El relato de Zellaby, de todos modos, se detuvo en el punto en que se sentó tembloroso en el banco. Cuando hubo terminado, desvié mis ojos hacia Bernard. Su expresión no dejaba traslucir nada. Entonces dije:

—¿Insinúas acaso que los Niños son los responsables, que lo obligaron a estrellarse contra la pared?

—Yo no insinúo nada —dijo Zellaby, con un doloroso movimiento de su cabeza—. Yo afirmo. Lo hicieron, al igual que obligaron a sus madres a traerlos hasta aquí.

—Pero los testigos, todos aquellos que declararon en la encuesta...

—Se dan perfecta cuenta de lo que pasó, pero tan solo tenían que decir lo que habían visto.

—¿Pero saben que pasó del modo como lo estás diciendo?

—¿Y? ¿Qué habrías dicho tú si lo hubieras visto y hubieras sido llamado a declarar como testigo? En un asunto como este el veredicto debe ser aceptable para las autoridades; y por aceptable quiero decir que tiene que serlo para todo hombre reputado como razonable. Supongo que hubieran obtenido de uno u otro modo un veredicto afirmando que el joven fue obligado a matarse. ¿Crees que esta afirmación hubiera podido sostenerse de algún modo? Evidentemente no. Hubiera sido necesaria una segunda encuesta para llegar a un veredicto "razonable", y éste hubiera sido el de hoy. Entonces, ¿para qué quieres que los testigos corran el riesgo de desacreditarse y hacerse pasar por supersticiosos? ¿En virtud de qué?

—Si quieres una prueba de que todos estos testigos hubieran sido considerados como tales sólo tienes que mirar tu propia actitud. Sabes que he adquirido un cierto renombre gracias a mis libros, y me conoces personalmente; pero ¿qué vale esto frente a los hábitos de pensamiento del "hombre razonable"? Vale tan poco que, cuando te cuento lo que ocurrió realmente, tu inmediata reacción es la de intentar probar que lo que me pareció que ocurría no ocurrió exactamente como lo digo. Tu actitud es ridícula. Después de todo, tú estabas aquí cuando los Niños obligaron a sus madres a regresar.

—Ambas cosas no son comparables —objeté.

—¿Ah, no? Explícame cuál es la diferencia esencial ente el hecho de ser objeto de una compulsión desagradable y el de ser objeto de una compulsión fatal. Vamos, vamos, querido amigo. Tras tu partida has perdido contacto con lo improbable. El racionalismo te ha ablandado. Aquí lo extraño es el pan de cada día, vivimos constantemente inmersos en ello.

Aproveché la ocasión de apartarme del tema de la encuesta.

—¿Así pues, Willers ha abandonado su teoría de la histeria? —pregunté.

—La abandonó mucho tiempo antes de su muerte —dijo Zellaby.

Me asombré. Pensaba pedirle a Bernard noticias del doctor, y la casualidad de la conversación había hecho surgir la pregunta de otro modo.

—No sabía que hubiera muerto. Tenía apenas cincuenta años, ¿no? ¿De qué murió?

—Tomó una dosis excesiva de barbitúricos.

—¿Cómo? Pero Willes no era...

—Lo sé —dijo Zellaby—. La conclusión oficial fue que "perdió momentáneamente el equilibrio mental"... una fórmula honesta pero no explica nada. El doctor Willers era uno de esos hombres de recia mente a quien no le afectaban los desequilibrios, antes al contrario También es cierto que nadie tiene la menor idea de lo que le empujó a aquello, y no es la pobre señora Willers quien nos lo dirá. Así pues, nos hemos tenido que contentar con la fórmula oficial. Calló unos momentos, y luego añadió—: No es hasta que me he dado cuenta de lo que iba a ser el veredicto con respecto al joven Pawle que he comenzado a hacerme preguntas con respecto a Willers.

—No pensarás seriamente en lo que estás diciendo —murmuré.

—No lo sé. Tú mismo dices que Willers no era de ese tipo de personas. Y ahora estamos empezando a ver que nuestra vida aquí es mucho más expuesta de lo que habíamos creído. Y esto nos ha alterado a todos.

»Compréndelo, uno empieza a darse cuenta de que podría muy bien no haber sido el joven Pawle quien tomara la curva en aquel instante fatal, sino Anthea por ejemplo, o no importa quién... Y de pronto se hace evidente que si ella, o yo mismo, o cualquiera de nosotros, no importa en qué momento, hiciera accidentalmente algo que pudiera dañar a los Niños o causarles perjuicio...

»Uno no puede recriminarle nada a Jim Pawle. Hizo realmente todo lo que pudo por evitarlo, pero no lo consiguió. Y, en una primera reacción de cólera y de venganza, lo mataron.

"Así pues, hay que tomar una decisión. En lo que a mí respecta, bueno, se trata del elemento más interesante con el que haya podido topar. Siento deseos de ver cómo acabará esto. Pero Anthea aún es joven, y Michael la necesita... Hemos alejado ya al chico. Me pregunto si vale la pena que intente persuadirla le que ella se vaya también. No quisiera hacerlo antes le verme obligado a ello, y no puedo decidirme a creer que este momento ha llegado ya.

»Hemos vivido estos últimos años en la ladera de m volcán en actividad. La razón nos dice que en su interior se está acumulando una fuerza que, tarde o temprano, entrará en erupción. Pero el tiempo pasa, y tan sólo notamos una sacudida de tanto en tanto.

»Y esto ocurre hasta tal punto que es posible creer que la erupción que parecía inevitable no se produzca después de todo. Así que uno se vuelve indeciso. Me pregunto a veces si este asunto Pawle no es más que una sacudida más fuerte que las anteriores, o si señala el inicio de la erupción.

»Hace unos años estábamos más atentos a la presencia del peligro, y trazábamos planes que demostraban ser inútiles; ahora nos hemos visto brutalmente arrastrados a nuestros precedentes terrores. ¿Pero significa esto que el peligro, que hasta ahora era latente se convierte hasta tal punto en activo que justifique mi huída?

Evidentemente estaba muy turbado, y era consciente de ello. Y no había rastro de escepticismo en la actitud de Bernard. Me sentí en la obligación de decir, con tono de excusa:

—Creo que todo el asunto del Día Negro se ha borrado de mi memoria. Uno necesita un periodo de aclimatación cuando se halla enfrentado de nuevo con el problema. En otras palabras, necesito luchar contra la censura del inconsciente, que tiende a rechazar lo extraordinario haciéndome pensar que las particularidades de los Niños desaparecerían con la edad.

—Todos nosotros lo pensábamos —dijo Zellaby—. Incluso adoptamos la costumbre de demostrárnoslo mutuamente, pero no era cierto.

—¿Pero no habéis conseguido nunca hallar el modo como opera esto... quiero decir la compulsión?

—No. Sería como preguntarse cómo ocurre que una personalidad domina a otra. Todos nosotros conocemos a personas que parecen dominar todas las reuniones en las que se encuentran. Podría decirse que los Niños tienen esta cualidad enormemente desarrollada gracias a la cooperación, y que pueden dirigirla a voluntad. Pero esto no nos enseña de todos modos cómo opera esto, como tú dices.

Anthea Zellaby había cambiado poco desde nuestro último encuentro. Hizo su aparición en el porche unos minutos más tarde, viniendo de dentro de la casa. Estaba tan evidentemente preocupada que no pudo fijar su atención en nosotros más que tras un visible esfuerzo. Tras el intercambio de los saludos de rigor, se abismó de nuevo en sus reflexiones. La impresión de incomodidad que se derivó de ello se disipó cuando fue traído el té. Zellaby se dedicó a impedir que se formara de nuevo ningún tipo de hielo.

—Richard y el coronel han asistido también a la encuesta —dijo—. Por supuesto, el veredicto ha sido el esperado. Supongo que ya te lo habrán dicho.

Anthea asintió con la cabeza.

—Sí. Estaba en la granja Dacre, con la señora Pawle. Fue el señor Pawle quien trajo la noticia. La pobre mujer está loca de dolor. Adoraba a Jim. Ha sido difícil impedirle que fuera también a la encuesta. Quería ir allí y denunciar a los Niños, hacer una acusación pública. El señor Leebody y yo hemos conseguido persuadirla de que no fuera ya que, si lo hacía, se vería mezclada en un montón de problemas, tanto ella como su familia, sin lograr nada a cambio. Así pues nos hemos quedado en su casa durante toda la sesión.

—El otro Pawle, David, el hijo pequeño, sí estaba —dijo Zellaby—. En dos o tres ocasiones me ha parecido que estaba a punto de levantarse y contarlo todo, pero su padre se lo ha impedido.

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