Los cuclillos de Midwich (22 page)

Read Los cuclillos de Midwich Online

Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cuclillos de Midwich
8.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso no tiene sentido —dijo Anthea en un tono que no admitía réplica que hizo parpadear a Zellaby—. Su "naturaleza" de que hablas es distinta, y tú lo sabes; de otro modo hubieran hecho simplemente que Jim Pawle detuviera su coche y que David Pawle detuviera su segundo tiro al aire, y sin embargo actuaron de otro modo muy distinto. No se contentan con rechazar, siempre contraatacan.

Zellaby parpadeó nuevamente.

—Tienes razón, Anthea —dijo, sorprendido—. Nunca había pensado en ello. En efecto, la respuesta es siempre desmesurada con respecto al ataque.

—Exacto. Y sea cual sea el modo como actúen ante una multitud, no quiero que tú formes parte de esta multitud. Ni usted tampoco, coronel —añadió, girándose hacia Bernard—. Lo necesitaremos a usted para salirnos de esto de lo que usted es en cierto modo algo responsable. Estoy contenta de que esté usted aquí; que haya al menos alguien en el lugar de los hechos que pueda hacer un informe para las altas esferas.

—Quizá yo pudiera observar la cosa desde lejos —aventuré yo, sin convicción.

—Si tuviera usted el menor buen sentido se quedaría aquí y evitaría meterse en la boca del lobo —dijo secamente Anthea; y, girándose hacia su marido—: Gordon, estamos perdiendo el tiempo. Telefonea a Trayne e intenta saber si alguien ha avisado a la policía... y pide también que envíen ambulancias.

—¡Ambulancias! —protestó Zellaby—. ¿No crees que tal vez sea un poco prematuro?

—Yo no he sido el primero en hablar de su "naturaleza", pero no parece que la hayas examinado muy a fondo —dijo Anthea—. Yo sí. Digo ambulancias, y si tú no las pides lo haré yo.

Zellaby, con la sumisa actitud de un chiquillo, descolgó él receptor. Dirigiéndose a mí, murmuró:

—Ni siquiera sabemos... Quiero decir, no tenemos más testimonio que las palabras de la señora Brant...

—Por lo que recuerdo de la señora Brant, es una persona digna de fe —dije.

—Es cierto —admitió—. Está bien, telefoneemos.

Cuando terminó, colgó el auricular y lo miró pensativamente. Tras un momento, decidió hacer una nueva tentativa.

—Anthea, querida, ¿no crees que, manteniéndome a una buena distancia...? Después de todo, los Niños tienen confianza en mí. Son mis amigos, y...

Pero Anthea le interrumpió, con una seca decisión:

—Gordon, no intentes convencerme con falsos razonamientos. Simplemente sientes curiosidad. Sabes muy bien que los Niños no tienen amigos.

C
APÍTULO XVIII
E
NTREVISTA CON UN NIÑO

El jefe de policía del Winshire llegó a Kile Manor al día siguiente por la mañana, justo a tiempo para tomar un vaso de Madeira y un bizcocho, cosa que aceptó de buen grado.

—Lamento molestarle con este asunto, Zellaby. Algo desastroso, realmente horrible. Pierdo la cabeza pensando en ello. Y nadie en todo el pueblo parece capaz de explicarme absolutamente nada. Espero que usted al menos pueda proporcionarme alguna explicación plausible.

Anthea se inclinó hacia adelante.

—¿Cuál es el número, Sir John? —preguntó—. ¿Cuál es el número de víctimas?

—Demasiado elevado, desgraciadamente. —Agitó la cabeza—. Una mujer y tres hombres muertos; ocho hombres y cinco mujeres en el hospital, de los cuales dos hombres y una mujer gravemente heridos; muchos que no están en el hospital deberían hallarse allí. Un verdadero desastre desde todos los puntos de vista... todo el mundo emprendiéndola con todo el mundo. ¿Y por qué? Eso es lo que no acabo de entender Nadie explicármelo. Se giró de nuevo hacia Zellaby—. Puesto que fue usted quien llamó a la policía, y que dijo que seguramente habría enfrentamiento, nos ayudaría mucho que nos dijera qué le hizo pensar que las cosas ocurrirían así.

—Bueno —comenzó Zellaby con precaución—, es una situación curiosa.

Su mujer le interrumpió.

—Fue la señora Brant, la mujer del herrero —dijo y contó la partida del reverendo—. Estoy segura de que el señor Leebody podrá decirle mucho más que nosotros. Fue él quien acudió, no nosotros, comprenda.

—Sí, en efecto, estaba allí, y luego regresó a su casa no sé cómo, pero ahora está en el hospital de Trayne —dijo el jefe de policía.

—¡Oh, pobre señor Leebody! ¿Es grave?

—No sé nada. El doctor me ha dicho que sobre todo no debía ser molestado. Y ahora —se giró de nuevo hacia Zellaby—, usted dijo a mis hombres que una multitud se dirigía a la Granja con intención deprenderle fuego. ¿Cuál fue su fuente de información?

Zellaby pareció sorprendido.

—La señora Brant, mi mujer acaba de decírselo.

—¿Y eso fue todo? ¡No fue usted a ver allí mismo lo que pasaba?

—Cierto, no —confesó Zellaby.

—¿Quiere decir usted que, con la única base del testimonio de una mujer sobreexcitada, llamó usted a la policía y le dijo que necesitarían ambulancias.

—Fue yo quien insistió al respecto —dijo Anthea, glacial—. Y tenía razón. Fue lo más útil que enviaron ustedes: las ambulancias.

—Y para ello no bastó más que...

—Conozco a la señora Brant desde hace mucho tiempo. Es una persona razonable.

Bernard tomó la palabra por primera vez:

—Si la señora Zellaby no nos hubiera aconsejado que nos abstuviéramos de ir a ver lo que ocurría, estoy seguro de que a estas horas estaríamos en el hospital, si no algo peor.

El jefe de policía nos miró.

—He pasado una noche horrible —dijo finalmente—. Quizá no haya comprendido bien. Lo que ustedes parecen querer decir es que esa señora Brant. Vino aquí y les dijo que las gentes del pueblo, ingleses e inglesas completamente vulgares, honestos habitantes del Winshire, tenían intención de atacar una escuela llena de niños y, lo que es más, de sus propios niños, para...

—No es así exactamente, Sir John. Los hombres iban a atacarla, y quizá algunas mujeres, pero creo que la mayor parte de las mujeres estaban contra la iniciativa —objetó Anthea.

—Muy bien. Así pues, hombres, normales y honestos, campesinos por más señas, se disponían a incendiar una escuela llena de niños. Esto no les sorprendió a ustedes. Aceptaron sin perturbarse algo tan increíble como esto. Ni siquiera intentaron verificarlo, a ver por ustedes mismos lo que ocurría. Simplemente llamaron a la policía puesto que la señora Brant es una persona razonable.

—Exacto —dijo fríamente Anthea.

—Sir John —dijo Zellaby, con el mismo distanciamiento—, comprendo perfectamente que haya estado usted ocupado toda la noche, y respeto su posición oficial, pero creo que si quiere prolongar usted esta entrevista tendrá que intentar ver las cosas de otro modo.

El jefe de policía enrojeció ligeramente. Bajó la mirada, y se frotó vigorosamente la frente con su ancha mano. Pidió disculpas, primero a Anthea, después inmediatamente a Zellaby. Luego, casi patéticamente, dijo:

—No sé por donde empezar. He hecho preguntas durante horas y horas, y no llego a ninguna parte. No había la menor huella de una tentativa de incendio de la Granja: ni siquiera la tocaron. Simplemente peleaban entre sí, los hombres y también algunas mujeres, pero en el parque de la Granja. ¿Por qué? No eran tan solo las mujeres intentando detener a los hombres ni, al parecer, algunos hombres intentando detener a los demás. No, uno diría más bien que partieron del bar en dirección a la Granja sin que nadie intentara impedírselo, a excepción del reverendo, a quien nadie tomó en consideración, y algunas mujeres que lo apoyaban. ¿Y todo con qué fin? Aparentemente, se trataba de hacerles algo a esos niños de la escuela, ¿pero es esa una buena razón para una tal batalla campal? ¡No hay nada que encaje en todo esto! —agitó la cabeza, pensativo, por unos instantes—. Recuerdo que mi predecesor, el viejo Bodger, me decía que había algo extraño con respecto a Midwich. Y buen Dios, tenía razón. ¿Pero qué es?

—Me parece que lo mejor que puede hacer es preguntárselo al coronel Westcott —sugirió Zellaby, señalando a Bernard. Y con un asomo de malicia añadió—: Su Departamento, por alguna razón que se me escapa desde hace nueve años, dio pruebas de un interés constante por Midwich; probablemente pues esté mejor informado que nosotros mismos.

Sir John dirigió su atención hacia Bernard.

—¿Y cuál es su Departamento, señor? —preguntó.

Sus ojos se agrandaron cuando oyó la respuesta de Bernard. Parecía un hombre necesitado de una urgente reanimación.

—¿Ha dicho realmente Servicio de Inteligencia Militar? —preguntó con voz apagada.

—Exactamente, señor —dijo Bernard.

El jefe de policía agitó la cabeza.

—Renunció —dijo. Miró de nuevo a Zellaby con la expresión de alguien que se está ahogando—. Y ahora la Inteligencia —murmuró.

Más o menos en el mismo instante en que el jefe de policía llegaba a Kyle Manor, uno de los Niños, un chico, descendía sin apresurarse el camino que conducía a la Granja. Los dos policías que charlaban a la entrada interrumpieron su conversación. Uno de ellos se giró y se dirigió hacia el chico.

—¿Dónde vas, niño? —preguntó amablemente.

El Niño miró sin expresión al policía, aunque sus dorados ojos se veían curiosamente brillantes.

—Al pueblo —dijo.

—Será mejor que no vayas —aconsejó el policía—. Sus sentimientos no son muy amigables con respecto a vosotros... principalmente después de lo que pasó anoche.

Pero el chico no respondió, ni siquiera retuvo su paso; continuó como si no le hubieran dicho nada. El policía regresó junto a la verja. Su colega le miró sorprendido.

—Muchacho, eso no es lo que nos dijeron —observó—. Sabes bien que la consigna fue convencerlos de que no fueran a arriesgar la piel al pueblo.

El primer policía miraba con una expresión preocupada cómo el chico dirigía hacia la carretera. Agitó la cabeza.

—Es extraño —dijo, incómodo—. Ni siquiera se me ha ocurrido decírselo. No lo entiendo. La próxima vez hazlo tú, ¿quieres, Bert?

Uno o dos minutos más tarde apareció una de las chicas. También ella andaba sin apresurarse, de una forma tranquila.

—Bueno —dijo el segundo policía—, basta un consejo, algo paternal, ¿comprendes?

Comenzó a dirigirse hacia la chica. Había dado quizá cuatro pasos cuando giró sobre sus talones y regresó. Los dos policías, de pie uno al lado del otro, la contemplaron pasar y echar a andar por la carretera. Ni siquiera los miró cuando pasó por su lado.

—¡Dios santo! —exclamó el segundo policía con voz estúpida.

—Eso no me gusta nada —dijo el otro—. Vas a hacer algo y, en su lugar, haces otra cosa distinta. No me gusta en absoluto. ¡Hey! —llamó a la chica—. ¡Hey, tú, señorita! ¡Espera!

La chica no se volvió. Echó a correr en su persecución y, tras haber recorrido una decena de metros, se detuvo en seco. La chica desapareció tras una curva de la carretera. El policía dio media vuelta y regresó.

Su respiración era más bien rápida, y parecía intranquilo.

—Esto no me gusta absolutamente nada —dijo tristemente—. No me huele nada bien...

El autobús de Oppley, camino de Trayne vía Stouch, se detuvo en Midwich, frente al almacén de la señora Welt. Las diez o doce mujeres que lo esperaban dejaron bajar a dos pasajeros, y luego se alinearon en una desordenada fila. La señorita Latterly, que estaba a la cabeza, sujeto el pasamanos y se preparó para subir. Pero no lo hizo: sus pies parecían estar clavados al suelo.

—Apresúrese, por favor —dijo el cobrador.

La señorita Latterly lo intentó de nuevo, sin éxito. Miró al cobrador con aire miserable.

—Échese a un lado y deje pasar a los demás, señora. La ayudaré dentro de un momento —aconsejó el hombre.

La señorita Latterly, muda de sorpresa, siguió su consejo. La señora Dory tomó su lugar y agarró el pasamanos. Tampoco ella pudo ir más lejos. El cobrador se inclinó para ayudarla tirando de su brazo, pero su brazo pero su pie no llegó a alcanzar el estribo. Se apartó al lado de la señorita Latterly, y ambas miraron a la siguiente realizar los mismos inútiles esfuerzos para subir a bordo del vehículo.

—¿Qué ocurre, me están tomando el pelo? —preguntó irritadamente el cobrador. Luego vio la expresión de las tres mujeres—. Perdonen, señoras, pero ¿qué ocurre?

Fue la señorita Latterly quien, desviando su atención del infructuoso intento de la cuarta mujer, vio a uno de los Niños. Con rostro impasible, estaba sentado cerca de La Hoz y la Piedra y balanceaba negligentemente una pierna. Se separó del grupo que estaba cerca del autobús y avanzó en dirección al Niño. Lo examinó atentamente a medida que se acercaba. Pese a ello, no pudo evitar un tono de incertidumbre al preguntar:

—Tú no eres Joseph, ¿verdad?

El chico agitó la cabeza.

—Quiero ir a Trayne a ver a la señorita Foresham, la madre de Joseph —continuó ella—. Fue herida ayer noche, está en el hospital.

El chico seguía mirándola. Agitó imperceptiblemente la cabeza. Unas coléricas lágrimas asomaron a los ojos de la señorita Latterly.

—¿Aún no habéis hecho bastante daño? Sois unos monstruos. Todo lo que queremos es ir a ver a nuestros amigos que han sido heridos... heridos a causa de lo que vosotros habéis hecho.

El chico no dijo nada. La señorita Latterly, bajo la acción de un súbdito impulso, amagó un paso hacia él, pero se contuvo.

—¿No lo comprendes? ¿Acaso no tienes corazón? —dijo con voz temblorosa.

Tras ella, el cobrador, medio asombrado, medio irritado, exclamó:

—Vamos, vamos, señoras. Decídanse. Ese viejo trasto no va a morderlas. No puedo esperar aquí todo el día.

El grupo de mujeres permanecía en el suelo, indeciso. Algunas tenían un aire aterrorizado. La señora Dory hizo otra tentativa, sin el menor resultado. Otras dos mujeres fulminaron al chico con la mirada. Este siguió mirándolas sin la menor emoción.

La señorita Latterly se dio la vuelta, con aire ausente, y comenzó a alejarse.

El cobrador perdió la paciencia.

—Bueno, si ustedes no vienen, nos vamos. No se puede bromear con el horario.

Nadie del grupo se movió. Hizo sonar la campanilla con decisión y el autobús arrancó. Mirando hacia atrás, el cobrador las vio dispersarse con aspecto desolado y agitó la cabeza. Mientras se dirigía hacia la parte delantera del vehículo para hacer partícipe al conductor de sus impresiones, murmuró en voz baja eldicho local:

—Los de Oppley están medio cuerdos, los de Stouch están medio locos, pero los de Midwich... los de Midwich están locos del todo.

Other books

A Step Too Far by Meg Hutchinson
Black Book of Arabia by Hend Al Qassemi
Starfire by Dale Brown
Drifting Home by Pierre Berton
Julia Child Rules by Karen Karbo
The Science of Language by Chomsky, Noam
Chance by Nancy Springer