Authors: Isaac Asimov
Mitanni solicitó ayuda de Egipto, pero ésta nunca llegó. Así declinó rápidamente y en el transcurso de un siglo desapareció de la historia, dejando su lugar al poderoso «Imperio Nuevo» hitita que ahora se enfrentaba a Egipto amenazadoramente.
Ajenatón murió en el 1353 a. C., dejando tras de sí a seis hijas pero a ningún hijo. Dos de sus yernos reinaron durante breve tiempo tras su muerte, e incluso en el curso de estos cortos períodos de tiempo las transformaciones intentadas por el reformador comenzaron a malograrse y a desaparecer como si nunca hubiesen existido; quedaba el daño irreparable que la controversia religiosa había ocasionado a Egipto.
Los conversos de la religión de Ajenatón abandonaron rápidamente la nueva religión. La ciudad de Ajetatón fue gradualmente abandonada, desmantelada y se dejó que se hundiera en el polvo como si fuese una morada de perversos demonios.
Los sacerdotes de la antigua religión recuperaron su poder progresivamente y volvieron a cambiarlo todo. Tutanjatón, el segundo yerno de Ajetatón que llegó a reinar y que fue faraón del 1352 a 1343 a. C., cambió su nombre por el de Tutankhamón, como testimonio faraónico oficial de que Amón había vuelto a su puesto de dios principal.
Con todo, quedó un eco de Ajenatón que repercutiría hasta los tiempos recientes. En el lugar de la desaparecida Ajetatón se encuentra hoy la ciudad de Tell el-Amarna. En 1887, una campesina descubrió un escondrijo que contenía unas trescientas tablillas de arcilla con inscripciones cuneiformes (la escritura de Babilonia que ya entonces los arqueólogos comprendían bien). Resultaron ser mensajes de los reyes asiáticos de Babilonia, Asina y Mitanni a la corte real egipcia —y también de los príncipes vasallos de Siria, que pedían ayuda ante la presión de los nómadas invasores—.
En unos pocos años se iniciaron cuidadosas excavaciones en la zona. Como Ajetatón había sido edificada a partir de la nada en territorio virgen y debido a que la ciudad había sido abandonada para siempre, tras la muerte de Ajetatón, y puesto que ninguna edificación posterior se había vuelto a construir en aquel lugar, constituyó un hallazgo de valor inestimable para determinar la amplitud de la reforma religiosa intentada por Ajenatón, por no hablar de los detalles referentes a la diplomacia y a los acontecimientos militares de la época.
De hecho, fue tan completo el deseo clerical de venganza y tan perfecta su laboriosidad para suprimir todos los vestigios de Ajenatón de las estructuras monumentales de Egipto, que si no hubiéramos encontrado estos registros, habríamos terminado por saber muy poco, o nada, acerca de esta importante época para la historia de Egipto y de la religión. Las «cartas de Tell el-Amarna» constituyeron el descubrimiento egipcio más importante después de la Piedra de Rosetta.
El yerno de Ajenatón, Tutankhamón, posibilitó otro gran descubrimiento, un gran tesoro —y en esta ocasión en sentido literal—. En sí mismo fue un faraón sin ninguna importancia. Sólo contaba doce años cuando accedió al trono y escasamente superaba los veinte cuando murió. Con todo, tras su muerte recibió los suntuosos funerales usuales.
Su tumba fue saqueada una vez, pero por suerte, sus ladrones fueron capturados durante el robo y obligados a devolver el botín. Quizá se difundió la noticia de la forzada devolución y por ello la tumba no fue forzada de nuevo. Dos siglos más tarde, cuando se estaba excavando una tumba para otro faraón, las piedras fueron dispuestas de tal forma que cubrieran la entrada de la tumba de Tutankhamón.
Así permaneció cubierta e intacta. Hacia el 1000 a. C, había sido saqueada cada pirámide conocida y cada tumba excavada en la roca. Ningún tesoro permaneció en su sitio, excepto el de Tutankhamón.
En 1922 una expedición arqueológica británica, bajo la dirección de Lord Carnarvon y Howard Carter, descubrió accidentalmente la tumba y desenterró el tesoro, suntuoso y magnífico. Aparte de su grandiosidad y de su utilidad para el estudio de la cultura del antiguo Egipto, el principal interés del descubrimiento reside en la forma en que dio lugar al mito de la «maldición del faraón». Lord Carnarvon murió menos de un año después del descubrimiento como resultado de una picadura de mosquito infectada complicada con una neumonía. Todos los suplementos dominicales reprodujeron la noticia y suscitaron atemorizados, una polémica al respecto, pero es bastante poco probable que la muerte tenga nada que ver con ninguna maldición del faraón.
Tras el desastroso fracaso de Ajenatón, la Dinastía XVIII que había proporcionado a Egipto dos siglos de gloria, fue deslizándose hacia un lastimoso final. A Tutankhamón le sucedió un faraón llamado Ay, que trató de mantener las creencias de Ajenatón, pero éste era un intento completamente desesperado.
La liquidación final del culto de Atón fue encomendada por el implacable clero a un general. Por lo común, los generales constituyen una fuerza conservadora opuesta a los cambios sociales. A esto se añadía, en este caso, la exasperación por el declive del prestigio militar egipcio.
Un general llamado Horemheb se convirtió en faraón en el 1339 a. C., sucediendo a Ay, y bajo su gobierno volvieron con toda su fuerza las viejas costumbres. En realidad, Horemheb no pertenecía a la Dinastía XVIII, pero, por lo general, se lo incluye como el último miembro de este linaje, pues había sido un oficial importante con Ajenatón y no fundó una dinastía reinante propia.
El orden fue restaurado y se enviaron expediciones egipcias para restablecer el imperio en Nubia. Sin embargo, no se intentó nada respecto a Siria. Shubbiluliu había muerto en el 1335 a. C., pero había dejado tras de sí un poderío hitita con el que Horemheb prefirió no enredarse.
Horemheb murió en el 1304 a. C., y uno de sus generales ascendió al trono con el nombre de Ramsés I (o Rameses I); éste era bastante viejo y sólo reinó un año aproximadamente. Fundó, sin embargo, una dinastía, por lo que se le considera el primer rey de la Dinastía XIX. Su hijo Seti I le sucedió en el 1303 a. C., y por fin los egipcios vieron cómo se recuperaba todo su poderío. El nuevo faraón invadió Siria e hizo sentir una vez más la fuerza de Egipto en aquella región. Pero no todo le fue tan fácil con los hititas, y hubo de llegar con ellos a una paz de compromiso. Consiguió también vencer a los libios. En el interior, edificó templos muy elaborados en Tebas y Abidos, ciudad situada a cien millas río abajo de Tebas. Construyó asimismo una elaborada tumba para sí mismo en el farallón donde dormían los reyes de la Dinastía XVIII (o donde deberían haber dormido si sus tumbas no hubieran sido saqueadas). Todo era como en los viejos tiempos; o, más bien, podía haber sido como en los viejos tiempos de no ser por la herencia dejada por el inestable período de Ajenatón. Los hititas seguían estando presentes y había que enfrentarse con ellos. Y esto iba a ser un problema para el hijo y sucesor de Seti I, un faraón que, sin duda, iba a ser el más llamativo de todos los que se habían sentado en el trono egipcio.
Hijo de Seti I fue Ramsés II, que le sucedió siendo aún joven, en el 1290 a. C, y que reinaría durante sesenta y siete años, el reinado más largo de la historia egipcia, si exceptuamos el de Pepi II.
Su reinado se caracterizó por una excepcional autoalabanza. El poder de Ramsés era absoluto, y cubrió Egipto, de un extremo a otro, con monumentos en su honor, con inscripciones que relataban jactanciosamente sus victorias y su grandeza. No vaciló tampoco en poner su nombre en monumentos más antiguos y en apropiarse de las hazañas de sus predecesores.
Amplió las ya vastas estructuras del enorme y complejo templo de Tebas (que hoy se conoce como Karnak), y levantó obeliscos y estatuas colosales en su honor. Una vez hecho esto, el complejo templo alcanzó prácticamente su forma definitiva, y fue el mayor templo (en tamaño) nunca construido, ni entonces ni ahora. Una sala, la Sala Hipóstila, es la mayor nave del templo, cubriendo 54.000 pies cuadrados. Su techo estaba sustentado por un verdadero bosque de gigantescas columnas —134 en total—, algunas de las cuales tenía 12 pies de grosor y 69 pies de altura.
Bajo su reinado, Tebas alcanzó su cenit, extendiéndose a ambos lados del Nilo, con un contorno de murallas de 14 millas de longitud y una gran acumulación de riquezas traídas de todos los confines del mundo civilizado. Otros pueblos, que vieron u oyeron rumores al respecto, quedaron sumidos en un maravillado temor.
Así, por ejemplo, Tebas es mencionada en la
Ilíada,
poema épico en el que el poeta griego Homero (que posiblemente lo compuso tres siglos después de la época de Ramsés II) cantaba la guerra de Troya, que tuvo lugar no mucho tiempo después de la muerte de Ramsés.
En el poema, Homero dice por boca de Aquiles, cuando éste rechaza los sobornos para volver a la guerra, que ninguna cantidad de dinero podía inducirle a hacerlo. «No, aunque me ofrecieran… todo lo que contiene la Tebas egipcia, que conserva los mayores tesoros del mundo, Tebas, con sus cien puertas, donde doscientos hombres salen por cada puerta con caballos y carros…»
Pero el tiempo, todo lo puede, y Tebas hace tiempo que desapareció, y el magnífico templo de Karnak está en ruinas, que no por imponentes dejan de ser sólo ruinas. Una de las estatuas de Ramsés, la mayor construida en Egipto, está hoy rota y derribada. Fue su caída
cabeza
, (o los informes referentes a ella) lo que inspiró al poeta inglés Percy Bysshe Shelley su escalofriante poema irónico «Ozymandias»:
Hallé a un viajero proveniente de un antiguo país
Que dijo: «Dos enormes y rotas piernas de piedra
Se elevan en el desierto… Cerca de ellas, en la arena,
Medio enterrado, yace un rostro destrozado, con enojados
Y fruncidos labios, y despectivo gesto de fr
ío mando,
Cuentan que su escultor conocía bien estas pasiones
Que aún sobreviven, grabadas en estos objetos sin
vida,
La mano que las escarneció, y el corazón que alimentó:
Y en su pedestal aparecen estas palabras:
“¡Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
Contempla mis obras tú el Poderoso, y pierde toda esperanza!“
Nada queda de todo esto. Alrededor, las ruinas
De este colosal hundimiento, infinitas y desnudas
Solitarias y uniformes las arenas se extienden a lo lejos.»
No sólo fue en Karnak donde Ramsés II puso en práctica su enorme egocentrismo. Muy hacia el sur, a 120 millas río arriba, hacia la Primera Catarata, donde por lo general, no solían aventurarse los constructores egipcios, edificó un templo notable.
En la actualidad, en este lugar, se levanta la ciudad de Abú Simbel, adormecida a lo largo de siglos de olvido. La gran reliquia del pasado fue descubierta en 1812 por el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt. En una depresión del tajo halló cuatro enormes figuras sedentes de Ramsés II, cada una de ellas de 65 pies de altura. Estaban en compañía de estatuas menores de otros miembros de la familia real. Forman parte del templo erigido en honor de Ra, el dios-sol. El dios-sol era la divinidad favorita de Ramsés, y el propio nombre del faraón egipcio significa «hijo de Ra». El templo está orientado de forma que el sol naciente penetre en su interior y caiga sobre las estatuas de Ra, y Ramsés (¿quién otro podría ser?) está en el centro.
En 1960 comenzó a construirse una enorme presa cerca de la Primera Catarata, formándose un lago largo y ancho corriente arriba, a partir de la presa. El templo y las colosales estatuas de Abú Simbel habrían quedado bajo las aguas de no haberse hecho algo al respecto. Pero tras tremendos esfuerzos y enormes gastos, se pudo transportar la mayor parte de este complejo a terrenos más elevados. Si el espíritu de Ramsés hubiese podido contemplar esta operación, se habría sentido satisfecho, indiscutiblemente.
Fue tan impresionante la autoadoración de Ramsés, y la propaganda a su favor tan eficiente, que en ocasiones se le denomina Ramsés el Grande. Según mi modo de ver, sería más adecuado llamarlo Ramsés el Egomaníaco.
Militarmente, Ramsés II da la impresión de haber restaurado el gran imperio de Tutmosis III, pero la impresión es falsa. Sin duda, Nubia se encontraba bajo dominio egipcio, hasta la Cuarta Catarata, y los libios continuaban sometidos. Pero aún quedaba Siria y, en el norte de Siria, el poderío hitita.
En los primeros tiempos de su reinado Ramsés II marchó contra los hititas, y en el 1286 a. C. se enfrentó a éstos en la gran batalla de Kadesh, ciudad que un siglo antes había encabezado la coalición cananea contra Tutmosis III.
El desarrollo de la batalla es oscuro. El único relato que poseemos es la versión oficial de las inscripciones de Ramsés. Según parece el ejército egipcio fue cogido desprevenido y casi estuvo a punto de ser hecho pedazos por la avasalladora caballería hitita. Se había iniciado ya la retirada, y el propio Ramsés II y su guardia personal estaban siendo atacados. Pero, de repente, Ramsés, desechando toda precaución, determinó vencer o morir, y atacando al enemigo sin ninguna ayuda, lo mantuvo a raya hasta la llegada de refuerzos. Reanimados por el fantástico valor de su faraón, el ejército se recuperó, y transformó una derrota ya cantada en victoria, aplastando a los hititas.
Que se nos perdone si nos resistimos a creer todo esto. Ramsés era perfectamente capaz de contar toda clase de mentiras acerca de sí mismo, y no hay por qué tomar en serio la imagen del faraón en el papel de un Hércules o de un Sansón, luchando solo contra todo un ejército. Ni hay por qué creer que la batalla de Kadesh fuese realmente una gran victoria egipcia. Es muy dudoso que lo haya sido, pues el poderío hitita no disminuyó un ápice después de la batalla, y Ramsés tuvo que combatir a los hititas durante otros diecisiete años.
Lo más probable es que la batalla de Kadesh no fuese decisiva, o, en todo caso, constituyera una apretada victoria hitita. A pesar de la desmedida jactancia de Ramsés II, Egipto acabaría firmando un tratado de paz en el 1269 a. C., en el que se reconocía la dominación hitita en el sur del Eufrates, y por el que la soberanía egipcia quedaba limitada a la porción de Siria más próxima a Egipto. Ramsés se conformó con incorporar una princesa hitita a su harén, como forma de sellar el contrato, y el resto de su reinado se desarrolló bajo el signo de la paz.