Los egipcios (16 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Los egipcios
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Los faraones nubios, recién instalados en el Delta trataron desesperadamente de alejar la amenaza asiria. Nada semejante había ocurrido desde el tiempo de los hicsos. Los mitanni y los hititas no se habían alejado demasiado del Eufrates, pero los asirios habían avanzado directamente hasta las fronteras del propio Egipto. Y lo que es más, practicaban un tipo de guerra deliberadamente sádico y cruel, pero muy efectivo (a corto plazo) en lo que atañe a paralizar el espíritu de resistencia y en llenar de presagios amenazadores hasta los ánimos más distantes.

Egipto sabía que tenía pocas oportunidades de resistir frontalmente a los terribles ejércitos acorazados asirios. El faraón nubio Shabaka trató, en cambio, de infundir un espíritu de resistencia en sirios, israelitas, judeos y fenicios. Sus emisarios desparramaron dinero y palabras melifluas por doquier, y trataron de hacer lo posible para suscitar desórdenes detrás de las líneas asirías. Egipto estaba acumulando cuidadosamente sus propias fuerzas y esperaba que, de algún modo, Asiría corriese hacia el desastre, o se encontrase demasiado ocupada con una u otra cosa como para tener tiempo para Egipto.

Finalmente, cuando el ejército asirio se encontraba asediando Jerusalén, Shabaka estimó que había llegado la hora de combatir y envió a su sobrino Taharka contra Senaquerib. Los egipcios fueron derrotados, pero la batalla fue dura, y Senaquetib, con un ejército ya muy debilitado, y ante las noticias de rebeliones en su imperio, decidió retirarse por algún tiempo, y dejar la lucha para otra ocasión. Egipto pudo salvarse, y también Jerusalén se alegró de ello, pues había obtenido así otro siglo de vida.

Senaquerib fue asesinado en el 681 a. C, después de haber conseguido reprimir todos los desórdenes y de haber pacificado salvajemente el Imperio asirio por medio del terror.

Su hijo, Esarhaddón, pudo permitirse el lujo de volver a mirar hacia el exterior. En buena lógica, había que tomar alguna medida contra Egipto. Mientras se permitiera a Egipto utilizar su riqueza para fomentar intrigas antiasirias, Asiría tendría que combatir una revuelta tras otra. De ahí que el rey asirio hiciera marchar a su ejército hacia el oeste.

Por entonces ocupaba el trono egipcio Taharka, y Esarhaddón se habría sentido complacido de tener la oportunidad de cruzar su espada con el hombre que había desbaratado la primera embestida asiria hacia occidente.

Taharka y sus egipcios pelearon con el coraje de la desesperación. En el 675 a. C., derrotaron claramente a los asirios en una batalla, pero esto sólo sirvió para retrasar el inevitable final. Tras corregir su primer exceso de confianza, Esarhaddón volvió a la lucha con mayor decisión. En el 671 a. C., tomó Menfis y el Delta, y obligó a Taharka a huir al sur.

Pero Taharka no estaba acabado. Preparó un contraataque y descendió río abajo de la manera más efectiva. Esarhaddón murió en el 668 a. C., antes de que pudiera organizar una nueva expedición; pero su hijo Asurbanipal lo hizo en su lugar. Capturó de nuevo Menfis, y, además, hizo algo que ni los propios hicsos hicieron: perseguir a Taharka hasta su refugio de Tebas.

En el 661 a. C., conquistó y saqueó Tebas, poniendo fin a la dinastía de faraones nubios. Estos continuaron reinando en Nubia durante mil años más, pero su civilización declinó y su breve siglo de grandeza se esfumó para siempre.

8. El Egipto saítico
Los griegos

La segunda ocupación semita de Egipto (la asiría), tuvo lugar mil años después de la primera (los hicsos). La invasión asiria penetró más profundamente, pues alcanzó Tebas, pero no fue tan intensa. Los asirios se contentaron con gobernar a través de delegados egipcios renombrados por su hostilidad hacia los nubios. Su elegido fue un príncipe de Bajo Egipto llamado Necao. Prisionero de guerra de los asirios, había estado con ellos el tiempo suficiente como para apreciar quiénes eran sus amos, y aceptó servirlos como su virrey egipcio. Cumplió su cometido fielmente, muriendo al final al lado de los ejércitos de Asurbanipal, en la guerra contra los nubios.

Su hijo Psamtik —llamado Psamético por los griegos— le sucedió en el trono.

Este esperó con cautela una oportunidad para romper con Asiría, pues era evidente que sus días de gloria habían pasado. Asurbanipal se hallaba acosado por gran cantidad de problemas. Babilonia se hallaba en perpetuo estado de rebeldía. El país independiente de Elam, al este de Babilonia, luchaba tenazmente contra Asiria. Una nueva oleada de nómadas, los cimerios, descendieron rápidamente sobre el Asia Menor procedentes de las tierras al norte del mar Negro y devastaron todo el país como un tornado.

El hábil Asurbanipal se las ingenió para manejarlo todo en su beneficio. Acabó con los elamitas en dos campañas, y aniquiló un reino con veinte siglos de antigüedad tan completamente, que hoy día apenas sabemos nada de él. Venció también a los cimerios. Pero por todo ello tuvo que pagar un precio, pues Asurbanipal no podía estar en todos los sitios a la vez. Y al estar ocupado en otros lugares, no pudo conservar Egipto.

Psamético, que procedía con tiento, pudo liberarse del conquistador. Contrató mercenarios del otro lado del Mediterráneo, en el Asia Menor occidental, donde acababa de ser fundado el reino de Lidia sobre las ruinas de los nómadas cimerios. Como Egipto, Lidia se hallaba en las fronteras occidentales del Imperio asirio y también estaba ansioso de liberarse de su yugo.

Los mercenarios lidios lucharon del lado de Psamético, y en el 652 a. C., la última guarnición asiria era expulsada de Egipto, sólo nueve años después del saqueo de Tebas. En su totalidad el episodio asirio había durado sólo veinte años y, en conjunto, Egipto, que se había unido frente al peligro exterior, resurgió más fuerte que antes y Psamético acabó gobernando como Psamético I. Egipto contaba de nuevo con un faraón nativo.

Psamético fundó la Dinastía XXVI, con arreglo al cómputo de Manetón. Estableció la capital en Sais, en el brazo más occidental del Nilo, a unas treinta millas del mar. Por ello, la dinastía de Psamético se denomina, a veces, “Dinastía saítica”, y el Egipto de la época, “Egipto saítico”.

Psamético fue un soberano capaz, y bajo su gobierno Egipto experimentó no solamente una renovación económica, sino un renacimiento artístico. Se produjo un retorno deliberado a los tiempos pasados, como si Egipto estuviera ansioso de sacudirse el polvo de un mundo confuso; un mundo en el que los imperios asiáticos se mostraban más fuertes que él, y en el que para engrosar sus ejércitos había que recurrir a bárbaros reclutados en ultramar. Pese a ello, se pretendía volver a los grandes días en los que sólo Egipto existía y en los que era posible ignorar al resto del mundo. Los tiempos de los constructores de pirámides fueron ensalzados, se estudiaron una vez más los ensalmos y rituales religiosos que aparecían en esas tumbas antiguas, se revigorizaron los clásicos literarios del Impero Medio y se repararon los daños causados en Tebas por los asirios. En todo ello, en realidad, la Dinastía Saítica seguía las directrices religiosas ortodoxas de los faraones nubios que la habían precedido.

Sin embargo, el mundo contemporáneo no podía ser ignorado. Si Psamético aspiraba a salvar a Egipto, no tenía otro remedio que llegar a algunas fórmulas de convivencia con el mundo.

El factor nuevo más importante fue la presencia de los griegos. Los griegos habían atravesado la Edad Oscura que había seguido a la guerra de Troya, y surgían ahora con creciente gloria. Su poder y cultura aumentaban rápidamente, y habían heredado de sus predecesores, micénicos y cretenses, dos cosas que los egipcios consideraban muy valiosas.

Las constantes guerras, defensivas e internas, habían enseñado a los griegos técnicas militares que los hacía inigualables como soldados, hombre a hombre. Así pues, durante cinco siglos, los griegos fueron los mejores mercenarios del mundo, y ningún ejército no griego fue nunca lo suficientemente grande como para no experimentar alguna mejora con la incorporación de contingentes griegos, que servían de punta de lanza. Esto fue así a partir del momento en que los griegos desarrollaron cuerpos de infantería pesada que, en comparación con los asiáticos y egipcios, por lo general armados ligeramente, constituían casi un tanque andante.

En segundo lugar, los griegos amaban el mar. Contaban con una tradición marinera sólo superada por la de los fenicios. Mientras duró su Edad Oscura los griegos habían atravesado el mar Egeo y fundado ciudades en el Asia Menor, que a veces superaban incluso a las que dejaban tras de sí. En el siglo VIII a. C, en un momento en que Egipto se hallaba sumido en la decadencia, los marinos griegos alcanzaron las costas del mar Negro y, hacia occidente, las de Italia y Sicilia.

Psamético sabía todo esto, y decidió sacar ventajas de ello. Para ello se requería osadía, pero Psamético era el faraón más heterodoxo desde Ajenatón, y, a diferencia de este último, poseía una sensibilidad especial de lo que podía y de lo que no podía hacerse.

Psamético había empleado a mercenarios griegos en sus ejércitos, y los había estacionado en guarniciones poderosas en el este del Delta, destinadas a recibir el embate más duro proveniente de cualquier posible invasor oriental.

Pero, al menos en cierta medida, ese peligro estaba despejado. ¿Por qué no utilizar, pues, el talento griego para fines pacíficos además de bélicos? Los egipcios eran sin duda tan buenos comerciantes como los griegos, pero carecían de barcos (o del deseo de construirlos y emplearlos) para transportar las mercancías a través de los mares. Hacia el 640 a. C., Psamético alentó a los griegos a instalarse en Egipto como colonos (con el consiguiente horror, sin duda, de los conservadores egipcios, que recelaban siempre de los extranjeros).

A sólo diez millas al sur de Sais surgió un núcleo de comerciantes griegos. Allí fundaron la base comercial de Naucratis, palabra que significa “dominador del mar”.

Por su lado, hacia el 630 a. C., los griegos colonizaron la costa libia. A unas 500 millas al oeste de Sais, fuera de la esfera de influencia egipcia, los griegos fundaron una ciudad que llamaron Cirene, que servía de núcleo a una próspera región de habla griega durante muchos siglos.

Psamético gobernó cincuenta y cuatro años, muriendo en el 610 a. C. Fue el más largo reinado egipcio, y el más próspero, desde el de Ramsés II, seis siglos antes. Psamético vivió lo suficiente para ver la total destrucción de Asiria; aunque los últimos diez años de su reinado quedaron oscurecidos por nuevos problemas exteriores.

Los caldeos

Asurbanipal, que había dominado sobre Egipto brevemente, había muerto en el 625 a. C., y por primera vez en siglo y cuarto, Asiria careció de un rey fuerte. Babilonia, aún invicta y rebelde, halló su oportunidad.

La ciudad de Babilonia y la región circundante estaba bajo el control de los caldeos, tribu semítica que había penetrado en la zona hacia el año 1000 a. C. En el último año del reinado de Asurbanipal, el príncipe caldeo Nabopolasar gobernó Babilonia como virrey asirio. Lo mismo que Psamético, se decidió a tomar la iniciativa por su cuenta cuando vio que el poderío asirio había declinado lo suficiente como para hacerlo sin peligro y, también como Psamético, buscó aliados en el exterior.

Nabopolasar los halló entre los medos. Se trataba de un pueblo de lengua indoeuropeas, establecido en una región al este de Asiria en el 850 a. C., cuando Asiria estaba en los comienzos de su imperio. Durante el apogeo de Asiria, Media le fue tributaria.

En la época en que murió Asurbanipal, sin embargo, un jefe medo llamado Ciaxares había logrado unir a cierto número de tribus bajo su mando y formar un fuerte reino. Fue con Ciaxares con quien Nabopolasar concluyó su alianza.

Asiria, bloqueada, se vio enfrentada a los medos por el este, y a los babilonios por el sur. Los ejércitos asirios reaccionaron atacando, pero su fuerza, gastada pródigamente a lo largo de los siglos, sin apenas una pausa, había desaparecido. Asiria se resquebrajó, se arruinó y acabó derrumbándose sobre sí misma.

En el 612 a. C., Nínive, capital de Asiria, fue conquistada, y un grito de alegría se elevó de los pueblos sometidos que tanto habían sufrido bajo su dominio. (Entre los gritos de triunfo no fue el menos importante el de un profeta de Judea llamado Nahum, cuyo jubiloso poema aparece en la Biblia).

Sólo dos años después de este trascendental acontecimiento, Necao I (llamado como su abuelo) sucedió a su padre en el trono egipcio. Necao se encontró con una situación difícil. Una Asiria débil era lo ideal para Egipto. Pero que ésta hubiera sido sustituida por potencias nuevas, vigorosas y sedientas de imperio, podía resultar nefasto.

Pese a esto, Necao pensó que no todo se había perdido. Incluso después de la caída de Nínive, fragmentos del ejército asirio se habían refugiado en Harrán, a 225 millas al oeste de Nínive, logrando resistir durante varios años.

Necao decidió hacer algo al respecto. Podía atacar la costa oriental del Mediterráneo, siguiendo las rutas del gran Tutmosis III. Se trataba, a su modo de ver, de una política doblemente acertada, pues aunque no tenía tiempo para socorrer a Harrán, al menos podía proteger la costa oriental del Mediterráneo y contener a los caldeos —esos nuevos creadores de imperios— a una considerable distancia de Egipto.

En el camino de Necao, sin embargo, se encontraba el pequeño Estado de Judá. Habían transcurrido ya cuatro siglos desde que David instaurase su breve imperio, y lo que quedaba de él, Judá, subsistía aún, gobernado por Josías, descendiente de David. Judá había sobrevivido a la caída del reino septentrional de Israel, había resistido a las tropas de Senaquerib y, en verdad, se las arregló para sobrevivir a Asiria.

Y ahora se enfrentaba a Necao. Josías de Judá no podía permitir el paso de Necao sin oponérsele. Si Necao resultaba victorioso le sería fácil dominar Judá; si resultaba derrotado, los caldeos bajarían hacia el sur en busca de venganza contra Judá, por haber dejado pasar a los egipcios. Por ende, Josías preparó a su pequeño ejército.

Necao habría preferido no perder tiempo en Judá, pero no tenía elección. En el 608 a. C, Necao se enfrentó a Josías en Megiddo, en el mismo lugar en que Tutmosis III había derrotado a la coalición de príncipes cananeos casi quince siglos antes. La historia se repitió ahora. Los egipcios resultaron vencedores de nuevo, y el rey de Judá fue muerto. Por primera vez en seis siglos, el poder egipcio dominaba en Siria.

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