Los egipcios (18 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Los egipcios
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Fue fácil, pues, para oradores nacionalistas egipcios arengar al ejército reclutado para Cirene, diciéndoles que Haibria estaba tratando simplemente de librarse de sus soldados egipcios, empujándolos a pelear contra los griegos de aquella ciudad para ser masacrados, y que tras esto el faraón seguiría adelante sólo con los griegos.

El ejército se rebeló y Haibria tuvo que enviar a uno de sus oficiales, Ahmés, egipcio nativo popular entre los soldados, para que apaciguase a los hombres. Pero Ahmés era realmente demasiado popular entre los soldados, que exigieron que se convirtiera en su nuevo faraón.

Ahmés consideró la propuesta y decidió que no debía de ser tan malo ser faraón, por lo que se colocó a la cabeza de los rebeldes. Con gran entusiasmo volvieron sobre sus pasos y marcharon sobre el Delta, y en su excitación se las compusieron para derrotar a un contingente de mercenarios griegos (sin duda mucho menos numeroso que el ejército egipcio), que el infortunado Haibria había enviado contra ellos.

Haibria fue ejecutado y en el 570 a. C. Ahmés fue reconocido como faraón de Egipto. Casó con una hija de Psamético II (hermana o hermanastra del supuesto Haibria), legitimando su gobierno y dando lugar a que fuese incluido por Manetón en la Dinastía XXVI.

A este faraón se le conoce mejor por la versión que de su nombre dieron los griegos: Amasis.

Los griegos

La segunda ocupación semita de Egipto (la asiría), tuvo lugar mil años después de la primera (los hicsos). La invasión asiria penetró más profundamente, pues alcanzó Tebas, pero no fue tan intensa. Los asirios se contentaron con gobernar a través de delegados egipcios renombrados por su hostilidad hacia los nubios. Su elegido fue un príncipe de Bajo Egipto llamado Necao. Prisionero de guerra de los asirios, había estado con ellos el tiempo suficiente como para apreciar quiénes eran sus amos, y aceptó servirlos como su virrey egipcio. Cumplió su cometido fielmente, muriendo al final al lado de los ejércitos de Asurbanipal, en la guerra contra los nubios.

9. El Egipto persa
Los persas

Aunque Amasis debía su trono a una reacción antigriega, no podía volverse de espaldas a la realidad. Tenía que utilizar a mercenarios griegos, y los utilizó. Tenía que servirse de comerciantes griegos, e impulsó el crecimiento de Naucratis, convirtiéndola, de poco más que un campamento comercial, en una ciudad en el pleno sentido de la palabra. Necesitó la seguridad que le proporcionarían las alianzas con los griegos, y las acabó firmando.

En particular, se alió con la isla de Samos, en el mar Egeo, junto a la costa del Asia Menor. La isla era pequeña, pero en los últimos años del reinado de Amasis se dotó de una gran flota. Amasis, que aún controlaba Chipre, pudo utilizar, por su parte, la flota de Samos. De hecho, se casó incluso con una mujer griega de la ciudad de Cirene.

Todas estas atenciones hacia los griegos tuvieron que ver con la amenaza que provenía del este —aunque en los primeros años del reinado de Amasis la amenaza parecía haber perdido intensidad—. Ese fastidioso viejo de Nabucodonosor murió finalmente en el 561 a. C., y sus sucesores fueron débiles, pacíficos o ambas cosas a la vez. Durante un cuarto de siglo Caldea no representó en absoluto un problema par a Egipto; en realidad, fue un cómodo vecino.

No hay nada más seguro que un vecino en declive, y toda una nación que considere importante su propio interés trata en el fondo de preservar la integridad de ese vecino. Necao había tratado de apuntalar a la moribunda Asiría, y ahora Amasis trató de rendir el mismo servicio a la moribunda Caldea.

Caldea se moría, sin ninguna duda, apenas medio siglo después de haber alcanzado la gloria y el poderío. En tiempos de la caída de Asiría dos conquistadores, Caldea y Media, se habían repartido el botín. Caldea había ocupado el rico valle del Tigris-Eufrates y todo lo que pudo agarrar hacia el oeste. Media se había contentado con la franja de territorio más extensa pero menos desarrollada, y mucho más pobre, que estaba situada al norte y al este de Caldea. A lo largo de setenta y cinco años Media había tenido un régimen muy pacífico y no expansionista.

Pero al sur de Media existía una provincia, exactamente al sureste de Babilonia, que sería conocida por los griegos como Persis, y por nosotros por Persia. Los persas estaban estrechamente emparentados por lengua y cultura con los medos.

Hacia el 560 a. C, un jefe persa de ilimitada ambición y habilidad comenzó a ser conocido. Su nombre era Ciro.

Ciro, evidentemente, tenía puestos los ojos en el trono medo, y para ello contaba con la ayuda de Nabonido, rey de Caldea, que, sin duda, deseaba fomentar la guerra civil en su gran vecino septentrional. En el 500 a. C., Ciro marchó contra la capital meda, la ocupó en una sola campaña y se sentó en el trono del Imperio medo, que desde ahora sería conocido como Imperio persa.

Nabonido se percató demasiado tarde de que al ayudar a Ciro había obrado erróneamente. Lo que éste deseaba (y, por lo general, deseaban todas las naciones en tales circunstancias) era que estallase una prolongada guerra civil que debilitara a ambos bandos y disminuyese el poderío de la nación durante generaciones. La rápida victoria de Ciro había sustituido a un tranquilo y estancado monarca por otro vigoroso y marcial. Nabonido trató de ayudar a cualquier nación que se ofreciese a contrarrestar a Ciro; pero era ya demasiado tarde.

En el 547 a. C., Ciro derrotó a los lidios del Asia Menor occidental, y toda la península fue incorporada a sus dominios, incluidas las ciudades griegas de la costa.

En el 540 a. C., Ciro se dirigió hacia la propia Caldea. Su afortunada carrera continuó, y en el curso de un año había ocupado Babilonia y puesto fin a la breve existencia del Imperio caldeo. Ciro murió en el 530 a. C., durante la lucha por extender su imperio hacia el interior del Asia Central. A veces se le llama Ciro el Grande, y es un calificativo merecido, pues no fue simplemente un conquistador, sino también un hombre humanitario que trató tolerantemente a aquellos a los que conquistaba.

A la muerte de Ciro, el Imperio persa abarcaba todos los grandes centros de civilización de Asia occidental y también grandes partes de las regiones donde habitaban los nómadas. Había erigido, pues el mayor imperio que el mundo mediterráneo había visto nunca.

Mientras, en Egipto, Amasis había contemplado con horror el desarrollo de este imperio. El recuerdo de Siria y Caldea se tornaba insignificante ante este nuevo coloso. Amasis había hecho todo lo que pudo para impedir su crecimiento, apoyando uno detrás de otro a todos los enemigos de Ciro, pero había fracasado siempre. Ahora Egipto se hallaba solo y desamparado en la trayectoria persa, y Persia (como anteriormente Asiría y Caldea) no estaba dispuesta a ser clemente con la nación que había intrigado constantemente contra ella.

Pero la buena estrella de Amasis, que primero lo había llevado hasta el trono, y luego le había dado un reinado de cuarenta y cuatro años sobre un Egipto próspero, continuó hasta el final. Cuando Persia ya estaba lista para el golpe y Egipto temblaba ya frente a lo que le esperaba, Amasis murió, en el 525 a. C., demasiado pronto como para ver a los persas asestar el golpe. Su hijo, que heredó el trono y que tomó el nombre de Psamético III, fue quien tuvo que enfrentarse al peligro.

Cambises, hijo de Ciro, sucedió a su padre en el trono persa. El nuevo monarca había gobernado ocasionalmente, en Babilonia, cuando su padre había estado ausente en campaña. En esta ocasión se aprestó a dar el siguiente paso lógico de la política expansiva persa: una acción definitiva contra Egipto.

Las fuerzas egipcias se hallaban estacionadas en una fortaleza en la costa mediterránea, al este del Delta. Se llamaba Per-Amén, o Per-Amón, es decir, “morada de Amón”, pero la conocemos mejor por su nombre griego posterior, Pelusio, que significa “ciudad de barro”. No lejos de allí había sido donde el ejército asirio de Senaquerib había tenido que afrontar una resistencia lo suficientemente firme como para verse obligado a volver sobre sus pasos, pero esto apenas había representado más que una escaramuza para un ejército que se encontraba muy ocupado en otras partes.

Ahora Pelusio iba a sufrir su primer y verdadero bautismo de fuego, y ello tuvo desastrosas consecuencias para Egipto. Cambises, simplemente, arrolló al ejército egipcio, lanzándolo desordenadamente a una precipitada huida, y ésta fue toda la lucha que hubo. Tras eso, avanzó contra la atemorizada Menfis, y una vez más Egipto se encontró bajo una dominación extranjera.

No sabemos mucho sobre la estancia de Cambises en Egipto, salvo por lo que se refiere a lo que nos cuenta Heródoto, y éste (que visitó Egipto aproximadamente un siglo después) consiguió su información de un clero egipcio nacionalista que era amargamente antipersa. Por tanto, su retrato de Cambises es la imagen groseramente exagerada de un tirano cruel y medio loco que se complacía en profanar deliberadamente lo que los egipcios consideraban sagrado, y en burlarse de las costumbres de éstos.

Por ejemplo, mientras Cambises estaba en Egipto, los egipcios descubrieron un toro que presentaba los requisitos, más bien exigentes, que los calificaban como Apis, manifestación terrenal del dios Osiris. Naturalmente, el toro es un símbolo frecuente de fertilidad, y el hallazgo de Apis significaba la promesa de buenas cosechas y de tiempos felices. Por tradición, Apis era saludado con gran júbilo y se le tributaban honores divinos.

Cambises (también según Heródoto), al volver de una expedición desastrosa, halló a los egipcios en fiestas y se imaginó que estaban celebrando su derrota, por lo que montó en cólera. Al comunicársele que el júbilo tenía su razón de ser en el hallazgo de Apis, Cambises, con gran desprecio hacia ese dios, desenvainó su espada e hirió al toro.

A nosotros esto nos parece una atrocidad leve (si pensamos en las que se cometen en nuestros días), pero para los egipcios representó un acto mucho más horroroso que el de la propia conquista de su país. Lo más probable, en realidad, es que esto sea pura leyenda, y que Cambises gobernara Egipto tan razonablemente como puede esperarse de un dominador.

Cambises no tenía la intención de limitarse a Egipto. Aceptó la sumisión de los libios del oeste del Nilo, y la de la ciudad griega de Cirene, que medio siglo antes había resistido el asalto de Haibria. Después había vuelto sus ojos hacia Nubia, en el sur (y quizá incluso hacia la colonia fenicia de Cartago, más hacia el oeste). Marchó hacia el sur, penetrando en Nubia, y saqueó de paso Tebas (como había hecho Asurbanipal siglo y medio antes). Se las arregló para colocar la mitad septentrional de Nubia bajo control persa antes de retornar para reponer sus fuerzas y acumular nuevos pertrechos. (Las fuentes utilizadas por Heródoto, que eran hostiles a los persas, transformaron esto en la desastrosa derrota que dio lugar a la atrocidad cometida contra Apis).

No hay duda de que Cambises habría proseguido su victoriosa carrera, pero en su país estalló una disputa dinástica. Un impostor, que decía ser el hijo mayor de Ciro, se autoproclamó rey. Cambises volvió precipitadamente para enfrentarse a él, pero murió en el camino. (El desfavorable relato de Heródoto insinúa que pudo haberse suicidado tras haberse vuelto loco por influencia de los dioses, ofendidos por su sacrilegio).

Los monarcas de Persia se cuentan entre las dinastías egipcias como la XXVII, y esta vez la dinastía era verdaderamente extranjera. No era como las dinastías libia y nubia, que fueron egipcias en todo excepto en su origen; o como la de los hicsos, que se egiptizaron. Ni era como los asirios, que estuvieron presentes sólo breve y efímeramente.

¡No! La Dinastía XXVII fue realmente extranjera, y gobernó con mano dura.

Los atenienses

No hay duda de que la dominación persa resultó beneficiosa por varios conceptos. Así, una vez pasados los pocos meses de confusión que siguieron a la muerte de Cambises, un miembro de la familia real, Darío, se hizo con el control. Darío I gobernó durante treinta y cinco años (del 521 al 486 a. C.) y sin duda alguna fue el más capacitado de los reyes persas, por lo que a veces se le ha llamado Darío el Grande.

Este rey reorganizó su inmenso imperio, conduciéndolo hasta altas cotas de eficacia, y gobernó bien Egipto. Se las arregló para terminar el canal del Nilo al mar Rojo, que Necao había dejado inacabado, y el comercio egipcio floreció. De hecho, Egipto, bajo el dominio de Darío conservó sus antiguos modos de vida, fue tan próspero como nunca lo había sido bajo Ahmés, y el tributo que pagaba a los persas no era excesivamente opresivo. ¿De qué se quejaban los egipcios entonces?

Sin embargo, con tres mil años de historia a sus espaldas, los egipcios protestaban bajo un régimen extranjero, quizá por la única razón de que era extranjero. Así pues, esperaban su oportunidad. Antes o después, Persia acabaría estando ocupada en algún rincón de sus amplios dominios, y entonces podía llegar la hora.

El propio Darío coadyuvó a que estos deseos se cumplieran, al no ser capaz de resistirse a emprender nuevas conquistas de países extranjeros, con el fin de igualar las hazañas de sus predecesores. En el 515 a. C. cruzó el mar hasta Europa, conquistando y anexionándose regiones al norte de Grecia, subiendo río arriba por el Danubio.

Las ciudades independientes de Grecia se alarmaron mucho y, como autodefensa, se aprestaron a ayudar a todo movimiento que pudiese entorpecer o debilitar a Persia. En el 499 a. C, cuando algunas de las ciudades griegas del Asia Menor, que habían estado bajo dominio persa durante medio siglo, se rebelaron, las ciudades-Estado independientes de Grecia enviaron barcos a ayudarlas. El irritado Darío pudo dominar la revuelta, y determinó, además, castigar a Atenas por su injerencia, sin que mediase provocación alguna, en los asuntos internos persas.

En el 490 a. C., Darío envió una fuerza expedicionaria persa relativamente pequeña contra Atenas, donde, ante la sorpresa del mundo, fue derrotado por un ejército de atenienses incluso menor que el suyo, en la batalla de Maratón. Darío, más furioso aún, comenzó a planear una expedición de mayor envergadura.

Los egipcios habían estado observando cuidadosamente el curso de los acontecimientos. Las ciudades griegas del Asia Menor habían osado rebelarse contra el coloso persa. Ciertamente, habían sido aplastadas, pero posteriormente los atenienses habían resistido también a los persas y habían resultado victoriosos. Sin duda, las energías persas se consumirían completamente en vengar este insulto; y en cualquier caso, Darío era demasiado viejo y estaba demasiado enfermo como para multiplicarse en otras direcciones. Era la oportunidad esperada por Egipto.

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