Los egipcios (19 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Los egipcios
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De ahí que Egipto se rebelara como consecuencia de la batalla de Maratón; y al principio todo fue bien. En el 486 a. C. murió Darío, y había muchas razones para pensar que en la confusión de los primeros años de reinado del nuevo rey podría obtenerse de nuevo la independencia de Egipto.

El trono persa fue ocupado por Jerjes, hijo de Darío, que se vio enfrentado sin más con Atenas y con Egipto. Tenía que elegir. Había heredado de su padre los grandiosos deseos de venganza contra Atenas, pero Atenas era una pequeña ciudad, mientras que Egipto era una provincia grande, próspera y populosa. No había duda de que era más acertado ocuparse antes de Egipto.

Así pues, los planes de invasión de Grecia se suspendieron, y todo el poderío persa se volcó contra el infortunado Egipto, que fue derrotado y sometido de nuevo; pero esto llevó tres años a los persas, lo que significó una prolongada demora de los planes de Jerjes para invadir Grecia. La tregua de tres años fue bien aprovechada por los atenienses, que mejoraron y ampliaron notablemente su flota. Y fue esta flota la que permitió a los griegos derrotar a los persas en Salamina, en el 480 a. C, y romper el espinazo a los invasores.

El mundo actual, que hace derivar gran parte de su cultura de la antigua Grecia, encuentra en la victoria de la débil Grecia sobre la gigantesca Persia la repetición de una de esas maravillosas historias, de la que nunca nos cansaremos, en que los protagonistas son David y Goliat. La sorpresa y satisfacción que provocó la salvación de Grecia ha perdurado de generación en generación a lo largo de veinticinco siglos, pero aun así, y sin restarle mérito a la hazaña griega, es justo que puntualicemos que sin la desafortunada revuelta egipcia, la victoria griega no habría tenido lugar.

Egipto, que en varias ocasiones había empujado a sus pequeños vecinos a sacrificarse por el interés egipcio, en esta ocasión (por supuesto contra su voluntad y sin intención) se sacrificó por la causa griega. Nunca en su historia, quizá, prestó un servicio tan grande al género humano.

Pero con el sojuzgamiento de la rebelión, Egipto tampoco fue pacificado. Su pueblo, incitado por los sacerdotes, siempre estuvo presto a rebelarse. El momento crucial podría llegar con el fin del reinado persa, pues entonces existiría la posibilidad de que una reñida sucesión y una guerra civil no dejase tiempo a Persia para atender rebeliones lejanas. O, mejor aún, tal vez el nuevo monarca fuese un hombre débil sin interés por largas y fatigosas campañas para hacer volver al redil a las provincias lejanas.

Así pues, la muerte de Jerjes en el 464 a. C. marcó la señal para una nueva rebelión. Los elementos dirigentes fueron esta vez las tribus nómadas del desierto libio, que seguía siendo relativamente libres aunque estuviesen nominalmente bajo dominio persa. Uno de sus líderes, Inaros, llevó a sus fuerzas al Delta, donde se le unieron, de buen grado, multitud de egipcios. El virrey persa, hermano del difunto Jerjes, fue muerto durante una dura batalla, y Egipto pareció alcanzar de nuevo la independencia.

La posición egipcia parecía tanto más segura cuanto que Persia no carecía de problemas. Atenas, desde los días de Salamina, había mantenido una guerra continua contra Persia, lanzando constantes picotazos contra los límites del imperio. Tales acciones de los atenieneses no ponían en peligro, naturalmente, el núcleo del poder persa, pero mantenían a los persas demasiado ocupados como para emplear a todas sus fuerzas contra Egipto.

Además, a las primeras noticias de una revuelta egipcia, los barcos atenienses vinieron en ayuda de los rebeldes, desembarcando una fuerza expedicionaria.

Sin embargo, por desgracia para Egipto, el nuevo monarca persa resultó no ser un hombre débil. Se trató de Artajerjes I, hijo de Jerjes. Este envió una poderosa fuerza contra Egipto, que logró someter a los rebeldes, confinándolos a una isla del Delta. Aquí los rebeldes resultaron inexpugnables mientras los barcos atenieneses estuvieron con ellos, pero Artajerjes se las arregló para desviar el brazo de Nilo en el que se encontraba la isla, dejando a las barcas varadas e inutilizables. Acabaron siendo destruidos. Un segundo contingente de navíos atenienses resultó destruido en un cincuenta por ciento antes de que alcanzara el escenario de la lucha.

La rebelión fue dominada en el 455 a. C., la mayor parte de las fuerzas griegas fue aniquilada e Inaros capturado y ejecutado.

Todo este asunto representó un desastre de gran magnitud para Atenas, pero apenas se lo ha mencionado en la historia, en parte porque aconteció en plena “Edad de Oro” ateniense (en cierto sentido, la más importante de las “edades de oro” que el mundo haya visto nunca), y los sombríos colores de la derrota de Egipto se han diluido en la gloria de lo que estaba aconteciendo en una ciudad que estaba edificando el Partenón, escribiendo las tragedias más importantes del mundo, esculpiendo sus mejores estatuas y creando su más grande filosofía.

Con todo, la derrota ateniense trastocó su política exterior, desanimó a sus amigos, alentó a sus enemigos y ayudó a preparar el terreno para el desastre que habría de sepultarla medio siglo más tarde. Si la primera revuelta egipcia contra los persas había salvado a Atenas, la segunda contribuyó a arruinarla.

El último nativo

Egipto esperó de nuevo. Dos nuevos reyes persas surgieron y desaparecieron. Y, en el 404 a. C, el segundo de ellos, Darío II, murió. Esta vez se planteó una reñida sucesión. El hijo menor de Darío dirigió un ejército, compuesto de gran parte por mercenarios griegos, contra su hermano mayor. Pero el hermano mayor venció, llegando a gobernar con el nombre de Artajerjes II. Y mientras esto ocurría, Egipto tuvo tiempo de rebelarse, y esta vez con éxito, alcanzando una vez más una precaria independencia.

La independencia se prolongó durante sesenta años, en gran medida gracias a la ayuda griega. Como consecuencia de esto, los mercenarios griegos fueron particularmente numerosos en esta época, debido a que dos ciudades griegas, Atenas y Esparta, habían librado una terrible guerra, entre el 431 y el 404 a. C., en la que, finalmente, Esparta había resultado vencedora, estableciendo brevemente su supremacía sobre Grecia. El fin de la guerra había dejado sin empleo a gran número de soldados que no tenían gran cosa que hacer en una Grecia agotada y asolada por la larga contienda. Por consiguiente, se alquilaban de buen grado a egipcios o a persas.

En este último período de independencia gobernaron brevemente Egipto tres dinastías nativas. Fueron las Dinastías XXVIII, XXIX y XXX. Todas ellas esperaban un momento crucial, en el que Persia se sintiera lo bastante fuerte como para volver contra Egipto. Hacia el 379 a. C., cuando la Dinastía XXX llegó al poder, la invasión persa parecía inminente.

El primer rey de la Dinastía XXX fue Nectanebo I, que inmediatamente procedió a reforzar su posición obteniendo lo mejor que pudo encontrar en cuestión de mercenarios griegos. Contrató a Cabrias, general ateniense que contaba con un alentador currículum de victorias. Cabrias aceptó el cargo sin permiso de Atenas (que, por aquel entonces, no deseaba ofender a Persia). Reorganizó el ejército egipcio y lo instruyó en las tácticas modernas, convirtiendo al Delta en un campamento poderosamente defendido. Mientras tanto, los persas estaban reuniendo sus fuerzas en las fronteras.

Artajerjes vaciló, antes de atacar, al tener frente a él a Cabrias. Por lo que presionó con éxito sobre Atenas para que llamase al general. Cabrias fue obligado a abandonar Egipto, pero había hecho un buen trabajo. Cuando los persas atacaron se encontraron con tan firme resistencia que hubieron de retirarse, dejando libre a Egipto, Nectanebo I murió en el 360 a. C. siendo gobernante de una nación independiente y bastante próspera.

A Nectanebo le sucedió Teos, que tuvo que enfrentarse todavía al problema persa. Por aquel entonces, empero, la situación en Grecia había variado sorprendentemente. Esparta había sido derrotada por la ciudad griega de Tebas, y tras algunos siglos de hazañas militares, había sido reducida a la impotencia. En ese momento uno de sus dos reyes era Agesilao, uno de los mejores generales de la Grecia de entonces; con todo, no pudo salvar a Esparta. Tan desesperada era la situación de Esparta, que Agesilao, que en su juventud había dominado a Grecia y que incluso había dirigido una fuerza expedicionaria al Asia Menor para luchar, victoriosamente, contra el Imperio persa, se vio obligado a vender su talento, en un esfuerzo por obtener dinero con el que continuar luchando en defensa de la derrotada Esparta.

El orgulloso rey espartano se vio constreñido a servir como mercenario a cambio de una paga. Contratado por Teos, desembarcó en Egipto con un contingente de espartanos. Pero Teos se llevó un desengaño ante la presencia de este anciano (por aquel entonces Agesilao contaba unos ochenta años) marchito, débil y cojo. Teos se negó a ceder al viejo héroe el control total de las fuerzas armadas egipcias, y le obligó a mandar tan sólo a los mercenarios. Entre tanto Cabrias había vuelto y se había puesto al frente de la flota egipcia.

Teos se sentía ahora suficiente fuerte como para tomar la ofensiva contra Persia, que estaba decayendo progresivamente. En varias ocasiones tropas griegas se habían internado a su gusto en el país, y Artajerjes II, que estaba llegando al final de un reinado de cerca de medio siglo, estaba envejecido y se había tornado indeciso. El gigante, al parecer, se tambaleaba.

Así pues, las fuerzas egipcias penetraron en Siria. Pero había demasiados cocineros para un solo pastel. Pronto estalló la disensión entre atenienses, espartanos y egipcios, y el proyecto abortó. Además, por si fuera poco, uno de los parientes de Teos reclamó el trono, y cuando Teos ordenó a Agesilao que lo liquidase, el anciano espartano se negó acremente: él había venido a luchar contra los enemigos de Egipto, no contra los egipcios.

Teos se vio obligado a huir junto a los persas, y el nuevo pretendiente ocupó el trono de Egipto con el nombre de Nectanebo II. Agesilao había tenido ya bastante y decidió volver a Esparta, pero murió en Cirene en el viaje de regreso.

En el 358 a. C. Artajerjes II murió por fin; heredó el trono su hijo Artajerjes III, con el que Persia mostró un vigor inesperado.

Artajerjes III preparó su primer ataque contra Egipto en el 351 a. C., pero fue rechazado por los egipcios gracias también a su vanguardia compuesta por mercenarios griegos. Durante tres siglos los egipcios había utilizado a los griegos contra sus enemigos, pero esta era la última vez que iban a hacerlo con tanto éxito (cuando los griegos volvieron, lo hicieron como amos, no como servidores).

El monarca persa tuvo que posponer su segundo ataque a causa de las revueltas de Siria y de las continuas incursiones de los piratas griegos. Le costó mucho reprimir a los revoltosos y restablecer la paz. En el 340 a. C. marchó contra Egipto de nuevo, esta vez encabezando él mismo el ejército.

En gran parte, se trató de una lucha de griegos contra griegos, pues hubo mercenarios por ambos lados. Tras una dura batalla, los griegos del lado persa resultaron vencedores sobre los griegos del lado egipcio, en la batalla de Pelusio. Cerca de dos siglos antes los persas mandados por Cambises habían ocupado todo Egipto tras una única batalla en ese mismo lugar, y ahora los persas dirigidos por Artajerjes III habían hecho lo mismo. Una vez penetrada la dura corteza de Pelusio no había nada detrás de ella que pudiese detener a los persas con eficacia.

Nectanebo II huyó a Napata, para acogerse a Nubia. Tuvo el triste honor de ser el último gobernante autóctono de todo Egipto, terminando con él una historia que había comenzado con Menes unos tres mil años antes.

Manetón, que escribió medio siglo después, finaliza la enumeración de las dinastías con Nectanebo II. Sin embargo, nosotros continuaremos.

Los macedonios

Artajerjes III restableció en Egipto el dominio persa, con gran crueldad. Pero tampoco Persia iba a durar mucho. Y en Grecia iban a tener lugar grandes y sorprendentes acontecimientos.

A lo largo de siglos las ciudades griegas habían luchado entre sí, y hacia el 350 a. C. aproximadamente la lucha había quedado en tablas. Ninguna ciudad era capaz de dominar a las restantes. Atenas, Esparta y Tebas lo habían intentado, en ese orden, pero habían fracasado completamente.

Algunos griegos comenzaban a pensar que las distintas ciudades se estaban arruinando mutuamente, y que sólo una guerra exterior —sólo una guerra combatida unitariamente, una “guerra santa”— contra el enemigo común, Persia, podía salvarlas.

Si esto era así, por fin, ¿quién iba a dirigir la cruzada? Por supuesto, el vencedor de la contienda entre las ciudades, pero no había tal vencedor, y parecía que nunca iba a haberlo.

Y no lo había, al menos entre las ciudades-Estado.

En el norte el Grecia, sin embargo, estaba Macedonia, pero los griegos lo despreciaban, por considerarlo semibárbaro. Es cierto que había tenido escasa importancia en los primeros tiempos de la historia griega. Durante el prolongado período en que las ciudades griegas lucharon contra Persia y derrotaron a sus ejércitos, Macedonia había permanecido bajo dominio persa e incluso había combatido del lado persa.

Sin embargo, en el 356 a. C., cuando Egipto daba sus últimas boqueadas como país independiente, accedió al trono de Macedonia un hombre poco frecuente. Este hombre, Filipo II, reorganizó el ejército macedonio e introdujo la “falange”, cuerpo dispuesto en orden cerrado formado por soldados armados con equipo pesado, que habían sido instruidos, gracias a un entrenamiento continuo, a manejar a la perfección largas lanzas, por lo que cada agrupación parecía un puerco espín en movimiento.

Poco a poco, por medio de sobornos, mentiras, y acciones militares cuando éstos fallaban, Filipo se hizo con el control del norte de Grecia. En el 338 a. C., en una batalla decisiva en Queronea, junto a la ciudad griega de Tebas, derrotó a los ejércitos aliados de Tebas y Atenas, obteniendo el dominio sobre toda Grecia.

Ahora podía iniciarse la gran guerra santa contra Persia, pues el líder esperado había surgido ya. Filipo II fue elegido para esta tarea por las sometidas ciudades griegas. Pero en el 336 a. C., precisamente cuando iba a dar comienzo a la invasión, y cuando los primeros contingentes estaban cruzando el mar hacia Asia Menor, Filipo fue asesinado, como consecuencia de disturbios internos.

Por un momento, todo el proyecto se tambaleó, entonces tomó cartas en el asunto el hijo de Filipo, Alejandro III, que tenía veinte años. Las tribus y ciudades dominadas por Filipo consideraron que el advenimiento de un sucesor de veinte años era una señal suficiente para rebelarse, pero no pudieron haber cometido mayor error, pues acertaríamos en suponer que Alejandro III fue, en algunos aspectos, el menos corriente de los hombres. Por una parte, nunca perdió una batalla, incluso bajo las más arduas y desmoralizantes condiciones; y por otra, parecía no necesitar más que un momento para tomar decisiones (decisiones correctas, si juzgamos por los resultados). Llegó a mandar sobre algunos entre los mejores generales jamás reunidos antes en un solo ejército, y no tuvo dificultades en dominarlos a todos (en esto último sólo es comparable a Napoleón).

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