Authors: Isaac Asimov
Pero la eterna discordia con los seleúcidas continuó en pie, exacerbada esta vez por problemas familiares.
Al término de la Primera Guerra Siria, Ptolomeo II había dado en matrimonio a su hija Berenice, hermana del joven príncipe que con el tiempo sería Ptolomeo III, a otro joven príncipe que con el tiempo iba a ser Antíoco II.
Antíoco II murió el mismo año que Ptolomeo II, por lo que Ptolomeo III, al subir al trono, esperaba ver al hijo de su hermana convertirse en el cuarto rey seleúcida. Sin embargo, Antíoco II había tenido anteriormente una esposa que aún vivía. Esta mujer asesinó a Berenice y a su hijo, y el hijo de esta primera esposa reinaría con el nombre de Seleúco II.
Esto fue causa suficiente de guerra para Ptolomeo III. Con el fin de vengar a su hermana, se dirigió contra las posesiones seleúcidas, en lo que fue la Tercera Guerra Siria. Llegó hasta Babilonia, ocupándola temporalmente. Ningún monarca egipcio, en toda la larga historia del país, se había aventurado tan lejos del Nilo, y esta campaña representa el momento culminante del poderío Ptolemaico. Por primera vez desde los tiempos de Ramsés II, mil años antes, Egipto volvía a ser la primera potencia del mundo.
Sin embargo, Ptolomeo III se dio cuenta de que esta incursión era en el fondo algo poco realista. En realidad, no pensó nunca que podría controlar indefinidamente el país que había ocupado temporalmente. Decidió retirarse voluntariamente, abandonando el núcleo del imperio seleúcida a los Seleúcidas, conservando solamente esas partes cercanas a Egipto que, según pensaba, podía controlar con ventaja.
Se trajo consigo algunas de las estatuas y objetos religiosos que habían sido llevados allí por Cambises tres siglos antes y volvió a colocarlos en su sitio. Los agradecidos egipcios le concedieron el sobrenombre de Evérgetes (“el benefactor”), y es así, como Ptolomeo III Evérgetes, como mejor se lo conoce en la Historia.
Hay una leyenda al respecto según la cual, durante la campaña de Ptolomeo contra los Seleúcidas, la reina, una princesa cirenaica llamada también Berenice, rezó para que volviese sano y salvo, y, para reforzar sus plegarias se cortó la cabellera y la ofreció a los dioses en un templo dedicado a Afrodita. Pero alguien robó la cabellera, y para consolarla, un astrónomo griego le dijo que había sido llevaba al cielo por los dioses, y señaló algunas débiles estrellas que, afirmaba, eran su cabello. Se dice aún que estas estrellas representan la constelación de “Coma Berenices”, o “Cabellera de Berenice”.
El vigor bélico de Ptolomeo se extendió asimismo en otras direcciones: avanzó hacia el sur y penetró en Nubia, como ya habían hecho en alguna ocasión los faraones en tiempos que, ya para aquel entonces, eran muy remotos.
Pero Ptolomeo III tampoco descuidó las actividades pacíficas. Continuó ayudando al Museo con todo el entusiasmo que había caracterizado a su padre y a su abuelo. Durante su reinado la Biblioteca alcanzó quizá los 400.000 volúmenes y ordenó que todos los viajeros que llegasen a Alejandría prestasen sus libros para que fuesen copiados. Ciertamente, todos los Ptolomeos, incluso los peores, fueron entusiastas protectores de las artes.
Ptolomeo III continuó con la política de favorecer a los judíos. Les concedió la plena ciudadanía alejandrina, sobre bases iguales a las de los griegos (en una época en que esto se denegaba incluso a los egipcios nativos). De hecho, a su vuelta de la campaña contra los Seleúcidas, Ptolomeo III, en el curso de un estudiado programa de acción de gracias hacia todos los dioses de los pueblos sobre los que gobernaba, hizo sacrificios, de manera adecuada, en el Templo de Jerusalén.
Cuando Ptolomeo III murió, en el 221 a. C., Egipto había gozado de 111 años de gobierno prudente y beneficioso, desde el momento en que Alejandro Magno había aparecido por primera vez en Pelusio. Lo que constituía un récord que difícilmente podía tener parangón en cualquier época anterior en la que reinaron nativos. Sucesivamente, Alejandro, Cleomenes y tres Ptolomeos habían salvaguardado la seguridad, prosperidad y paz interna de Egipto.
Pero ahora, los grandes días estaban llegando a su fin una vez más.
Sucesor de Ptolomeo III fue Ptolomeo IV, hijo mayor del gran Evérgetes, el cual se proclamó enseguida a sí mismo Filópater, “el que ama a su padre”. Como el primer acto de su reinado consistió en ejecutar a su madre (la Berenice cuya cabellera se recuerda en los cielos) y a su hermana, el hecho de que adoptase el sobrenombre mencionado tiene un sentido cínico, que oculta una completa carencia de amor familiar.
Sin embargo, quizá no fue así. Al faltar documentos completos como los que tenemos de otros acontecimientos históricos, tenemos que basarnos en ocasiones en habladurías, y la habladuría más proclive a sobrevivir es siempre la más interesante; es decir, la más chocante.
El nuevo Ptolomeo fue, según parece, un monarca débil, amante del lujo, que dejó el gobierno en manos de sus ministros y favoritos. Esto fue especialmente nefasto para Egipto, pues en el imperio seleúcida acababa de subir al trono, en el 223 a. C., un monarca vigoroso y ambicioso: Antíoco III, hijo menor de Seleúco II.
Decidido a hacer pagar las derrotas sufridas por su padre a manos de Ptolomeo III, Antíoco III atacó a Egipto, en la Cuarta Guerra Siria, casi inmediatamente después de la muerte del gran Ptolomeo. En un primer momento Antíoco III llevó la iniciativa, pero en el 217 a. C. se enfrentó al grueso del ejército, con el propio Ptolomeo IV a la cabeza, en Rafia, junto a la frontera egipcia. Ambos bandos poseían elefantes Antíoco tenía elefantes asiáticos, y Ptolomeo, africanos, más grandes pero menos dóciles. Esta fue la única batalla en que se enfrentaron ambas especies. Los elefantes asiáticos resultaron victoriosos, pero el ejército asiático fue derrotado. El ejército egipcio consiguió una aplastante victoria, y durante algún tiempo pareció que continuaba la suerte de los Ptolomeos.
Sin embargo, presionado por el avance seleúcida, el Gobierno egipcio había permitido que se armase a los propios egipcios nativos. Esta fue una decisión equivocada. El dominio ptolemaico no era ya lo que había si en tiempos pasados, y los soldados egipcios comenzaron a permitirse rebeliones ocasionales, aunque ninguna revistiera especial gravedad.
Ptolomeo IV y sus ministros trataron de mantener la situación. Mientras vivió Ptolomeo IV, Egipto continuó bajo control, y Antíoco III prefirió ocuparse de otros lugares.
Ptolomeo IV tenía una afición poco usual. Le gustaba construir barcos inmensos, demasiado grandes como para ser de alguna utilidad, por su incomodidad y falta de maniobrabilidad. El mayor barco que poseía tenía 420 pies de longitud y 57 de anchura. Contaba con cuarenta bancos de remos, con una verdadera ciudad de cuatro mil hombres que manejaban los cuatro mil remos. Debía de parecer un gigantesco superciempiés. Por supuesto, sólo servía para enseñarlo, pues habría ido al encuentro de un desastre inmediato en caso de guerra.
El reinado de Ptolomeo IV fue testigo también de un triste incidente, que señaló la decadencia griega.
Desde la época de Filipo II de Macedonia las ciudades griegas habían estado dominadas por este reino septentrional. Los intentos de las ciudades griegas para liberarse individualmente, fracasaron siempre. Cuando intentaron formar “ligas”, éstas acabaron luchando entre sí, e invariablemente los vencidos se volvían hacia Macedonia.
En el 236 a. C., cuando Ptolomeo III ocupaba aún el trono de Egipto, un rey reformador, Cleomenes III, accedió al poder en Esparta, y soñó con volver a hacer de la ciudad lo que había sido antaño, un siglo y medio antes, en los días en que era la potencia dirigente de Grecia. La Liga Aquea (una unión de ciudades situadas al norte de Esparta) luchó contra Cleomenes, y cuando fue derrotada por éste, buscaron ayuda en Macedonia, perdiendo así la última oportunidad de independencia para Grecia. En el 222 a. C. los macedonios aplastaron a Cleomenes y a sus espartanos. El rey y algunos otros pudieron escapar a Egipto.
Ptolomeo III los acogió amablemente, quizá porque los consideraba instrumentos útiles en caso de guerra contra Macedonia. Sin embargo, cuando Ptolomeo IV llegó al trono, vio en Cleomenes tan sólo una carga, y lo colocó bajo un virtual arresto domiciliario en Alejandría.
Cleomenes, irritado por lo que no era evidentemente más que un encarcelamiento, aprovechó una ocasión, en el 220 a. C, cuando Ptolomeo IV estaba ausente de Alejandría, y se escapó. A continuación trató de levantar a los griegos de Alejandría contra Ptolomeo y empujarlos a que establecieran un gobierno libre según el viejo estilo griego. Pero las masas sólo se asombraron ante este tipo singular que vociferaba cosas incoherentes, pues ya no sabían lo que significaba la libertad. Cleomenes nació fuera de su época, al final se dio cuenta de ello y se suicidó.
Ptolomeo IV murió en el 203 a. C. Por primera vez los Ptolomeos carecían de un heredero adulto. El príncipe que le sucedió era un niño de cinco años, Ptolomeo V, que fue llamado Ptolomeo Epifanes, o “manifestación de Dios”, aunque el pobre niño era cualquier cosa menos eso. El Gobierno egipcio quedó paralizado por las disputas entre los funcionarios por el poder, y los nativos aprovecharon la ocasión para rebelarse.
Por si esto fuera poco, Antíoco III se dio cuenta inmediatamente de que había llegado su oportunidad. Desde la batalla de Rafia había estado ocupado en varias campañas en las regiones orientales de lo que en otro tiempo fuera el imperio persa, regiones conquistadas por Alejandro y heredadas por Seleúco I. Hacía poco tiempo que habían recuperado la independencia, pero ahora Antíoco III las había obligado a someterse de nuevo, y su imperio, al menos sobre el papel, era inmenso. Decidió hacerse llamar Antíoco el Grande.
Cuando Ptolomeo IV murió y el nuevo faraón resultó ser un niño de cinco años, Antíoco entró en tratos inmediatamente con Filipo V, que entonces reinaba en Macedonia. Se aliarían contra Egipto, vencerían fácilmente y se repartirían el botín. Filipo se adhirió codiciosamente a este plan y en el 201 a. C. dio comienzo la Quinta Guerra Siria.
Había, sin embargo, un factor con el que ambos reyes no habían contado, un país que se encontraba a Occidente: Roma.
En la época de Ptolomeo II, medio siglo antes, Roma había iniciado una terrible guerra contra Cartago, que se había prolongado, con algunas pausas, hasta entonces. En verdad, en un determinado momento, en el 216 a. C, pareció que Roma podía ser derrotada, cuando el general cartaginés Aníbal (uno de los pocos generales que podía haber competido incluso con Alejandro) invadió Italia y aplastó a los romanos con tres formidables victorias.
Sin embargo, Roma se recuperó, en el resurgimiento más impresionante de toda su historia, y en el 201 a. C., cuando Antíoco y Filipo preparaban su alianza para atacar a Egipto, Cartago acabó siendo derrotada y Roma alcanzó la supremacía en todo el Mediterráneo occidental.
El Gobierno egipcio, abocado a una total ruina a manos de sus enemigos aliados, y acordándose del viejo tratado con Roma, al que siempre había sido fiel, pidió ayuda a los romanos.
Y Roma estaba más que dispuesta. Después de todo, en los tristes días de las victorias de Aníbal, Ptolomeo IV de Egipto había enviado grano a Roma, mientras que Filipo V de Macedonia había firmado un tratado de alianza con el cartaginés. Roma no tenía intención de pagar la enemistad de Filipo con amable indulgencia. Sobre la marcha entró en guerra contra Macedonia, y Filipo V, que acababa de comenzar a desempeñar su papel en el despedazamiento de Egipto, se encontró con que tenía que enfrentarse a Roma.
Pero Antíoco III continuó adelante, de todos modos. Podía entendérselas con Egipto por sí solo, mientras Macedonia neutralizaba a Roma. Estando sólo él en Egipto, podría hacer mucho más en su propio beneficio. No le preocupaba demasiado Roma. Si él era Antíoco el Grande, conquistador de vastos territorios, ¿por qué preocuparse por unos bárbaros occidentales?
Por ello continuó la guerra, y, de hecho, en el 195 a. C. había vencido ya a los ejércitos egipcios. Inmediatamente después Antíoco se anexionó toda Siria, incluida Judea, que de este modo, tras experimentar durante un siglo y cuarto la moderada dominación ptolemaica, se encontró bajo lo que iba a ser una mucho más dura dominación seleúcida.
Pero quedaban los romanos. Estos habían derrotado a Macedonia, aunque con algunas dificultades, y Filipo V se había retirado a un cerrado y sombrío aislamiento. Las pequeñas naciones del Asia Menor occidental, dominadas por Macedonia, que siempre habían temido el poderío seleúcida en el este (especialmente bajo el ambicioso Antíoco III), se apresuraron a ponerse bajo la protección de Roma. Todo empujaba a Roma a actuar contra Antíoco, que había hecho suyas las posesiones egipcias del Asia Menor.
Los romanos conminaron a Antíoco III a abandonar el Asia Menor, pero éste no les prestó atención. Aníbal el general cartaginés, que estaba exiliado en su corte, apremiaba a Antíoco para que le entregase un ejército con el que invadir Italia una vez más. Sin embargo, Antíoco estimaba que se podía cuidar de Roma sin grandes problemas. Llevó un ejército a Grecia y perdió el tiempo en naderías.
Los romanos marcharon sobre Grecia y golpearon duramente a Antíoco. Volviendo a la realidad, el monarca seleúcida retrocedió hacia Asia Menor, adonde lo siguieron, impasibles, los romanos, y donde lo batieron con dureza aún mayor. Antíoco III había chocado con la realidad de la vida. Firmó una paz desventajosa, y salió de Asia Menor.