Los egipcios (25 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Los egipcios
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Quedaba Cleopatra. Aún poseía su belleza y encanto, y esperaba utilizarlos con Octavio como había hecho con César y Marco Antonio. Contaba entonces 39 años, pero quizá su aspecto fuese aún muy juvenil.

Octavio era seis años menor que ella, pero éste no era el problema. El problema era que Octavio tenía en su mente un objetivo muy definido: realizar las reformas en Roma, reorganizar el poder, y establecerlo tan firmemente que pudiese durar siglos (cosas todas ellas que hizo).

Si quería alcanzar sus objetivos no podía ir dando rodeos, y mucho menos el fatal rodeo de Cleopatra. Su entrevista con la fascinante reina dejó bastante claro que era un hombre completamente inmune a ella. Octavio le habló con dulzura, pero Cleopatra sabía que hacía esto tan sólo para mantenerla tranquila hasta que pudiese apresarla y llevarla a Roma para caminar encadenada tras su carro triunfal.

Sólo había un camino para escapar a esta postrera humillación, el suicidio. La reina aparentó una completa sumisión, mientras hacía sus planes. El perspicaz Octavio previo esta posibilidad y retiró todos los objetos cortantes y punzantes y otros instrumentos peligrosos de los aposentos de Cleopatra. Sin embargo, cuando los mensajeros romanos llegaron hasta ella para obligarla a que los acompañase, la hallaron muerta.

De alguna forma, había conseguido suicidarse y dejar a Octavio chasqueado, y sin poder gozar de su victorioso final. Cómo lo hizo, nadie lo sabe, pero la tradición cuenta que utilizó una serpiente venenosa (un áspid) que le llevaron en una cesta de higos, y éste es quizá el incidente más dramático y mejor conocido de toda su encantadora carrera. Egipto se convirtió en provincia romana y llegó a ser, en la práctica, propiedad personal de Octavio, que procedió asimismo a proclamar lo que hoy conocemos como Imperio Romano. Y se coronó primer emperador con el nombre de Augusto.

Así llegó a su fin la dinastía de los Ptolomeos, que había gobernado Egipto durante tres siglos, desde los tiempos en que Ptolomeo I Sóter llegó al país después de la muerte de Alejandro Magno.

Y, sin embargo, con Cleopatra no termina del todo la dinastía de los Ptolomeos. Ciertamente, Octavio ordenó fríamente que los jóvenes hijos de Cleopatra, Cesarión y Alejandro Helios, fueran ejecutados con el fin de que no sirviesen de núcleo alrededor del cual pudieran agruparse rebeldes, pero aún quedaba Cleopatra Selene, la hija de Marco Antonio y Cleopatra.

Octavio no consideró necesario ejecutar a una niña de diez años, por lo que decidió casarla en algún lejano rincón del mundo, donde nunca pudiera representar un peligro. Sus ojos se fijaron en Juba, hijo de un rey de Numidia (país que se hallaba donde hoy está Argelia). El padre de Juba, que también se llamaba Juba, había combatido contra Julio César, había sido vencido y se había suicidado. Su joven hijo había sido conducido a Roma, donde había gozado de una excelente educación y se había convertido en un estudioso. Era un ser totalmente espiritual y nada inclinado a lo militar -era sólo un intelectual pedante.

Juba fue el hombre que los agudos ojos de Octavio juzgaron idóneo como tumba viviente para la hija de Cleopatra. Cleopatra Selene fue casada con él y, con el nombre de Juba II, fue instalado en el trono de Numidia que había pertenecido a su padre. Pocos años después Augusto (como ahora se hacía llamar Octavio) decidió que sería deseable anexionar Numidia como provincia romana, por lo que Juba y su esposa fueron trasladados hacia el oeste, a Mauritania (el moderno Marruecos), donde continuaron gobernando pacíficamente como títeres de los romanos.

Además tuvieron un hijo, a quien, por orgullo de sus antepasados, llamaron Ptolomeo y que es conocido en la Historia como Ptolomeo el Mauritano. Nieto de Cleopatra, éste subió al trono en el 18 d. C.
[5]
, cuatro años después de la muerte de Augusto, reinando pacíficamente durante veintidós años.

En el 41 Roma se encontró bajo gobierno de su tercer emperador, Calígula, bisnieto, por el lado materno, de Augusto. Comenzó bien su gobierno, pero sufrió una grave enfermedad que, al parecer, le afectó al cerebro, volviéndose loco. Sus despilfarras crecieron desmesuradamente y se halló ante una terrible necesidad de dinero. Resultó que Ptolomeo el Mauritano poseía un rico tesoro que había ido acumulando cuidadosamente. Calígula lo mandó llamar a Roma con un pretexto cualquiera y lo ejecutó. Mauritania se convirtió en provincia romana, y el tesoro mauritano pasó a manos del emperador. Así acabó el último monarca ptolemaico, nieto de Cleopatra, setenta años después de que ésta se suicidara.

Sin embargo, lo que es bastante extraño, un Ptolomeo especialmente famoso estaba aún por llegar. Un siglo después de la muerte de Ptolomeo de Mauritania, un gran astrónomo trabajaba en Egipto. Firmaba sus obras con el nombre de Claudio Ptolomeo y se lo conoce como Ptolomeo.

No sabemos casi nada de él, ni dónde nació, ni cuándo murió, ni dónde trabajaba, ni siquiera si era griego o egipcio. Todo lo que tenemos de él son sus libros de astronomía, y como éstos pertenecen por entero a la tradición griega, es perfectamente posible que fuera de origen griego.

Por supuesto, no tuvo ninguna relación con los Ptolomeos reales. En realidad, debió de llamarse así por su lugar de nacimiento que, según la escasa información que tenemos de escritores griegos posteriores, pudo haber sido la ciudad de Ptolemais de Hermio, una de esas pobladas, en tiempos de los romanos, por griegos.

Ptolomeo, el astrónomo, recopiló en sus libros la obra de los astrónomos griegos precedentes y preparó, de forma muy adecuada, la teoría de la estructura del universo que sitúa a la Tierra en el centro y al resto del Universo -el sol, la luna, las estrellas y los planetas- en órbita a su alrededor.

Este es el “sistema ptolemaico”, y la expresión es conocida hoy en día aún por quienes nada saben de los monarcas Ptolomeos -exceptuando, quizá, lo que se refiere a Cleopatra.

12. El Egipto romano
Los romanos

La transformación del reino ptolemaico en provincia romana no representó un trastorno tan grande como pudiera imaginarse. Es cierto que ahora el gobernante de Egipto residía en Roma y no en Alejandría, pero para el campesino egipcio esto carecía de importancia. Roma no era más extranjera de lo que había sido Alejandría, y el emperador romano no estaba más distante de lo que pudo haber estado un faraón o un Ptolomeo.

No hay duda de que Augusto y los emperadores que le sucedieron consideraron a Egipto como una propiedad personal, que podía ser saqueada a voluntad, pero Egipto estaba acostumbrado a ello. En su día había sido propiedad personal de los faraones y últimamente de los Ptolomeos, y así las cosas seguían siendo como habían sido siempre. Si los romanos exigían un alto tributo en materia de impuestos, también lo habían hecho los últimos Ptolomeos, y bajo los romanos (al menos al principio), la eficiencia del gobierno hacía que los impuestos fueran más fáciles de pagar.

Desde el punto de vista de la prosperidad material, Egipto salió muy beneficiado. Bajo los últimos Ptolomeos el reino había declinado, pero ahora la vigorosa administración romana puso las cosas en orden. El intrincado sistema de canales, del que dependía toda la economía agrícola, fue remozado completamente. Asimismo, los romanos construyeron caminos y cisternas, y restablecieron el comercio por el mar Rojo. Probablemente, la población egipcia ascendía a siete millones, muy por encima del nivel alcanzado en el apogeo imperial del pasado.

Tampoco se dejó que languideciese la vida intelectual. La Biblioteca y el Museo de Alejandría continuaron existiendo bajo un patrocinio gubernamental no menos generoso que el de antaño. No tenía ninguna importancia que el sacerdote que regentaba la institución fuese designado ahora por un emperador romano en vez de serlo por un Ptolomeo macedonio. Alejandría siguió siendo la mayor ciudad del mundo griego, superada sólo por Roma en tamaño, y por ninguna en riqueza y cultura.

Por otro lado, y por razones políticas, Roma permitió a los egipcios que conservaran plena libertad religiosa, y los virreyes romanos que residían en la provincia, rendían culto, aunque de forma puramente nominal, a las creencias nativas. Esto era más satisfactorio para los campesinos egipcios que cualquier otra cosa.

Su religión nunca prosperó tanto como bajo los primeros tiempos del dominio romano, nunca se construyeron y enriquecieron tanto los templos. La cultura egipcia continuó sin interrupciones, y los griegos siguieron confinándose en Alejandría y en otras pocas ciudades, mientras que la presencia romana se encarnaba principalmente en la omnipresente figura del recaudador de impuestos.

Sobre todo, Egipto gozó bajo los romanos, durante siglos, de una profunda paz. Todo el mundo mediterráneo participaba de la felicidad de la Pax Romana o «paz romana», pero en ningún lugar fue tan profunda, tan duradera, o menos violada que en Egipto. Hubo, es cierto, escaseces y plagas, ocasionalmente, y de cuando en cuando, escaramuzas entre ejércitos opuestos, por disputas acerca de la sucesión imperial, pero desde una perspectiva general pueden considerarse sin importancia.

El propio Augusto inauguró la paz romana como una cuestión de política establecida. Se preocupó de expandir el imperio por el norte, a costa de las tribus bárbaras del sur del Danubio y del este del Elba, pero esto era simplemente, en realidad, sólo un intento de conseguir fronteras fácilmente defendibles, tras las que el imperio pudiera existir cómodamente. Pues en las porciones civilizadas del imperio que poseían ya fronteras aceptables, no debía haber guerra.

Así, poco después de la ocupación romana de Egipto, el virrey romano Cayo Petronio pensó que sería buena idea revigorizar las costumbres del imperialismo faraónico. De este modo, pensó en invadir Nubia, lo que hizo en el 25 d. C. Y lo que es más, obtuvo algunas victorias. Pero Augusto lo destituyó. Nada había en Nubia que Roma necesitara tanto como la paz. Con todo, la expedición fomentó el comercio, y lo mismo hizo otra expedición a través del mar Rojo hacia el sudoeste de Arabia. Todo ello, bajo un emperador guerrero, podía haber conducido a la guerra y a intentos de anexión, pero Augusto prohibió firmemente cualquier acción en este sentido.

Durante casi medio siglo apenas llegó a Egipto un leve rumor del mundo exterior. El país pudo dormir al sol.

En el 69 se produjo un susto momentáneo. Nerón, quinto emperador romano, se había suicidado después de que varios contingentes del ejército se sublevaran contra él. No vivía ya nadie de la estirpe de Augusto que pudiese aspirar al trono. Y desde distintos confines del imperio comenzaron a llegar a Roma los generales romanos, llenos de ansiedad ante la magnífica presa.

Las gentes contuvieron sin duda el aliento. Esto podía significar una larga guerra civil, con la consiguiente devastación de las provincias por los ejércitos contendientes.

Podía incluso significar el desmembramiento del imperio y la vuelta al caos que siguió a la partición del imperio de Alejandro Magno.

Afortunadamente, el asunto se arregló rápidamente. Vespasiano, general romano que había liquidado una rebelión en oriente, llevó su ejército a Egipto, obteniendo así el control de los abastecimientos de trigo de Roma. (Durante los primeros siglos del imperio, Egipto fue el granero de Roma). Esto le aseguró la posesión del trono tras unas cuantas escaramuzas.

Egipto tuvo suerte. No había sufrido ningún daño, y el ejército de Vespasiano había pasado por el país sin causar ningún perjuicio digno de ser mencionado.

El siglo II se inició con una dinastía de emperadores particularmente ilustrados. Uno de ellos, Adriano, pasó gran parte de su reinado como una especie de viajero real, visitando las distintas provincias del imperio. En el 130 visitó Egipto, siendo sin duda el turista más distinguido que había recibido este antiguo país desde el desembarco de Pompeyo, Julio César, Marco Antonio y Octavio siglo y medio antes (y
éstos
habían ido allí por razones de trabajo).

Adriano viajó por el Nilo y apreció halagüeñamente todo lo que vio. Visitó las pirámides y las ruinas de Tebas. En Tebas se detuvo para oír al cantante Memnón (véase pág. 49). No quedaba mucho tiempo para seguir haciéndolo: algunas décadas después de la visita de Adriano la necesidad de restaurar la estatua era ya apremiante. Se le añadió obra de mampostería, y esto malogró el dispositivo que producía el sonido. El cantante Memnón nunca más volvió a cantar.

Una nota triste de la visita de Adriano fue la de un joven, compañero leal y amado del emperador, llamado Antínoo: se ahogó en el Nilo (algunos sugieren que se suicidó). Adriano experimentó un tremendo dolor por la muerte del joven, e incluso fundó una ciudad en su honor (Antinoópolis), en el lugar en que se ahogó. El hecho inspiró la imaginación romántica de los artistas, y se ejecutaron numerosas pinturas y esculturas del favorito muerto.

Los judíos

El acontecimiento más violento ocurrido en Egipto durante los dos primeros siglos del Imperio Romano tiene que ver con la suerte de sus judíos.

Bajo los Ptolomeos los judíos habían gozado de gran prosperidad, se les había concedido libertad de culto y habían sido tratados como iguales a los griegos. Nunca hasta los tiempos actuales los judíos fueron tan bien tratados como minoría en un país extranjero (con la posible excepción de la España islámica del Medievo). Y, a su vez, contribuyeron a la prosperidad y cultura de Egipto.

Por ejemplo, uno de los principales filósofos de Alejandría fue Filón el Judío. Nació en el 30 d. C, año en que se suicidó Cleopatra, o quizá pocos años después. Se le educó concienzudamente en la cultura judía, pero también en la griega, por lo que estaba preparado para hacer comprender el judaísmo al público griego del mundo clásico. Su línea de pensamiento estuvo tan próxima a la de Platón que, a veces, ha sido llamado el Platón judío.

Por desgracia, la situación fue empeorando para los judíos en tiempos de Filón. Algunos de éstos no se conformaban con la pérdida de independencia y esperaban constantemente la llegada de un rey inspirado por la divinidad, de «un ungido» (esta última palabra equivale a «Messiah» en hebreo, a «Jristés» en griego, a «Christus» latino y a «Cristo» en castellano). El Mesías los conduciría a la victoria sobre sus enemigos e instauraría un reino ideal, a cuya cabeza estaría él, cuya capital sería Jerusalén y que dominaría sobre todo el mundo. Este desenlace había sido pronosticado una y otra vez en las Escrituras judías, e impedía a muchos judíos asentarse en el mundo, tal como era. De hecho, algunos judíos se autoproclamaban mesías de vez en cuando, y nunca faltaron otros que aceptaran esta pretensión y provocasen alteraciones contra las autoridades romanas en Judea.

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