Los egipcios (27 page)

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Authors: Isaac Asimov

BOOK: Los egipcios
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El Conocimiento, el Saber, se encontraba abruptamente divorciado del universo —inalcanzable, incognoscible—. El universo ha sido creado por un dios inferior, un «demiurgo» (de la palabra griega que significa «el que trabaja por el pueblo» —un gobernante práctico, una especie de ser terrenal más que un dios divino por encima y más allá de la materia—). Debido a que la capacidad del demiurgo era limitada, el mundo se torcía hacia el mal, como todo, incluida la propia materia. El cuerpo humano era el mal, y el alma debía separarse de él y de la materia y del mundo, en su intento de volver al espíritu y al Conocimiento.

Algunos gnósticos se sintieron atraídos por el cristianismo, y viceversa. El dirigente más importante de esta corriente de pensamiento fue Marción, nacido en Asia Menor y supuesto hijo de un obispo cristiano.

Marción escribió durante los reinados de Trajano y de Adriano; sostenía que el Dios del Antiguo Testamento era el demiurgo —un ser malvado e inferior que había creado el universo—. Por otra parte, Jesús era el representante del verdadero Dios, del Conocimiento. Ya que Jesús no participó en lo creado por el demiurgo, era un espíritu puro y su forma humana y sus experiencias fueron tan sólo una deliberada ilusión asumida para cumplir sus propósitos.

Una versión gnóstica del cristianismo fue durante un tiempo bastante popular en Egipto, ya que se adecuaba muy bien al sentimiento antijudío existente en el país, pues hacía del dios judío un demonio, y de las escrituras algo inspirado por el demonio.

Con todo, el cristianismo gnóstico no duró mucho tiempo, pues la corriente principal del cristianismo se le oponía firmemente. La mayoría de los dirigentes cristianos aceptaron al Dios de los judíos y del Antiguo Testamento como el Dios del que hablaba Jesús en el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento fue aceptado como escritura inspirada y como introducción al Nuevo Testamento.

Sin embargo, aun cuando el gnosticismo desapareció, dejó tras de sí algunas oscuras huellas. En el cristianismo quedaron algunas ideas referentes al mal del mundo y del hombre, y con ellas, un sentimiento antijudío más fuerte que antes.

Por si fuera poco, los egipcios nunca abandonaron algún tipo de visión gnóstica respecto a Jesús. Consecuentemente, interpretaban la naturaleza de Jesús de tal forma que sus aspectos humanos quedaban minimizados. Esto no sólo contribuyó a fomentar una agotadora lucha interna entre los dirigentes cristianos, sino que sería un elemento importante, como tendremos oportunidad de ver, en la destrucción del cristianismo egipcio.

Otra influencia, aunque más placentera, del pensamiento egipcio en el cristianismo estaba relacionada con la encantadora Isis, Diosa del Cielo. Sin duda era una de las diosas más populares, no sólo en Egipto, sino en todo el Imperio Romano, y no fue difícil transferir la complacencia en la belleza y gentil simpatía de Isis a la Virgen María. El importante papel desempeñado por la Virgen en el cristianismo dio a la religión un cálido toque femenino, que estaba ausente en el judaísmo, y qué duda cabe que fue la existencia del culto de Isis lo que facilitó que se añadiera este aspecto al cristianismo.

Y esto resultó aún más fácil dado que, con frecuencia, se mostraba a Isis con el niño Horus en su regazo (véase pág. 109). En este caso Horus, sin cabeza de halcón, era conocido por los egipcios como Harpechruti («Horus, el Niño»). Se llevaba los dedos a los labios, como un signo infantil —algo parecido a chuparse el dedo, por así decir—. Los griegos interpretaron el signo como una petición de silencio, y en su panteón este dios se convirtió en Harpócrates, el dios del silencio.

La popularidad de Isis y de Harpócrates, madre e hijo, pasó también al cristianismo, y contribuyó a hacer popular la idea de la Virgen y del Niño Jesús, que ha captado la imaginación de millones y millones de personas desde que existe el cristianismo.

La decadencia de los romanos

Los tiempos de Trajano y de Adriano, y de sus sucesores Antonino Pío y Marco Aurelio, señalaron los momentos culminantes del Imperio Romano: ochenta años de relativa paz y seguridad.

Pero todo esto terminó. Un hijo de Marco Aurelio, el inútil Cómodo, accedió al trono en el 180, y fue asesinado en el 192. Con esto el imperio se vio lanzado a un nuevo período de luchas entre los generales por la sucesión imperial, como sucedió después de la muerte de Nerón; sólo que esta vez duró más tiempo y fue mucho más costoso para el imperio.

El más popular de los generales rivales era Pescenio Níger, que se encontraba en Siria. Inmediatamente ocupó Egipto, el granero de Roma, como ya había hecho en su día Vespasiano, 125 años antes. En vez de asaltar Roma, se quedó allí, arropado por su popularidad y seguro sin duda de que la corona pasaría a sus manos automáticamente en el momento en que Roma comenzase a sentir la falta de alimentos.

Sin embargo, en Roma se encontraba el aguerrido comandante de las legiones del Danubio, Septimio Severo. Una vez fortalecida su situación en la capital, este general se lanzó hacia el Oriente, atrajo a Níger al Asia Menor y lo derrotó. Y Septimio Severo gobernó como emperador romano.

Su hijo mayor, Caracalla, le sucedió en el trono en el 211, y al año siguiente, en el 212, promulgó un famoso edicto por el que todos los habitantes libres del imperio se convertían en ciudadanos romanos. Los egipcios nativos, que anteriormente no tenían acceso al reducido círculo de la superioridad romana y griega, se vieron de repente convertidos en ciudadanos romanos en pie de igualdad con los hombres más orgullosos de Alejandría y Roma. Algunos egipcios fueron elevados a la categoría de senadores, siendo recibidos en el Senado romano (que, sin embargo, ya no gozaba de poder político y no era más que un club social).

Pero los tiempos se estaban poniendo difíciles para Roma. Una terrible peste había despoblado el imperio en tiempos de Marco Aurelio, y la decadencia económica estaba muy avanzada. El dinero requerido para gobernar era cada vez más difícil de recaudar en un imperio cada vez más empobrecido, y la decisión de Caracalla se inspiró probablemente en algo más que en el puro idealismo. Había un impuesto sobre el patrimonio aplicable tan sólo a los ciudadanos, y mediante el edicto de Caracalla se hizo extensible a todos los hombres libres, obteniéndose así grandes ingresos adicionales.

Caracalla fue el primer emperador, después de Adriano, que visitó Egipto. Pero las circunstancias eran completamente diferentes. Casi un siglo antes, Adriano había sido un turista inquieto que viajaba por un imperio en paz. Caracalla vivió en una época mucho más dura, en la que los enemigos del norte y del este trataban de forzar las fronteras romanas. En su viaje a las regiones orientales en guerra se detuvo en Egipto, y no hay duda de que estaba de muy mal humor.

Bajo la presión del escaso dinero recaudado (situación empeorada por las guerras) Caracalla puso fin a la subvención estatal a los estudiosos del Museo de Alejandría.

Quizá esto no estaba completamente desprovisto de justificación desde el punto de vista de Caracalla. El Museo se encontraba en decadencia desde hacía un siglo, y después del año 100 había aportado pocas cosas de valor al mundo. El último científico de alguna importancia que trabajó en Egipto había sido el astrónomo Ptolomeo (véase pág. 104), y su contribución consistió sobre todo en resumir la obra de los primeros astrónomos. Quizá Caracalla pensó que el Museo estaba ya moribundo y que no merecía las sumas gastadas en él, sumas a las que el decadente imperio no podía hacer frente. Con todo, la suspensión del apoyo estatal hizo de todo punto improbable la revitalización del Museo.

La decisión de Caracalla ofendió sin duda a los estudiosos de todo el mundo, y los historiadores de la época son los más hostiles al emperador y lo acusan de todos los crímenes y brutalidades imaginables. Se cree que ordenó el saqueo de Alejandría, y que miles de ciudadanos fueran asesinados en represalia por una ofensa insignificante. No hay duda ninguna de que esto es exagerado.

Pero si la ciencia decayó en Alejandría, no sucedió lo mismo con el saber en sí. Surgió un nuevo tipo de estudioso, el teólogo cristiano, y Alejandría, siguiendo este camino, continuó a la cabeza del mundo del pensamiento.

En el primer siglo posterior a Pablo, el cristianismo se difundió principalmente entre las clases inferiores y entre las mujeres; es decir, entre los pobres y entre las gentes sin instrucción. Las clases instruidas y acomodadas eran refractarias a sus enseñanzas. Para aquellos que habían sido instruidos en la sutileza intelectual de los grandes filósofos griegos, las escrituras judías parecían bárbaras; las enseñanzas de Jesucristo, ingenuas, y los sermones de la gran mayoría de los cristianos, risibles y propios de ignorantes. La tarea de los teólogos de Alejandría fue precisamente combatir esta creencia.

Activamente comprometido en este combate estuvo Clemente, sacerdote nacido en Atenas hacia el 150, y que enseñaba en Alejandría. Era tan experto en filosofía griega como en doctrina cristiana, y era capaz de interpretar a esta última en términos de la anterior, de forma que el cristianismo pareciese respetable (aun cuando no siempre resultase convincente) a los griegos más inteligentes. Por si fuera poco, reinterpretó la doctrina cristiana de forma que no se presentase como una doctrina social revolucionaria, y aportó argumentos para demostrar que los ricos también podían alcanzar la salvación. Fue, además, una poderosa fuerza contra las agonizantes doctrinas del gnosticismo.

Naturalmente, Clemente era un griego que llegó a enseñar en Egipto. Pero había un seguidor suyo, quizá su discípulo, que al parecer, era realmente egipcio. Se trataba de Orígenes.

Orígenes había nacido en Alejandría en el 185, quizá de padres paganos, pues su nombre griego significa «hijo de Horus». Al igual que Clemente, mezcló mucha filosofía griega a su cristianismo, y era capaz de enfrentarse a los filósofos paganos en pie de igualdad.

Entró en lid contra un escritor griego llamado Celso, filósofo platónico pagano que había escrito un libro frío y desapasionado contra el cristianismo. Fue el primer libro pagano que se vio obligado a tratar al cristianismo seriamente —quizá como resultado de la labor de Clemente—. Orígenes replicó en un libro titulado
Contra Celso,
que fue la defensa más completa y concienzuda del cristianismo que se publicó en los tiempos antiguos.

El libro de Celso no sobrevivió mucho tiempo, pero casi las nueve décimas partes del mismo se citan en el libro de Orígenes, que sí ha llegado hasta nosotros. Así pues, gracias a Orígenes conocemos todavía las opiniones de su adversario.

De este modo Egipto contribuyó de forma muy importante a la intelectualización del cristianismo y a hacerlo aceptable para los hombres de formación clásica. En realidad, en los primeros siglos del cristianismo, Alejandría fue el centro cristiano más importante del mundo.

Pero los tiempos siguieron empeorando. En el 222 llegó a emperador Alejandro Severo, sobrino nieto de Septimio Severo. Este era un hombre bondadoso pero débil, dominado por su madre. Fue asesinado en el 235.

Lo que siguió puede describirse como una verdadera orgía de emperadores. Un general tras otro fue exigiendo el trono, siendo rápidamente asesinado a continuación por aspirantes rivales o por invasores bárbaros. A pesar de la impasible valentía de las legiones, se consumía tanta energía en luchas internas que los bárbaros germanos del norte irrumpían en el imperio y establecían aquí y allá gobiernos independientes.

Esta fue la oportunidad esperada por Persia.

Este país había experimentado un resurgimiento desde que Alejandro Magno lo había derrotado seis siglos antes. Después de Antíoco III, las provincias orientales del imperio seleúcida habían obtenido una independencia duradera y erigido un reino conocido por los romanos como Partia (palabra que en realidad es una forma de «Persia»).

Durante tres siglos los romanos se habían enfrentado a Partia en batallas de resultado dudoso, que a la larga no conseguían nada sino sangre y ruina para ambos bandos. En el 228, cuando ocupaba el trono Alejandro Severo, una nueva dinastía tomó el poder en tierras partas; la dinastía se remontaba a un dirigente persa llamado Sasán. Por ello, la dinastía se llama sasánida.

En tiempos del caos que en Roma siguió a la muerte de Alejandro Severo, los persas creyeron llegado su momento y se lanzaron hacia occidente. En el 260 se encontraron con los ejércitos romanos en Edesa, al este del Alto Eufrates. Los romanos estaban dirigidos por su emperador, Valeriano.

No sabemos qué ocurrió exactamente, aunque parece ser que los romanos, mandados de un modo inexperto, cayeron en una trampa y fueron forzados a aceptar la derrota, y el propio Valeriano fue hecho prisionero. Era la primera vez en toda la historia de Roma que un emperador era capturado por el enemigo, y la repercusión de la catástrofe fue terrible. El ejército persa continuó avanzando orgullosamente por toda Asia Menor.

Y entonces ocurrió algo sorprendente. En Siria, a unas 130 millas de la costa y cerca de la frontera oriental del imperio se hallaba la ciudad de Palmira, en el desierto. Esta era un centro comercial que había crecido en paz y prosperidad en tiempos más tranquilos, cuando el Imperio Romano estaba en su cenit.

En la época de la derrota de Valeriano, Palmira se hallaba gobernada por Odenato, dirigente de origen árabe. No tenía intención de cambiar el relajado y beneficioso dominio de Roma por el más sofocante y quizá más riguroso dominio persa. Por ello atacó a Persia.

No se enfrentó directamente a los ejércitos persas (que se hallaban lejos, hacia el oeste), sino que atacó por el este y el sur, hacia Ctesifonte, la casi desprotegida capital persa. Los airados persas se vieron obligados a volver sobre sus pasos, y la oportunidad de aplastar a Roma se esfumó.

Los agradecidos romanos llenaron de títulos a Odenato, y lo convirtieron casi en un soberano independiente. Pero en aquellos tiempos la realeza era una profesión insegura y en el 267 Odenato fue asesinado.

A ocupar el lugar vacante se presentó inmediatamente su esposa Zenobia, una mujer tan ambiciosa y enérgica como Cleopatra. Esta reclamó todos los títulos de su marido para su hijo y se preparó para obtener el título imperial de la propia Roma. En el 270 sus ejércitos alcanzaron Asia Menor, y ese mismo invierno la reina marchó sobre Egipto.

Los sorprendidos egipcios se encontraron frente a un ejército hostil a las puertas del Sinaí, algo que hacía tres siglos que no veían, desde que Augusto se había presentado en Egipto. No opusieron ninguna resistencia.

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