Los escarabajos vuelan al atardecer (3 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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—Pero, ¿Por qué, Ante? Sólo hemos estado paseando, viendo cosas.

—¡Viendo cosas! ¡Exactamente eso! Pero ¿dónde?

—Por ejemplo, estuvimos allá abajo, en el río, y llegamos hasta la quinta Selanderschen.

Ante se levantó del tocón del árbol. Temblaba violentamente. Tiró contra una piedra la botella, que se rompió en mil pedazos.

Después se dominó y atravesó a David con la mirada.

—¿He entendido bien? ¿La quinta Selanderschen? ¿Qué demonios se os ha perdido allí?

—Nada. Llegamos casualmente.

—¡Ah, si, casualmente! ¿Y piensas que me lo voy a creer?

—¡Pues claro que fue casualmente!

Ante se quedó callado por un momento. David retrocedió con cuidado un paso. Tal vez fuera el momento oportuno para… Ante lo miró otra vez con atención. La expresión de su rostro había cambiado. Miraba a David con ojos llorosos y empezó a sollozar.

—No, no…, no vuelvo a ir allí otra vez. ¡Lo juro, no vuelvo a poner los pies en esa casa! Nadie me llevará más allí. ¡Nunca jamás!

—Claro que no —David creyó que lo mejor sería seguirle la corriente.

—¡Esa maldita quinta Selanderschen! —Natte miraba fijamente hacia adelante, sollozaba y gemía, mientras rebuscaba en sus bolsillos, hasta que finalmente encontró la colilla de un puro, que encendió con la ayuda de David. El tono de su voz había cambiado completamente, y de repente rebosaba afecto.

—¡Prométeme que te mantendrás alejado de la quinta Selanderschen!

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué? —Natte fumaba a grandes bocanadas y suspiraba—. No puedo recordar por qué…, ¡pero prométemelo!

David calló. Ante echaba humo e inclinaba la cabeza observándolo. Dio un paso tambaleante y se agarró a David. Empezó otra vez a gemir:

—Cuando, hace ya mucho tiempo, yo era pequeño… Tan pequeño era yo entonces, que jugaba en la quinta Selanderschen, pues mi padre tenía que hacer allí. Era ebanista, y yo tenía que ir con él… Y esto, te lo digo a ti, lo he lamentado toda mi vida…

—Comprendo…

—Comprendo… Comprendo… ¡Ahora dices eso, pero no lo hubieras dicho si hubieras estado entonces allí! Aquel hombre del demonio exigió a mi padre que serrara una muñeca…, una preciosa muñeca grande y delicada…, así, ¿sabes?, por la mitad.

—¿Por qué lo hizo?

—Fue algo horrible, una atrocidad que me afectó muchísimo. ¡Fue un asesinato!

—¿Era tu muñeca, Ante?

—¿Qué es lo que dices? ¡Yo no he jugado nunca con muñecas! ¿Crees que mi padre tenía dinero para comprármelas? Pero mi madre era muy lista, ella lo sabía, y siempre decía que sobre aquella casa pesaba una maldición. Eso es lo que decía mi madre. Por eso sé yo todo lo que sé, y lo que sé… lo sé —dijo solemnemente.

—Entiendo —le dijo David.

Entonces Ante lo miró atentamente, con desconfianza.

—¿Lo entiendes? —preguntó—. ¡No! ¡Eso no lo entiende nadie! ¡Vete ya!

Hizo un movimiento como si quisiera alejar a David. Parecía encolerizarse de nuevo.

—Bueno, entonces, adiós, Ante.

David lo dejó allí, de pie. Luego dio un par de pasos, pero Ante le gritó otra vez, amenazadoramente:

—¡Mantente lejos de la quinta Selanderschen, todo lo lejos que puedas! ¿Me oyes?

—¡Si, te oigo! —le respondió David dando un grito. Y se alejó apresuradamente.

3. LAS PLANTAS

—Ha sido una buena cliente. ¡Es una pena que cierre! —dijo mamá, mirando a los demás pensativamente.

—¿A quién te refieres?

—A la señora Göransson, que cierra su pensión.

—Ah, ya, te refieres a esa señora. Es muy rara —dijo Jonás.

Estaban desayunando junto mamá, papá, Jonás y Annika. La tienda de sus padres, “El bazar de los Berglund”, iba a abrir enseguida. Por eso tenían algo de prisa.

La señora Göransson había telefoneado a mamá por la mañana temprano, y le había preguntado si conocía a alguien que pudiera regarle las plantas de la quinta Selanderschen durante el verano. Estaba obligada a cerrar por un tiempo la pensión, pues se sentía mal y tenía que ir a una clínica para alérgicos.

—Deseo que se cure pronto —comentó mamá.

—Si, sería una pérdida para nuestro negocio que la pensión cerrase para siempre —añadió papá—. Pero si sólo quiere descansar, entonces, está claro que tenemos que ayudarla de algún modo en lo de cuidar las flores.

—Me ha preguntado si puedo recomendarle alguna persona de confianza. ¿Sabes de alguien? —dijo mamá—. A lo mejor pensaba que yo…, pero… imposible, yo tengo bastante quehacer con la tienda.

—A lo mejor podríamos encargarnos nosotros, Jonás y yo —propuso Annika.

—¡Ni hablar! —protestó Jonás furioso—. ¡No pienso regar sus viejos tiestos!

—Entonces lo haré yo sola —y Annika le clavó una mirada…

Mamá encontró buena la propuesta. Fue inmediatamente al teléfono y llamó a la señora Göransson. Esta accedió gustosa a que Jonás y Annika fuesen aquel mismo día a su casa, alrededor de las once. Papá y mamá tenían que bajar a la tienda. Jonás y Annika se quedaron solos.

—¿Cómo quieres comprometerte a eso? —le preguntó Jonás.

—Bueno, me acordé del extraño sueño de David. A lo mejor es divertido entrar en la casa y comprobar si coincide todo lo demás. Seguro que a David le encantará la idea.

—¡Sólo piensas en David!

—No, qué va, no es eso. Sólo que ¿no te gustaría a ti echarle una mirada a la vivienda por dentro?

Bueno…, eso si… Si ello no le supusiera demasiado trabajo… entonces Jonás no tendría nada en contra…

Así fue cómo David, Jonás y Annika emprendieron por segunda vez en menos de veinticuatro horas el camino hacia la quinta Selanderschen.

—¿No es curioso —decía David— que todos estos años hemos andado por aquí y nunca hemos pensado ni una sola vez en la quinta Selanderschen, y ahora estamos como obsesionados con la dichosa quinta? Primero, soñé con ella. Después, ayer, fuimos a parar allí por casualidad. Más tarde me tropecé con Ante, que enseguida sacó el tema de la quinta Selanderschen. ¡Y hoy decidimos encargarnos de cuidar las plantas de la finca!

—Ocurre a menudo que, de pronto, se amontonan por pura casualidad las cosas —le comentó Annika. No quería aceptar que hubiera algo fuera de lo normal en aquel asunto. En cambio, David lo daba por cierto, Annika se resistía ante lo inexplicable, quería encontrar una explicación natural.

—Ha sido una pura casualidad —dijo.

—Casualidad…, casualidad, ¿qué es eso de casualidad? —preguntó David.

Annika no lo sabía con exactitud. Una casualidad era…, pues eso…, una casualidad. En cuanto a Ante, borracho como estaba, no era nada raro que desbarrara un montón de disparates.

—¿Y el sueño? —preguntó David—. ¿Qué dices a eso?

—Si, eso sí que es más raro, sin duda… No lo pudo negar… Debes de tener un sexto sentido —dijo ella.

—¿Un sexto sentido? ¿Y qué es eso? —insistió David; pero Annika ya no supo qué contestarle.

La quinta Selanderschen se hallaba en las afueras del pueblo. Era un enorme edifico blanco con una parque frondosísimo. Estaba situada cerca del río, rodeada por un bosque y por praderas. Alrededor de la casa había bonitos senderos para pasear, y por ello había sido acondicionada para pensión. Pero la quinta estaba algo ruinosa. Nunca había tenido muchos huéspedes. La mayoría de ellos eran conocidos de la señora Göransson, personas jubiladas que necesitaban respirar de vez en cuando el aire del campo. La señora Göransson había alquilado la quinta para su negocio; no era propiedad suya.

El alto portón de hierro estaba entreabierto. Recorrieron todo el paseo hasta la casa. Jonás iba delante con el magnetofón encendido:

—¡Atención, atención! ¡Aquí, Jonás Berglund! Son casi las once de la mañana. Mis colaboradores y yo vamos hacia la quinta Selanderschen. Queremos hacer una visita a la señora Göransson, la misteriosa anciana que ayer observamos…

—¡Cállate de una vez, Jonás; se simpático y deja de decir tonterías en el magnetofón! No hemos venido aquí para jugar a detectives —dijo Annika.

Una ventana se abrió en el piso alto de la casa y la señora Göransson sacó la cabeza.

—¡Hola, niños! ¿Queréis entrar por la puerta de la cocina? Acabo de limpiar la escalera principal de la casa.

—¡Vaya recibimiento! —susurró Jonás—. ¿Qué os había dicho?

Rodearon la casa. Aunque Jonás y Annika se habían encontrado muchas veces con la señora Göransson en la tienda, les parecían como si fuera la primera vez que la veían. Hasta ahora la habían tenido por una anciana de lo más normal, sin nada extraordinario, que siempre encargaba un montón de cosas y que siempre tenía prisas.

Pero no era tan despistada como ellos la habían creído. Parecía estar siempre vigilante. Sus ojos marrones, como los de las ardillas, lo veían todo. Tenía un cuerpo ancho y muy fuerte; no gordo, pero fuerte. Sus piernas eran más delgadas de lo normal, los pies pequeños, y tenía unas manos diminutas con unos dedos como bobinas de hilo.

—Venían tres por lo que veo —fue lo primero que dijo.

—Si, éste es David Stenfäldt, un amigo nuestro. Entiende mucho de plantas —dijo Annika.

—¡Ah, ya! ¿De veras…?

Parecía como si la señora Göransson dudase de ello. Sin embargo, les dejó entrar.

—Muy amable por vuestra parte —dijo mirando a cada uno de ellos—. ¡Pero entrad, para que os pueda enseñar todo!

Pasó ella delante de los chicos, por el vestíbulo, hacia la cocina.

—No le ha gustado que haya venido yo con vosotros —susurró David.

—No tenemos que decidirnos ahora mismo por el trabajo —cuchicheó Annika—. No prometeremos nada, sólo oiremos lo que nos ofrece.

—He puesto los tiestos aquí en la cocina, por lo menos los que cabían. Así no necesitaréis ir tanto de un lado para otro —les dijo la señora Göransson—. Pero será mejor que empecemos por la sala de estar.

Pasaron por el office. Ella iba delante.

—Está nerviosa —siseó Jonás, y tocó suavemente con los dedos el magnetofón.

—Deja eso quieto, ¿me oyes? —le dijo Annika.

—¡Hay tal cantidad de plantas! —comentó la señora Göransson.

—¿Recuerdas esto en el sueño? —susurró Annika a David. David asintió.

—Si, las plantas son realmente el gran problema de esta casa —prosiguió la señora Göransson.

—Es una casa antigua, ¿no? —preguntó Jonás.

—Pues sí, desde luego, no es lo que se dice una casa moderna. Es del siglo diecisiete o dieciocho. ¡Y las plantas deben de ser igual de antiguas! ¡Seguro que llevan generaciones en la familia! Una de ellas es especialmente antigua; aunque no sé cuál es. Pero bueno, las flores no me pertenecen, pertenecen a la casa y no pueden ser sacarlas de aquí.

Y dejó escapar una risa seca y algo burlona. Se notaba que no le gustaban las plantas.

También había bajado los tiestos del piso superior, y los había puesto en la cocina y en el cuarto de estar.

—Para que no tengáis que ocuparos de nada allá arriba.

Se notaba perfectamente que no quería que anduviesen por la casa.

De pronto, una puerta o una ventana dio un portazo en el piso superior. En algún sitio había una corriente de aire, y la señora Göransson subió a ver. Mientras, los chicos se quedaron solos.

—¿Coincide con tu sueño, David? —preguntó Annika en voz baja.

David no le contestó enseguida. Estaba de pie y miraba fijamente una planta solitaria que había sobre el poyete de la ventana. En la esquina, junto a ella, se encontraba un viejo reloj de pie. Annika y Jonás siguieron su mirada. ¡Lo comprendieron! ¡La planta! ¡El reloj! David no necesitaba explicarlo…

Annika fue hacia la planta.

—Parece algo marchita. Las hojas cuelgan lacias…

—¡Déjala en paz! ¡No la toques! —murmuró David.

La señora Göransson volvía ya, se oían sus pasos.

—¿Qué hacemos? —susurró Annika deprisa—. ¿Aceptamos el trabajo o…?

Jonás se aproximó y les ofreció regaliz.

—En primer lugar, tenemos que pensarlo bien —les dijo—. Tomad; el regaliz agudiza el pensamiento.

—¡Si, si! Debemos aceptar el trabajo —dijo David impacientemente. Cuando la señora Göransson entró en la habitación, Jonás estaba de pie junto al reloj, examinándolo.

—¿Qué haces ahí? —preguntó inmediatamente.

—¡Vaya un reloj antiguo tan curioso! ¿Funciona?

—No, no funciona. ¡Lo mejor es dejarlo en paz! —la voz de la señora Göransson se hizo más dura—: ¡Es inútil, no anda! Desde que alquilé la casa está sin funcionar.

Jonás se apartó del reloj y la señora Göransson siguió hablando sobre las plantas:

—Bueno, esto es todo lo que hay sobre las plantas —dijo con ironía—. No ha sido idea mía, a mí me importan un pito lo que les pase. Pero soy la responsable ante el dueño.

—¿Por qué, entonces, no se las llevó él consigo, si las quiere tanto? —preguntó Annika.

—¡Oh, no! ¡No deben sacarse de aquí bajo ningún pretexto! Está escrito así en un viejo testamento o algo parecido…

La señora Göransson se empezó a reír y dijo que las plantas eran realmente los inquilinos de la casa, cosa que no costaba demasiado creer.

—Hay, incluso, gente que asegura que las plantas se vengan si se les hace algo. Por eso, lo mejor es, si se ocupa uno de ellas, hacerlo con esmero —les aconsejó. Y se reía sin parar. No obstante, la expresión de su cara era severa.

—¿Y esas conchas? —preguntó Jonás—. ¿Se oye dentro el ruido del mar?

—¡No lo sé! ¡Y déjalas donde estaban! —dijo con voz enfadad; pero Jonás no se inmutó.

—¡Si, es verdad, se oye el mar! —exclamó con las conchas en los oídos.

—¡Estas conchas no se tocan! ¡Déjalas! —dijo la señora Göransson yendo hacia él y quitándoselas. Luego, se volvió hacia Annika—: No sé si hago bien en confiaros esta trabajo. Tal vez sería mejor buscar alguna persona mayor.

—¡No, señora Göransson, claro que podemos hacerlo nosotros! —la interrumpió Annika.

—Naturalmente, ¡si es muy fácil! —añadió David con entusiasmo—. Nos gustan mucho las plantas. No tiene usted por qué preocuparse.

Se adelantó y sonrió, intentando despertar confianza y procurando que la señora Göransson apartara su atención de Jonás, que no podía dejar en paz las conchas e intentaba grabar en la cinta el ruido del mar.

Annika le lanzaba disimuladamente miradas asesinas, pero él no se daba cuenta de nada. Así que Annika acabó yendo hasta él:

—¿Quieres fastidiarlo todo? ¡No tienes remedio!

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