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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (7 page)

BOOK: Los guardianes del oeste
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El dueño de la torre estaba sentado junto al fuego. Tenía el pelo y la barba blanca y llevaba una amplia túnica azul.

—Acércate al fuego y sécate los pies, pequeño —dijo con voz dulce.

—Gracias —respondió Misión.

—¿Cómo está Polgara?

—Muy bien. Es feliz; creo que le gusta la vida de casada —añadió Misión mientras levantaba un pie y lo acercaba al fuego.

—No te quemes los zapatos.

—Tendré cuidado.

—¿Te gustaría desayunar?

—Me encantaría. Belgarath a veces se olvida de detalles como ése.

—Allí, en la mesa.

El niño miró hacia donde se le indicaba y vio un cuenco humeante de avena con leche que no había estado allí antes.

—Gracias —dijo con cortesía, y acercó una silla a la mesa.

—¿Querías hablar de algo en especial?

—En realidad no —respondió mientras tomaba la cuchara y empezaba a comer—. Pensé que debía venir. Después de todo, el valle es tuyo.

—Veo que Polgara te ha estado enseñando modales.

—Entre otras cosas —sonrió el niño.

—¿Eres feliz con ella, Misión? —preguntó el dueño de la torre.

—Sí, Aldur, mucho —reconoció el pequeño, y siguió comiendo la avena.

Capítulo 3

A medida que avanzaba el verano, Misión comenzaba a pasar cada vez más tiempo con Durnik. Pronto descubrió que el herrero era un hombre de extraordinaria paciencia a quien le gustaba hacer las cosas a la antigua usanza, no tanto por una objeción moral a lo que Belgarath llamaba «la otra alternativa», como por la gran satisfacción que le producía el trabajo manual. Por supuesto, eso no impedía que de vez en cuando tomara el camino más corto, pero Misión notaba que las evasivas del herrero seguían cierto patrón. Durnik nunca hacía trampas al fabricar algo para la casa o para Polgara; por entretenida o tediosa que fuera la labor, el herrero la llevaba a cabo con sus manos y sus músculos.

Sin embargo, Durnik no parecía tener el mismo sentido riguroso de la ética con respecto a las actividades fuera del hogar. Por ejemplo, una mañana aparecieron doscientos metros de valla de forma súbita. La valla era imprescindible para evitar que el ganado algario, con su característica terquedad bovina, cruzara el jardín de Polgara de camino hacia el agua. De hecho, la cerca surgió en un instante ante los ojos de las azoradas vacas, que contemplaron perplejas los primeros cincuenta metros y, después de considerar el problema durante unos minutos, dieron la vuelta para sortear el obstáculo. Entonces aparecieron otros cincuenta metros más de valla. Las vacas se giraron, recelosas, o intentaron correr, tal vez creyendo, en su simpleza, que podrían superar la rapidez de aquel fantasmagórico constructor de cercas. Pero Durnik, sentado sobre un tronco con expresión resuelta y concentrada, siguió construyendo la valla poco a poco ante los disgustados animales.

Por fin, un furioso toro de color marrón oscuro agachó la cabeza, revolvió la tierra con las patas y arremetió contra la valla con un gran rugido. Entonces, Durnik hizo un gesto curioso con la mano y el toro se volvió sin darse cuenta en medio de la carrera y comenzó a correr en dirección opuesta a la cerca. Corrió varios cientos de metros antes de detenerse a pensar que sus cuernos aún no habían encontrado nada sólido, entonces aminoró la marcha y alzó la cabeza, atónito. Luego miró hacia atrás, vaciló un instante y dio media vuelta para volver a intentarlo; pero Durnik lo hizo girar otra vez y el toro corrió a toda velocidad en la dirección equivocada. Ya no volvió.

Durnik miró con seriedad a Misión y le hizo un guiño. Entonces, Polgara salió de la cabaña secándose las manos en el delantal y descubrió la valla que acababa de construirse sola mientras ella lavaba los platos del desayuno. Miró a su marido con expresión de perplejidad y éste pareció avergonzarse de que lo descubrieran usando la hechicería en lugar del hacha.

—Es una valla muy bonita, cariño —le dijo con tono alentador.

—La necesitábamos —respondió él como si quisiera disculparse—. Esas vacas... Bueno, había que hacerla pronto.

—Durnik —añadió ella con dulzura—, no hay nada de malo en usar tu poder para estas cosas. Además, es conveniente practicar de vez en cuando. —Entonces miró el diseño en zig zag de las rejas de la valla y se concentró. Una tras otra, todas las junturas de las rejas quedaron cubiertas por rosales florecidos—. Eso es —concluyó con satisfacción, y volvió al interior de la cabaña.

—Es una mujer extraordinaria, ¿lo sabías? —le dijo Durnik a Misión.

—Sí —asintió el pequeño.

Sin embargo, Polgara no siempre estaba contenta con los experimentos de su marido en aquel nuevo campo. En una ocasión, a finales del caluroso y polvoriento verano, cuando las verduras del huerto comenzaban a secarse, Polgara se pasó una mañana entera buscando una oscura nube de lluvia en las montañas de Ulgoland y la trajo hasta el valle de Aldur, y más concretamente hasta su sediento huerto.

Cuando la nube se acercó por el oeste y se detuvo justo encima de la cabaña, Misión estaba jugando junto a la valla. Durnik alzó la vista del arnés que reparaba, vio al pequeño rubio enfrascado en el juego y la siniestra nube negra sobre él y empleó su poder sin detenerse a pensarlo.

—Fuera —le dijo a la nube mientras sacudía ligeramente una mano.

La nube hizo un extraño movimiento, como un leve espasmo, y luego prosiguió su viaje despacio hacia el este. Cuando estaba a varios cientos de metros del marchito huerto de Polgara, dejó caer un fuerte chaparrón, regando satisfactoriamente varias hectáreas de tierra desierta.

Durnik no estaba preparado para la reacción de su esposa. La puerta de la cabaña se abrió con un golpe y Pol salió echando chispas por los ojos. Dedicó una mirada fulminante a la nube que se descargaba alegremente y ésta se movió con otro pequeño espasmo, como si se sintiera culpable.

Luego la mujer se volvió y miró a su marido con los ojos llenos de furia.

—¿Fuiste tú? —preguntó señalando la nube.

—Bueno..., sí —respondió él—. Creo que sí, Pol.

—¿Y por qué lo hiciste?

—Misión estaba jugando —explicó Durnik, todavía concentrado en los arneses—. Supuse que no querrías que se mojara.

Polgara miró la nube que desperdiciaba toda la lluvia sobre una hierba tan fuerte que podría haber soportado una sequía de diez meses y luego miró su jardín, con los nabos mortecinos y las habichuelas de aspecto patético. Apretó los dientes para no pronunciar ciertas palabras o frases que sabía que escandalizarían a su puritano y escrupuloso marido, alzó la cara hacia el cielo y levantó los brazos en actitud de súplica.

—¿Por qué yo? —exclamó en voz alta y trágica—. ¿Por qué yo?

—Pero cariño —dijo el herrero con dulzura—, ¿qué te ocurre?

Polgara le explicó lo que le ocurría..., con pelos y señales.

Durnik dedicó la semana siguiente a instalar un sistema de riego que iba de la parte superior del valle al jardín de Polgara y ella le perdonó aquella torpeza casi de inmediato.

Ese año, el invierno se hizo esperar y el otoño se alargó mucho. Beltira y Belkira fueron a visitarlos poco antes de las nieves y les contaron que Belgarath y Beldin se habían ido del valle después de semanas de discusiones, y que parecían preocupados, como si hubiera problemas en alguna parte.

Misión echaba de menos la compañía de Belgarath. El viejo hechicero muchas veces le buscaba problemas con Polgara, pero no era justo esperar que el niño nunca causara problemas. Cuando llegaron las nevadas, el pequeño volvió a usar el trineo y, después de verlo bajar varias veces por la cuesta de la colina, Pol le pidió a Durnik que construyera una valla en la orilla del arroyo para evitar que se repitiera la desventura del año anterior. Entonces, mientras el herrero levantaba una cerca de juncos trenzados, divisó algo en el agua. Como los pequeños pantanos cenagosos que desembocaban en el arroyo ahora estaban congelados, el agua tenía poca profundidad y era transparente como el cristal. Durnik distinguió con claridad las figuras largas y estrechas que se movían como sombras en la corriente sobre el lecho de grava.

—Qué extraño —murmuró con una mirada ausente—. Nunca los había visto.

—Yo los he visto saltar —dijo Misión—, pero el agua suele estar demasiado turbia para ver lo que hay debajo.

—Supongo que será por eso —asintió Durnik.

El herrero ató un extremo de la valla de juncos a un árbol y se dirigió al cobertizo que había construido junto a la cabaña con aire pensativo. Un instante después, salió con un rollo de cuerda en la mano y se puso a pescar de inmediato. Misión sonrió y comenzó a subir la cuesta de la colina arrastrando el trineo tras de sí. Cuando llegó a la cima, descubrió que lo esperaba una joven extraña, con la cabeza encapuchada.

—¿Puedo ayudarte? —le dijo con amabilidad.

La joven se quitó la capucha y el pequeño vio que tenía los ojos vendados con una tela gruesa.

—¿Sois aquél a quien llaman Misión? —preguntó.

Tenía una voz grave y musical, y hablaba al estilo arcaico con una extraña cadencia.

—Sí —respondió él—. Soy yo. ¿Te has hecho daño en los ojos?

—No, dulce niño. Debo mirar el mundo con una luz distinta de la del sol terrenal.

—¿Quieres venir a nuestra cabaña? —le preguntó Misión—. Podrías calentarte junto al fuego y Polgara agradecería la compañía.

—Aunque admiro a Polgara, aún no ha llegado el momento de encontrarnos —dijo la joven mujer—; además, donde yo estoy no hace frío. —Hizo una pausa y se inclinó un poco hacia adelante, como si pudiera ver al niño, aunque la venda que le cubría los ojos parecía bastante gruesa—. Entonces es verdad —murmuró ella con suavidad—. Desde la distancia no podíamos estar seguros, pero ahora estoy cara a cara con vos y sé que no me equivoco. —Se irguió—. Volveremos a encontrarnos.

—Como queráis, señora —respondió Misión recordando sus modales.

Ella sonrió, y su sonrisa fue tan radiante que pareció inundar de sol la sombría tarde de invierno.

—Me llamo Cyradis —dijo ella— y deseo ser vuestra amiga, dulce Misión, aunque tal vez llegue el momento en que tenga que decidir contra vos.

Y con estas palabras desapareció en el tiempo que dura un latido de corazón.

El pequeño, asombrado, examinó la nieve y no encontró huellas ni señales de la mujer. Se sentó en el trineo para reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir. Nada parecía tener sentido, pero él sabía que llegaría un momento en que lo comprendería todo. Después de pensar un momento, llegó a la conclusión de que aquella extraña visita preocuparía a Polgara, y como estaba convencido de que Cyradis no constituía ninguna amenaza y que no le haría daño, decidió no comentar el incidente.

En la cima comenzaba a hacer frío, de modo que Misión se montó en el trineo, descendió por la cuesta hasta el prado y se detuvo a unos pocos metros de donde Durnik pescaba con tal concentración que no se enteraba de lo que ocurría a su alrededor.

Polgara era muy considerada con el nuevo pasatiempo de Durnik. Siempre se mostraba impresionada por el tamaño, el peso y el color plateado de las presas que traía a casa, y hacía uso de toda su experiencia para encontrar nuevas e interesantes formas de cocinar el pescado: asado, a la parrilla o incluso hervido.

Cuando llegó la primavera, Belgarath regresó montado en un brioso caballo ruano.

—¿Qué ocurrió con tu yegua? —le preguntó Durnik mientras el viejo desmontaba junto al umbral de la cabaña.

—Me hallaba a medio camino de Drasnia, cuando descubrí que estaba embarazada —explicó Belgarath con acritud—. La cambié por este entusiasta ejemplar —añadió mientras dirigía una mirada fulminante al vigoroso animal.

—Creo que ganaste con el cambio —observó su yerno mientras examinaba con atención el caballo del hechicero.

—La yegua era tranquila y razonable —discrepó el anciano—, pero éste no tiene cerebro. Lo único que le interesa es lucirse: correr, saltar, andar hacia atrás o patalear en el aire —explicó mientras sacudía la cabeza con expresión de disgusto.

—Llévalo al establo, padre —sugirió Polgara—, y luego ve a lavarte. Llegas justo a tiempo para la cena. Hay pescado al horno; de hecho, si te apetece, podrás comerte varios.

Después de cenar, Belgarath giró su silla, se recostó en el respaldo y acercó los pies al fuego. Miró con una sonrisa de satisfacción el suelo de piedra pulido, las paredes blanqueadas con cal, con las ollas y teteras brillantes colgadas de ganchos, la luz vacilante y las sombras que proyectaba la chimenea.

—Viene bien relajarse un poco —dijo—. Creo que no he parado de viajar desde que me fui el otoño pasado.

—¿Qué era tan urgente, padre? —preguntó Polgara mientras retiraba los platos de la cena.

—Beldin y yo tuvimos una larga charla —respondió el anciano—. En Mallorea están ocurriendo cosas que no me gustan nada.

—¿Qué importancia tiene eso, padre? Nuestro interés en Mallorea acabó en Cthol Mishrak, con la muerte de Torak. Nadie te ha nombrado cuidador del mundo, ¿sabes?

—Ojalá fuera tan fácil, Pol —dijo él—. ¿El nombre de Sardion te dice algo? ¿O tal vez Cthrag Sardius?

Polgara estaba llenando una tinaja de agua caliente para lavar los platos, pero se detuvo con un ligero gesto de preocupación.

—Creo que una vez oí a un grolim mencionar a Cthrag Sardius. Estaba delirando y hablaba en angarak antiguo.

—¿Recuerdas lo que dijo? —preguntó Belgarath con ansiedad.

—Lo siento, padre, pero yo no hablo angarak antiguo. Nunca tuviste tiempo de enseñarme, ¿recuerdas? —Miró a Misión y lo llamó con un dedo. El pequeño suspiró, desconsolado, se levantó y cogió un paño de cocina para secar los platos—. No pongas mala cara, Misión —le dijo—. No te hará ningún daño ayudar un poco. ¿Qué significa eso de «Sardion» o como sea que lo llaméis?

—No lo sé —respondió Belgarath mientras se rascaba la barba con expresión de perplejidad—; pero como me hizo ver Beldin, Torak llamaba Cthrag Yaska al Orbe de nuestro Maestro, así que Cthrag Sardius podría estar relacionado con él de algún modo.

—Hablas con demasiadas dudas y vacilaciones, padre —observó ella—. Me pregunto si no estarás persiguiendo fantasmas por fuerza de la costumbre o sólo por mantenerte ocupado.

—Sabes muy bien que no me gusta mantenerme ocupado, Polgara —dijo él con ironía.

—Sí, lo he notado. ¿Ocurre algo más en el mundo?

—Veamos... —Belgarath se recostó en la silla y miró con aire pensativo el techo de vigas—. El gran duque Noragon comió algo que le sentó muy mal.

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