Los héroes (37 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—Así que soy el perro faldero de Dow el Negro, ¿eh? —Escalofríos se lo clavó en la otra pierna, pero esta vez le introdujo la hoja aún más dentro del muslo—. Es cierto que a veces me asigna unas tareas de mierda —en ese instante, se lo volvió a clavar en algún lugar de la cintura—. Pero un perro no sería capaz de sostener un cuchillo y yo sí soy capaz, ¿eh? —por su tono de voz, no parecía enfadado. Por sus gestos, tampoco parecía enfadado. Sino más bien aburrido—. Yo sí.

Lo apuñaló una y otra vez.

—¡Ah! —Pies Cruzados se retorció y escupió—. Si tuviera una hoja afilada…

—Ya —Escalofríos lo apuñaló en el costado, justo donde tenía las vendas—. Pero no lo tienes y no hay más que hablar —Pies Cruzados se había girado, así que lo siguió apuñalando por la espalda—. Pero yo sí tengo una. Mira —le dio más puñaladas—. Mira, héroe.

Lo apuñaló en la parte posterior de las piernas, lo apuñaló en el culo, lo apuñaló por todas partes y la sangre se extendió por sus pantalones formando unos anillos oscuros.

Pies Cruzados gimió y se estremeció. Escalofríos hinchó los carillos y resopló; a continuación, limpió el cuchillo con la manga del hombre de la Unión, tiñendo de rojo brillante el dibujo hecho de hilo dorado.

—Muy bien —dijo, tirando del hombre de la Unión, quien profirió un gruñido, para obligarlo a ponerse en pie; después, guardó su pequeño cuchillo en alguna parte de su cinturón—. Me llevo a éste.

—¿Qué hacemos con él? —Beck se dio cuenta de que había hecho la pregunta con un tono de voz un tanto agudo, al mismo tiempo que señalaba a Pies Cruzados, quien gemía en voz baja en el barro, con sus ropas desgarradas, brillantes y pegajosas de líquido negro.

Escalofríos clavó su mirada sobre Beck y éste tuvo la sensación de que estaba mirando su alma, que estaba leyendo sus pensamientos, tal y como decían que era capaz de hacer.

—No hagáis nada. De eso sí sois capaces, ¿no? —entonces, se encogió de hombros a la vez que se daba la vuelta para marcharse—. Dejad que se desangre.

Tácticas

El valle se extendía por debajo de ellos, cubierto por un sinfín de puntitos que titilaban con un color anaranjado. Las antorchas y hogueras de ambos bandos parecían difuminarse ocasionalmente cuando una nueva llovizna barría la ladera de la colina. Una de las tres zonas donde más se acumulaban esas luces debía de ser la aldea de Adwein; otra, la colina a la que llamaban los Héroes y la tercera, la ciudad de Osrung.

Meed había establecido su cuartel general en una posada abandonada al sur de la ciudad y había dejado a su regimiento de vanguardia abriendo trincheras a sólo un tiro de arco de la valla. Hal estaba con ese regimiento y se esforzaba con gran nobleza por impartir algunas órdenes en la oscuridad. Más de la mitad de la división todavía avanzaba trabajosamente, malhumorada e indisciplinadamente, a lo largo de un camino que había comenzado el día siendo una irregular franja de polvo y había acabado siendo un río de barro revuelto. Era bastante probable que los efectivos situados en la retaguardia no llegaran antes de que despuntara el alba al día siguiente.

—Quería darle las gracias —dijo el coronel Brint, al mismo que tiempo que unas gotas de lluvia caían del pico de su sombrero.

—¿A mí? —preguntó Finree, inocentemente—. ¿Por qué?

—Por haber cuidado de Aliz estos últimos días. Sé que no es una muchacha con mucho mundo…

—Ha sido todo un placer —mintió—. Al fin y al cabo, usted ha demostrado ser muy buen amigo de Hal.

Con esa frase pretendía recordarle disimuladamente que ella esperaba que siguiera siéndolo.

—Hal es un hombre que cae muy bien.

—¿A que sí?

Siguieron cabalgando y dejaron atrás un piquete, compuesto por cuatro soldados de la Unión abrigados con unas capas empapadas, cuyas lanzas refulgían bajo la luz de los faroles de los oficiales de Meed. Más allá había hombres que estaban descargando el equipo castigado por la lluvia de lomos de varios caballos de carga, o que se esforzaban por montar sus tiendas mientras las lonas mojadas aleteaban delante de sus rostros. Una fila, compuesta por soldados descontentos que sostenían encorvados en sus manos un amplio surtido de latas, tazas y cajas, se hallaba junto a un toldo empapado, donde las raciones eran pesadas.

—¿No hay pan? —inquirió uno de ellos.

—La normativa dice que la harina es un sustituto aceptable —replicó el oficial de intendencia, a la vez que medía, con el ceño fruncido, una diminuta cantidad en su balanza con suma precisión.

—¿Aceptable para quién? Además, ¿cómo vamos a hornear la harina y con qué?

—Puedes hornearlo en tu gordo culo, por lo que a mi… Oh, le ruego que me perdone, señora —se disculpó, inclinando la cabeza para hacer una reverencia mientras Finree pasaba a caballo junto a ellos. Era como si ver a unos hombres morirse de hambre sin una buena razón que lo justificara no fuera algo ofensivo y la palabra «culo», sin embargo, fuera capaz de ofender la delicada sensibilidad de aquella mujer.

Lo que en un principio parecía ser un montículo que sobresalía en esa pronunciada ladera de la colina resultó ser en realidad un viejo edificio, que estaba cubierto de enredaderas azotadas por el viento, era una suerte de cruce entre una casa de campo y un bar y, con casi toda seguridad, servía para ambas cosas. Meed desmontó con la pompa y boato propio de una reina en el día de su coronación, encabezó la entrada en fila de su estado mayor a través de la estrecha puerta y permitió que el coronel Brint se encargara de detener la hilera por un momento para que Finree no tuviera que esperar.

La sala en la que entraron tenía las vigas a la vista y olía a humedad y lana, y los oficiales, que tenían el pelo mojado, se apretujaron en su interior. En la reunión reinaba un ambiente propio de un funeral regio, donde todos intentaban parecer lo más solemnes posibles, como si fuera una competición, mientras se preguntaban impacientes si les iba a tocar algo en herencia cuando se leyera el testamento. El general Mitterick se encontraba apoyado contra una basta pared de piedra, con el ceño sumamente fruncido en un rostro donde destacaba su bigote y con una mano metida entre dos botones de la chaqueta su uniforme, aunque con el pulgar sobresaliendo de la misma, como si estuviera posando para un retrato de un modo insufriblemente pretencioso. No muy lejos de Finree, pudo distinguir entre las sombras la cara impasible de Bremer dan Gorst y, al instante, sonrió para indicarle que lo había reconocido. Gorst asintió levemente a su vez.

El padre de Finree se hallaba de pie, delante de un enorme mapa, señalando ciertas posiciones de manera muy expresiva con una mano. Ella se sintió invadida por una cálida oleada de orgullo, como siempre le ocurría cuando veía a su padre en acción. El encarnaba a la perfección al comandante ideal. En cuanto los vio entrar, se acercó a Meed para estrecharle la mano, después posó brevemente la mirada sobre Finree, a quien esbozó una leve sonrisa.

—Lord Gobernador Meed, he de darle las gracias por desplazarse hacia el norte con tal celeridad.

Aunque, en realidad, si hubiera dejado que su excelencia guiara a esas tropas hasta aquí, aún estarían preguntándose dónde se encontraba el norte.

—Lord Mariscal Kroy —replicó con una voz chirriante el gobernador y muy poco entusiasmo. La relación entre ambos era muy difícil. En su propia provincia de Angland, Meed era la máxima autoridad, pero como el lord mariscal era el representante directo del rey, en tiempos de guerra el padre de Finree estaba por encima de él.

—Soy consciente de que ha debido de ser un fastidio abandonar Ollensand, pero le necesitamos aquí.

—Ya lo veo —replicó Meed, con su característico enojo—. Tengo entendido que se ha producido una terrible…

—¡Caballeros! —los oficiales apiñados cerca de la puerta se apartaron para dejar pasar a alguien—. Discúlpenme por la tardanza, pero los caminos se hallan bastante impracticables.

Un hombre calvo y fornido emergió de entre aquella multitud, se sacudió las solapas del abrigo, que se le había manchado durante el viaje, mojando así a cualquiera que se hallara a su alrededor, lo que no pareció importarle. Lo acompañaba un solo sirviente, un tipo de pelo rizado que llevaba una cesta en una mano. Finree conocía a todos los miembros del gobierno de su Majestad, a todos los miembros del Consejo Abierto y también del Cerrado, así como cuál era su influencia y poder, por lo que la falta de pompa y boato no la engañó ni por un solo instante. En resumen, aunque se dijera que estaba retirado, fuera eso verdad o no, Bayaz, el Primero de los Magos, estaba por encima de todos los allí presentes en el escalafón del poder.

—Lord Bayaz —dijo el padre de Finree, para hacer las presentaciones—. Éste es el Lord Gobernador Meed, de Angland, quien comanda la tercera división de Su Majestad.

El Primero de los Magos se las ingenió para estrecharle la mano al mismo tiempo que lo ignoraba completamente.

—Conocí a su hermano. Un hombre bueno al que se le añora en demasía —Meed intentó hablar, pero Bayaz se vio distraído por su sirviente, quien, en ese momento, sacó una taza de su cesta—. ¡Ah! ¡Té! Nada parece tan terrible cuando uno tiene una taza de té en la mano, ¿verdad? ¿Alguien más quiere un poco? —Nadie quiso. En general, se consideraba que el té era una moda gurka y, por tanto, muy poco patriótica, lo cual lo convertía en una gran traición, en una terrible villanía—. ¿Nadie?

—Me encantaría tomar una taza —aseveró Finree, quien se colocó delante del lord gobernador con suma delicadeza, obligando así a éste a dar un paso atrás farfullando—. Con este tiempo, es lo mejor.

Si bien, en realidad, el té le repugnaba, estaba más que dispuesta a beberse un océano de ese brebaje por tener la oportunidad de mantener una conversación con uno de los hombres más poderosos de la Unión.

Bayaz recorrió fugazmente con la mirada el rostro de esa mujer, como si fuera el dueño de una casa de empeños al que le hubieran preguntado cuánto valía alguna vistosa reliquia. Entonces, el padre de Finree se aclaró la garganta, de un modo un tanto reticente.

—Esta es mi hija…

—Ah, eres Finree dan Brock, por supuesto. La felicito por su reciente matrimonio.

Finree intentó disimular su sorpresa.

—Está muy bien informado, Lord Bayaz. Nunca creí que alguien como usted se fuera a fijar en mí.

Se oyó una tos de asentimiento, que procedía del lugar donde se hallaba Meed, que Finree decidió ignorar.

—Un hombre precavido debe fijarse en todo —replicó el mago—. Después de todo, el conocimiento es la base de todo poder. Su marido debe de ser un gran hombre para poder brillar por encima de la sombra que planea sobre la reputación de su traidora familia.

—Lo es —afirmó Finree, totalmente imperturbable—. No se parece en nada a su padre.

—Eso es bueno —aseveró Bayaz, con una sonrisa aún en sus labios, aunque su mirada era dura como el acero—. No me gustaría causarle a usted el dolor al verlo ahorcado.

Acto seguido, reinó un silenció muy incómodo. Finree miró al coronel Brint y después al Lord Gobernador Meed, mientras se preguntaba si alguno de ellos mostraría su apoyo a Hal en recompensa por su lealtad inquebrantable. Brint, al menos, tuvo la decencia de dar la impresión de que se sentía culpable. Meed, en cambio, parecía hallarse sumamente encantado con la situación.

—No hallará un hombre más leal en todo el ejército de su Majestad —acertó a decir Finree.

—Lo cual me complace. La lealtad es algo muy importante en un ejército. Aunque obtener la victoria también —replicó Bayaz, quien observó a los oficiales allí reunidos con el ceño fruncido—. No estamos en nuestro mejor momento, caballeros. Ni por asomo.

—El general Jalenhorm ha intentado abarcar demasiado —afirmó Mitterick, a pesar de que no le correspondía hablar, mostrando así muy poca empatía, lo cual era muy propio de él—. Nunca debería haber diseminado tanto las malditas…

—El general Jalenhorm ha actuado siguiendo mis órdenes —le espetó el Mariscal Kroy, obligando así a un malhumorado Mitterick a sumirse en un hondo silencio—. Sí, quisimos abarcar demasiado y los Hombres del Norte nos sorprendieron…

—Su té —le dijo el sirviente de Bayaz, ofreciéndole una taza a Finree, quien cruzó su mirada con la de él y pudo comprobar que el sirviente poseía unos ojos muy extraños, pues uno era azul y el otro, verde—. Estoy seguro de que su marido es todo un ejemplo de lealtad, honradez y esfuerzo —murmuró, con una sonrisilla nada servil dibujada en la comisura de uno de sus labios, como si estuvieran compartiendo con ella una broma privada que realmente no alcanzaba a entender. Acto seguido, el sirviente ya se había dado la vuelta, con la tetera en la mano, para llenar la taza de Bayaz. Finree frunció los labios, se cercioró de que nadie se fijaba en ella y vertió el contenido de su taza, de manera furtiva, sobre la pared.

—…tenemos muy pocas opciones —estaba diciendo su padre—, ya que el Consejo Cerrado nos obliga a actuar con gran celeridad…

Bayaz lo interrumpió.

—La necesidad de actuar con celeridad viene dada por nuestra situación, Mariscal Kroy, una situación que debe resolverse imperiosamente más por motivos políticos que de otra índole —el Mago dio un sorbo al té con los labios fruncidos y, entretanto, reinó un silencio tan absoluto en aquella estancia que se podría haber escuchado el vuelo de una mosca. A Finree le hubiera gustado entender cómo funcionaba ese truco, para poder ser escuchada con atención cada vez que quisiera hablar, aunque fuera de algo superficial, en vez de tener que soportar siempre que la marginaran, la desdeñaran o se burlaran de ella—. Si un albañil construye un muro sobre una pendiente y éste se derrumba, no se puede quejar luego de que se habría mantenido en pie mil años si hubiera podido levantarlo en un terreno nivelado —Bayaz volvió a dar un sorbo a su té una vez más, mientras reinaba un completo silencio de nuevo—. Y en la guerra, el terreno jamás está nivelado.

Finree sintió una necesidad casi física de saltar en defensa de su padre, como si éste tuviera una avispa en la espalda que debiera aplastar, pero se mordió la lengua. Una cosa era mofarse de Meed y otra muy distinta mofarse del Primero de los Magos.

—No pretendía excusarme de ningún modo —afirmó su padre con cierta frialdad—. Asumo toda la responsabilidad de este fracaso, asumo la culpa por todas las pérdidas que hemos sufrido.

—Su disposición a asumir la culpa es encomiable, pero no nos sirve de mucho —Bayaz suspiró como si estuviera reprobando a un nieto travieso—. No obstante, debemos aprender la lección, caballeros. Dejemos atrás las derrotas del ayer y miremos a las victorias del mañana.

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