Los héroes (35 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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La oscuridad que iba cayendo se hallaba repleta de gritos, ruidos metálicos y chillidos, olía intensamente a humo de madera quemada y aún más intensamente a derrota. Los fuegos crepitaban en el viento y las antorchas chisporroteaban en unas pálidas manos, iluminando rostros demacrados por un día de marcha, espera y preocupaciones.
Y tal vez, en algunos pocos casos, de lucha.

El camino de Uffrith era un desfile interminable de carromatos con exceso de carga, oficiales a caballo y soldados marchando a pie. La división de Mitterick avanzaba lenta y pesadamente por él, mientras observaban a los heridos y derrotados, contagiándose del miedo antes siquiera de captar el más mínimo atisbo del enemigo. Ciertas cosas que podrían haber sido meros objetos antes de sufrir esa aplastante derrota en los Héroes habían adquirido una tremenda importancia. Una mula muerta, en cuyos ojos desorbitados se reflejaba la luz de una lámpara. Un carro con el eje roto que había volcado en el camino y que había sido desmontado para usar su madera para encender fuego. Una tienda abandonada, que empujada por el viento se había soltado de sus anclajes, en cuya lona pisoteada se hallaba cosido el sol amarillo de la Unión.
Todo esto se ha convertido en un presagio de un funesto destino.

A lo largo de los últimos meses, Gorst rara vez había notado que el miedo reinara cuando salía a correr por los campamentos de algún regimiento u otro. Aunque el aburrimiento, el agotamiento, el hambre, la enfermedad, la desesperanza y la añoranza del hogar reinaban habitualmente por doquier.
Pero no el temor al enemigo
. Ahora, ese miedo se encontraba en todas partes, su hedor se volvía más intenso a medida que las nubes iban cubriendo lentamente el firmamento y el sol se hundía tras los cerros.

Si la victoria vuelve a los hombres valientes, la derrota los transforma en cobardes.

Varios carromatos enormes, cada uno de ellos tirado por ocho caballos, habían bloqueado por completo la circulación a través de la aldea de Adwein. Un oficial le estaba gritando, con el rostro rojo por la ira, a un anciano que se encontraba acurrucado en el asiento del primero de ellos.

—¡Soy Saurizin, Adepto Químico de la Universidad de Adua! —replicó éste a gritos, agitando en el aire un documento manchado por las primera gotas de lluvia—. ¡Por orden de Lord Bayaz, deben permitir pasar a este equipo!

Gorst lo dejó ahí discutiendo, pasó junto a un oficial del servicio de intendencia que estaba llamando a las puertas, en busca de alojamiento para las tropas. Una norteña que se encontraba en la calle, con tres niños agarrados a sus piernas, miraba fijamente un puñado de monedas bajo la llovizna que iba en aumento.
La han echado a patadas de su casucha para hacerle sitio a algún teniente altivo, a quien echarán para hacerle sitio a algún capitán narcisista, que será expulsado para dejarle sitio a algún mayor ególatra. Para entonces, ¿dónde estarán esta mujer y sus niños? ¿Dormirán tranquilamente en mi tienda mientras yo duermo como un héroe sobre la húmeda hierba? Sólo tengo que tenderle la mano y…
Pero en vez de eso, agachó la cabeza y pasó penosamente junto a ellos sin decir nada.

La mayoría de los cochambrosos edificios de aquella aldea estaban abarrotados de heridos, pero los casos menos graves salían enseguida. Alzaban la mirada hacia él, retorciéndose de dolor, manchados de tierra o con sus rostros vendados carentes de expresión y Gorst les devolvía la mirada en silencio.
Tengo talento para provocar bajas en el enemigo, no para consolar a los heridos
. No obstante, le quitó el tapón a su cantimplora y se la ofreció, los heridos se turnaron para darle un trago hasta que quedó vacía. Aparte de uno que le estrechó la mano por un momento, el resto no le dieron las gracias, aunque eso a él tampoco le importó.

Un cirujano con un mandil manchado apareció en el umbral de una puerta y profirió un largo suspiro.

—¿El general Jalenhorm? —preguntó Gorst.

Aquel hombre señaló un camino secundario repleto de surcos y, tras dar unas cuantas zancadas, Gorst escuchó esa voz. La misma voz a la que había escuchado vociferar órdenes absurdas durante los últimos días. Aunque su tono ahora era distinto.

—¡Déjenlos ahí abajo, déjenlos ahí! ¡Hagan hueco! ¡Usted, traiga vendas! —Jalenhorm se encontraba arrodillado en el barro, agarrando de la mano a un hombre que estaba tumbado en una camilla. Al parecer, se había librado de su enorme séquito por fin, aunque también podría ser que hubieran muerto en la colina—. No se preocupe, le proporcionarán los mejores cuidados posibles. Es usted un héroe. ¡Todos ustedes son héroes! —entonces, se arrodilló junto al siguiente hombre y se oyó un chapoteo al adentrarse sus rodillas en el fango—. Han hecho todo cuanto se les ha pedido. La culpa es mía, amigos míos, he sido yo quien ha cometido muchos errores —apretó el hombro del herido y, acto seguido, se puso en pie, lentamente, con la mirada gacha—. Yo soy el culpable de esto.

Según parece, la derrota es capaz de sacar lo mejor de algunos hombres.

—General Jalenhorm.

Alzó la vista y su rostro se vio iluminado por la luz de las antorchas; de repente, parecía muy mayor para ser un hombre tan joven.

—Coronel Gorst, ¿cómo está…?

—El Mariscal Kroy ha llegado.

El general pareció desinflarse claramente, como una almohada a la que se le hubiera quitado la mitad del relleno.

—Ya, claro —se estiró y enderezó la chaqueta manchada de tierra y se colocó el cinturón que llevaba torcido, y donde portaba la espada, en la posición adecuada—. ¿Qué aspecto tengo? —si bien Gorst abrió la boca para hablar, Jalenhorm le interrumpió—. No se moleste en mentirme. Sé que tengo aspecto de derrotado —
Cierto
—. Por favor, no lo niegue —
No lo he hecho
—. Es lo que soy —
Pues sí.

Gorst lo guió a través de aquellos callejones abarrotados, a través del humo que emergía de las cocinas del ejército y del fulgor de los puestos de los vendedores ambulantes, con la esperanza de hallar un poco de silencio. Pero se llevó una decepción en ese aspecto.
Como casi siempre.

—Coronel Gorst, he de darle las gracias. Su carga ha salvado a mi división.

Quizá así también haya salvado mi carrera. Por mí, su división puede ahogarse entera si así vuelvo a ser el Primer Guardia del rey.

—Tenía mis motivos, no lo he hecho por pura generosidad.

—Como todo el mundo. Pero la historia sólo se queda con los resultados. Nuestras razones se las lleva el viento. La realidad es que casi logro destruir mi división.
Mi
división —Jalenhorm resopló amargamente—. Esa que el rey me ha prestado de un modo tan necio. Intenté rechazar su oferta, ¿sabe? —
Pues me parece que no lo intentaste con suficiente vehemencia
—. Pero ya conoce al rey —
Sí, demasiado bien
—. Tiene una visión muy romántica de la amistad —
Tiene una visión muy romántica de todo
—. No me cabe duda de que seré objeto de burla cuando regrese a casa. Me humillarán. Me marginarán —
Bienvenido a mi mundo
—. Probablemente, me lo merezca —
Probablemente, tú sí, pero yo no.

Aun así, Gorst se sintió embargado por una sorprendente emoción de lástima al observar con el ceño fruncido y de soslayo a Jalenhorm, que tenía la cabeza gacha y el pelo mojado y aplastado, al que una gota se le iba a caer de la punta de su nariz de un momento a otro, que conformaba la viva imagen del abatimiento, sin necesidad de que Gorst tuviera que recurrir a un espejo.

Sin darse cuenta, había puesto una mano sobre el hombro del general.

—Usted hizo lo que pudo —dijo—. No debería echarse la culpa —
aunque, según mi experiencia, pronto habrá legiones de santurrones fariseos haciendo cola para hacerlo en su nombre
—. No debe echarse la culpa.

—¿A quién debería echársela si no? —susurró Jalenhorm bajo la lluvia—. ¿A quién?

Si el Lord Mariscal Kroy se había contagiado del miedo, no parecía mostrar ningún síntoma, como tampoco nadie que se encontrara dentro del radio de acción de su férreo ceño fruncido. Dentro de su campo de visión, los soldados marchaban con paso perfecto, los oficiales hablaban con claridad pero sin gritar y los heridos reprimían sus aullidos y permanecían en silencio estoicamente. En un círculo de quizá cincuenta zancadas, cuyo centro era Kroy, que se hallaba totalmente erguido sobre su silla de montar, no flaqueaba la moral, no había ningún problema de indisciplina y, ciertamente, no se había producido ninguna derrota.

El semblante de Jalenhorm se tensó notablemente mientras se le acercaba para saludarle con firmeza.

—Lord Mariscal Kroy.

—General Jalenhorm —el mariscal le lanzó una mirada iracunda desde lo alto de la silla—. Tengo entendido que se ha producido un combate.

—Así es. Los hombres del Norte aparecieron en gran número. Eran muchísimos y surgieron rápida e inesperadamente. Fue un asalto muy bien coordinado. Como el enemigo hizo amago de atacar Osrung, envié un regimiento para reforzar nuestra posición en la ciudad. Fui en busca de refuerzos, pero, para entonces… ya era demasiado tarde como para hacer algo más aparte de intentar mantenerlos a raya en el extremo más alejado del río. Ya era demasiado tarde para…

—¿En qué estado se encuentra su división, general?

Jalenhorm se detuvo a pensar un momento. En cierto sentido, el estado de su división era dolorosamente obvio.

—Dos de mis regimientos de infantería no pudieron llegar a tiempo por el mal estado de los caminos y todavía no han participado en la acción. El Decimotercero estaba defendiendo Osrung y se retiró en orden en cuanto los hombres del Norte irrumpieron en la ciudad. Hemos sufrido algunas bajas —Jalenhorm recitó la lista de bajas con un tono muy monótono—. Gran parte del Regimiento de Rostod, unas nueve compañías, creo, fueron sorprendidas en campo abierto y derrotadas totalmente. El Sexto estaba defendiendo la colina cuando los hombres del Norte atacaron. El enemigo los aplastó completamente. Tuvieron que huir por los campos. El Sexto Regimiento ha… —Jalenhorm movió la boca sin decir nada y, al final, añadió—. Ha dejado de existir.

—¿Y el coronel Wetterlant?

—Suponemos que es uno más de los muchos muertos que se encuentran al otro lado del río. Ahí hay muchos cadáveres. Y muchos heridos a los que no hemos podido atender. Se les puede escuchar pidiendo agua a gritos. Los heridos siempre quieren agua, no sé por qué —entonces, Jalenhorm dio un bufido al intentar reprimir una risa nerviosa horrorosamente inadecuada—. Creía que, en esas circunstancias, uno más bien podría querer… alcohol, o algo así.

Kroy permaneció callado. Y Gorst no estaba dispuesto a quebrar ese silencio.

Jalenhorm, sin embargo, siguió hablando, como si no pudiera soportar la quietud.

—Otro regimiento de caballería sufrió algunas bajas cerca del Puente Viejo y se retiró, pero lograron conservar la ribera sur. El Primero se ha dividido en dos. Un batallón se ha abierto camino a través de los pantanos, con el fin de ocupar una posición en el bosque en nuestro flanco izquierdo.

—Eso podría ser muy útil. ¿Y el otro?

—El otro luchó valientemente junto al coronel Gorst en los bajíos y logró hacer retroceder al enemigo, aunque ambas partes pagaron un alto precio. Ése ha sido el único ataque realmente exitoso del día.

Kroy posó su mirada contrariada sobre Gorst.

—¿Ha vuelto a hacerse el héroe, eh, coronel?

Me he limitado a hacer lo mínimo necesario para evitar que el desastre se convirtiera en una catástrofe.

—Entré en acción, señor. Pero no me hice el héroe.

—Era consciente, Lord Mariscal —les interrumpió Jalenhorm—, de lo apremiante de la situación. Por lo que me escribió, había que actuar sin más dilación.

—Así es.

—Era consciente de que el rey quería obtener resultados con gran celeridad. Así que, en cuanto se me presentó la oportunidad de enfrentarme al enemigo, la aproveché. La aproveché… quizá con demasiado fervor. Cometí un terrible error. Un error espantoso, y asumo toda la responsabilidad.

—No —replicó Kroy, dando un hondo suspiro—. La comparte conmigo. Y con los demás. Y con los caminos. Y con la naturaleza del campo de batalla. Y con las excesivas prisas.

—No obstante, he fracasado —Jalenhorm desenvainó su espada y se la ofreció—. Le solicito humildemente que me releve del mando.

—El rey no aceptaría tal cosa. Yo tampoco.

Jalenhorm bajó la espada, cuya punta rozó el barro.

—Por supuesto, Lord Mariscal. Aunque debería haber examinado esos árboles con más detenimiento…

—Sí, debería haberlo hecho. Pero sus órdenes consistían en avanzar hacia el norte y dar con el enemigo —Kroy observó lentamente el caos en que se hallaba sumida esa aldea a su alrededor bajo la luz de las antorchas—. Dio con el enemigo. Pero esto es una guerra. Y se cometen errores, y cuando eso sucede… hay mucho que perder. Pero aún no hemos acabado. Esto acaba de comenzar. Esta noche y mañana la pasará tras la línea que forman los bajíos, donde el coronel Gorst ha luchado de manera tan poco heroica esta tarde. Reagrúpese en el centro, reequipe a su división, cuide del bienestar de los heridos, recupere la moral de sus tropas e… —entonces, contempló con una mirada torva la falta de rigor militar que reinaba en aquel lugar— imponga la disciplina.

—Sí, Lord Mariscal.

—Voy a establecer mi cuartel general en las laderas del Cerro Negro, desde donde tendré una buena visión del campo de batalla mañana. La derrota siempre resulta dolorosa, pero tengo la sensación de que usted va a tener más oportunidades de participar en esta batalla en particular.

Jalenhorm se enderezó, volvió a ser un poco el mismo de siempre al tener un nuevo objetivo claro.

—¡Mi división estará lista para entrar en acción pasado mañana, puede contar con ello, Lord Mariscal!

—Bien.

A continuación, Kroy se marchó cabalgando y su indómita aura se desvaneció en la noche junto a su séquito. Jalenhorm se quedó inmóvil, seguía realizando su saludo de despedida, mientras el mariscal se alejaba estrepitosamente. Gorst, sin embargo, miró hacia atrás en cuanto éste avanzó unos cuantos pasos más por el camino.

El general seguía junto al camino, solo, encorvado, mientras la lluvia se volvía más intensa, dibujando unas pinceladas blancas bajo la chisporroteante luz de las antorchas.

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