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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (31 page)

BOOK: Los héroes
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—¡Eh! —gritó, blandiendo su espada—. Eh…

Todo había sucedido tan, tan rápido. ¿Qué órdenes habría dado el Lord Mariscal Varuz en un momento como éste? Siempre había admirado a Varuz, pues era imperturbable.

Culfer profirió un tenue grito. Una estrecha herida, que le llegaba hasta el pecho, había aparecido en su hombro y unas astillas de hueso blanco emergían por ella. Wetterlant quiso decirle que no debía gritar de esa manera, ya que no era adecuada para un oficial del rey. Un grito como ése habría sido adecuado para alguien de los regimientos de leva, pero en el Sexto Regimiento había que dar unos rugidos más varoniles. Culfer cayó al suelo de un modo un tanto elegante, mientras la sangre rebosaba por su herida. Entonces, un enorme Hombre del Norte se le acercó con un hacha en su puño y lo despedazó.

Wetterlant era vagamente consciente de que debería haber prestado su ayuda de inmediato a su segundo al mando. Pero se percató de que era incapaz de moverse, ya que estaba fascinado por la expresión de serenidad y seriedad de aquel hombre del Norte. Actuaba como si fuera un albañil que estuviera levantando una parte bastante complicada de un muro que quería que cumpliese sus altos estándares de exigencia. Al final, tras sentirse satisfecho con el número de pedazos en que había desmembrado a Culfer (quien parecía seguir emitiendo un tenue chillido aunque pareciera imposible), el hombre del Norte se giró y clavó su mirada en Wetterlant.

El lado más alejado de su rostro estaba surcado por una gigantesca cicatriz, donde una brillante bola de frío metal se encontraba en la cuenca de su ojo.

Wetterlant echó a correr. No fue un acto meditado ni consciente. Su mente se apagó como una vela. Corrió con más rapidez de la que había corrido en treinta años o más, mucho más rápido de lo que creía posible para un hombre de su edad. Saltó entre dos de aquellas antiguas piedras y descendió a trompicones por la ladera abajo, donde sus botas aplastaron la hierba a cada paso, sin ser apenas consciente del resto de hombres que corrían a su alrededor, de los gritos, susurros y amenazas, de las flechas que rasgaban el aire por encima de su cabeza. Entonces sintió un hormigueo en los hombros que le anunciaba la inevitable llegada de la muerte que tenía a sus espaldas.

Dejó atrás los Niños, luego a una columna de soldados desconcertados que habían estado subiendo la colina hasta hacía poco y que justo ahora descendían por ella de manera caótica y desordenada. Metió el pie en un pequeño hoyo y se le torció la rodilla de mala manera. Se mordió la lengua, salió volando de cabeza y se estrelló contra el suelo, donde fue dando tumbos, sin poder detenerse. Rodó hasta una zona cubierta de sombras y, por fin, logró detenerse torpemente en medio de una lluvia de hojas, maleza y tierra.

Se dio la vuelta agarrotado y gimiendo. Su espada había desaparecido y tenía la mano derecha en carne viva. La debía de haber soltado al caer. Esa espada se la había dado su padre el día en que fue nombrado oficial del Ejército de Su Majestad. Se había sentido tan orgulloso entonces. Se preguntó si su padre se habría sentido orgulloso ahora de él. Se encontraba en unos árboles. ¿Entre los manzanos? Había abandonado a su regimiento a su suerte. ¿O acaso el regimiento lo había abandonado a él? Las reglas que regían el comportamiento militar que, hasta hace unos momentos, habían tenido unos cimientos muy sólidos, se habían esfumado como el humo bajo la brisa. Todo había ocurrido tan rápido.

Su maravilloso Sexto Regimiento, al que había dedicado toda su vida, cuyos cimientos eran un reluciente lustre, una instrucción rigurosa y una disciplina inquebrantable, había sido destrozado totalmente en unos breves y demenciales instantes. Si algunos de sus hombres habían logrado sobrevivir, seguramente serían los primeros que habían optado por huir. Los reclutas más verdes y los cobardes más despreciables. Y él era uno de estos últimos. Su primera reacción instintiva fue preguntarle al mayor Culfer qué opinaba al respecto. Estaba a punto de abrir la boca para formular la pregunta cuando se dio cuenta de que aquel hombre acababa de ser masacrado por un lunático con un ojo metálico.

Entonces, escuchó unas voces y unos ruidos, provocados por unos hombres que atravesaban aquellos árboles a gran velocidad, y se acurrucó contra el tronco más cercano, mientras miraba a su alrededor como un niño asustado miraría por encima de las mantas en su cama. Eran soldados de la Unión. Se estremeció, presa de un gran alivio, y abandonó su escondite tambaleándose, agitando un brazo en el aire.

—¡Eh, muchachos!

Se dieron la vuelta al instante, pero no se cuadraron. De hecho, lo miraron fijamente, como si acabaran de ver cómo un fantasma se alzaba de su tumba. Sus caras le resultaban conocidas, pero le dio la impresión de que, de repente, habían dejado de ser unos soldados muy disciplinados para convertirse en unos animales temblorosos y cubiertos de barro. Wetterlant nunca había temido a sus propios hombres, siempre había dado por sentada su obediencia; no obstante, no le quedó más remedio que seguir hablando, con la voz aguda por el miedo y el agotamiento.

—¡Hombres del Sexto Regimiento! ¡Debemos resistir aquí! ¡Debemos…!

—¿Resistir? —chilló uno de ellos, propinándole un golpe a Wetterlant con su espada. No fue un golpe muy vigoroso, sino más bien una sacudida que hizo que le temblara el brazo y que lo obligó a colocarse de lado, jadeando más por la conmoción que de dolor. Se encogió de miedo al comprobar que el soldado volvía a alzar a medias su espada. Entonces, otro soldado chilló y salió corriendo; de repente, todos estaban huyendo. Wetterlant miró hacia atrás y se percató de que unas siluetas se movían entre los árboles. Escuchó unos gritos, proferidos por alguien de voz grave que hablaba en norteño.

El miedo se apoderó otra vez de él y gimoteó, intentó avanzar a través de ese conjunto resbaladizo de maleza y hojas caídas, mientras los restos putrefactos de la fruta caída le manchaban una pernera del pantalón y su propia respiración aterrada reverberaba en sus oídos. Se detuvo allá donde acababan los árboles y se llevó a la boca la parte posterior de una de las mangas de su chaqueta. Había sangre en su mano inerte. Al ver la tela rasgada de su brazo se le revolvieron las tripas. ¿Se trataba de tela rasgada, o carne rasgada?

No podía quedarse ahí. Aunque tampoco lograría llegar al río. Pero no podía quedarse en este sitio. Tenía que irse ya. Abandonó a todo correr la maleza en dirección a los bajíos. Había más hombres corriendo por todas partes y la mayoría de ellos iban desarmados. Corrían como locos, con la desesperación reflejada en sus rostros y la mirada perdida. En ese instante, Wetterlant vio qué provocaba ese terror. Unos jinetes, que se habían desplegado por los campos y convergido en los bajíos, para empujar hacia el sur a los soldados de la Unión que huían. A quienes derribaban con sus armas, o pisoteaban, mientras sus aullidos reverberaban por todo el valle. Siguió corriendo sin parar, se tropezó hacia delante y echó otro vistazo a su alrededor. Un jinete se le acercaba, pudo ver cómo sus dientes se asomaban en una sonrisa en medio de su enmarañada barba.

Pese a que Wetterlant intentó correr más rápido, estaba tan cansado que le fue imposible. Le ardían los pulmones, le ardía el corazón y respiraba convulsamente, el suelo parecía temblar y balancearse de arriba abajo a cada paso, mientras los centelleantes bajíos se iban acercando más y más, así como el retumbar atronador de los cascos a su espalda…

De repente, se vio tumbado en el barro de costado, sintiendo una indescriptible y tremenda agonía en la espalda. También sentía una tremenda presión sobre el pecho, como si le hubieran colocado un montón de piedras encima. Logró mover la cabeza lo suficiente como para poder mirar hacia abajo. Había algo brillante ahí. Algo que relucía en su chaqueta en medio de toda esa tierra. Parecía una medalla. Sin embargo, no se merecía una medalla por haber huido.

—Qué estupidez —resolló, y esas palabras le supieron a sangre. Entonces se dio cuenta, para su sorpresa, y luego para su horror, de que no podía respirar. Todo había ocurrido tan, tan rápido.

Sutt Brittle se deshizo del asta astillada de su lanza. El resto se quedó dentro de la espalda de ese necio que huía. Si bien había corrido muy rápido, para ser un anciano, no había sido tan rápido como el caballo de Sutt, lo cual no fue muy sorprendente. Desenvainó su vieja espada, mientras sujetaba las riendas con la mano en que portaba el escudo, y espoleó a su caballo. Dorado había prometido que daría un centenar de monedas de oro al primero de sus Grandes Guerreros que cruzara el río y Brittle quería ese dinero. Dorado se lo había mostrado, lo tenía guardado en una caja de hierro. Incluso le dejó tocarlo, mientras las llamas de la codicia se apoderaban de la mirada de todos al verlo. Eran unas monedas extrañas, con una efigie estampada en cada cara. Alguien afirmó que procedían del desierto, de muy lejos. Sutt no sabía de dónde había sacado Glama Dorado esas monedas del desierto, pero tampoco le importaba demasiado.

El oro era oro.

Y esto era muy fácil. La Unión huía exhausta, a trompicones y entre sollozos. Sutt sólo tenía que inclinarse un poco en su silla para acabar con ellos, primero por un lado y luego por otro: zas, zas, zas. Por eso mismo, Sutt se dedicaba a eso, no para merodear por ahí y explorar, como habían estado haciendo hasta ahora, retrocediendo una y otra vez, mientras intentaban dar con el lugar adecuado sin llegar nunca a él. Aunque nunca se había sumado al coro de quejas, no, él no. El había dicho que Dow el Negro lograría que en breve tuvieran un día que festejar para la posteridad y así había sido.

No obstante, tanta matanza los estaba retrasando. Miró a la izquierda, desde donde soplaba el viento, frunciendo el ceño, y se dio cuenta de que ya no se hallaba al frente del grupo. Feathers se encontraba mucho más adelante, agachado sobre su silla, sin molestarse en hacer su trabajo; simplemente, se limitaba a abrirse paso a caballo entre los sureños mientras cabalgaba hacia la ribera y los bajíos.

Sutt no pensaba permitir de ningún modo que un mentiroso como Hengul Feathers le robara sus cien monedas. Azuzó aún más a su caballo, el viento y la crin de su montura le azotaron los ojos, mientras presionaba con la lengua el gran agujero de su boca donde debería haber tenido un diente. Se adentró a gran velocidad en el río y el agua lo salpicó; entretanto, a su alrededor, los hombres de la Unión avanzaban como podían sumergidos hasta las caderas. Hostigó aún más a su caballo, con la mirada clavada únicamente en la espalda de Feathers mientras trotaba hacia una zona repleta de guijarros y…

Súbitamente, Feathers salió volando de su silla y su grito de guerra se vio interrumpido por un torrente de sangre.

Brittle no estaba seguro de alegrarse o no al ver cómo el cadáver de Feathers caía pesadamente y rebotaba en el agua. La parte buena era que, al parecer, ahora se encontraba al frente de todo el grupo de Dorado. La parte mala era que un cabrón con unas pintas muy raras se estaba acercando, portaba una buena armadura e iba a lomos de una buena montura, llevaba una espada corta y las riendas en una mano y una espada larga en la otra; esta última reflejaba la luz del sol y relucía con la sangre de Feathers. Iba ataviado con un casco sencillo y redondo con una ranura en la parte frontal para poder ver, bajo el cual sólo se veía una hilera de dientes apretados. El solo arremetía contra toda la caballería de Dorado mientras el resto de la Unión huía en la dirección opuesta.

A pesar de que a Sutt lo dominaba la avaricia y la sed de sangre, dudó durante un inquietante momento. Al final, decidió desplazar a su caballo hacia la derecha y alzar su escudo para proteger su cuerpo de ese cabrón con cabeza de acero. Aunque dio igual, ya que, en un abrir y cerrar de ojos, su espada impactó contra el escudo de Sutt y a punto estuvo de arrancárselo del brazo. Antes de que el estruendo del impacto se hubiera desvanecido, su rival intentó alcanzarle con su espada corta, que se le habría clavado directamente en el pecho si su propia espada no se hubiera interpuesto en su camino por pura casualidad.

Por los muertos, ese cabrón era muy rápido. Sutt no podía creer que pudiera ser tan veloz con esa armadura puesta. Esas espadas parecían surgir de la nada en un parpadeo. Sutt logró defenderse de la espada corta, aunque la fuerza del impacto fue tal que casi consigue hacerle caer de la silla. Intentó arremeter contra él mientras recuperaba el equilibrio y gritaba a pleno pulmón.

—Muérete… ¿Eh?

Su mano derecha había desaparecido. Miró fijamente el muñón, del que manaba sangre a chorros. ¿Cómo había ocurrido? Vio algo por el rabillo del ojo y, acto seguido, sintió un tremendo golpe en el pecho, su aullido de dolor se vio interrumpido por un chillido que él mismo dio.

Salió despedido de su silla, sin aire en los pulmones, y cayó sobre la fría agua, donde no había nada salvo burbujas que borboteaban alrededor de su rostro.

Gorst se revolvió en su silla y atacó con su larga espada de acero al lado contrario a gran velocidad. El hombre del Norte, al que le faltaba un diente, se cayó de su caballo. El siguiente enemigo, que llevaba sobre los hombros una piel remendada de animal, logró alzar su hacha y detener el golpe, pero fue inútil. El mandoble de Gorst astilló el mango de su arma y empujó el pico de la parte posterior de la misma, que se le clavó profundamente debajo de la clavícula; después, la punta de acero de la larga espada de Gorst le abrió una enorme herida roja en el cuello.
Punto para mí.

El hombre abrió la boca, probablemente para gritar, y Gorst le clavó su espada corta en un lado de la cabeza, de tal modo que la punta acabó sobresaliendo por una de sus mejillas.
Otro más
. Gorst logró sacar su espada del cuerpo de su enemigo caído justo a tiempo, a la vez que desviaba la espada de su nuevo rival con su escudo, cuyo filo resbaló inofensivamente por la hombrera de su armadura. Alguien lo agarró. Gorst le aplastó la nariz con la empuñadura de su espada larga. Acto seguido, volvió a golpearle con ella y se la clavó en la cabeza.

Lo tenían rodeado. El mundo era una mera franja de luz reluciente que atravesaba la ranura de su yelmo, repleta de caballos que se zambullían en el río, hombres que se movían frenéticamente y armas centelleantes, donde sus propias espadas revoloteaban de aquí para allá por puro instinto para defenderse, para cortar y despedazar al mismo tiempo que tiraba de las riendas y obligaba a su montura, a la que dominaba el pánico, a dar vueltas en círculo sin sentido. Logró derribar a otro hombre de su silla y los anillos retorcidos de la cota de malla de éste salieron volando como el polvo de una alfombra al ser sacudida. Después, consiguió detener el mandoble de una espada cuya punta relució a corta distancia de su yelmo, aunque el impacto provocó que le zumbaran los oídos. Antes de que su dueño pudiera volver a arremeter contra él, recibió un hondo tajo en la espalda y cayó hacia delante gritando. Gorst lo agarró, prácticamente lo abrazó, y lo empujó bruscamente hacia el río, donde lo aguardaban los poderosos cascos de los caballos.

BOOK: Los héroes
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