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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (53 page)

BOOK: Los héroes
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Otro paso sigiloso más, otro crujido más. A Beck le pareció que podía oír cómo ese cabrón susurraba algo. Creyó que se burlaba de él. Sí, sabía que estaba allí. No pudo distinguir las palabras; el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba en los oídos y le parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas de un momento a otro. Beck intentó hundirse más aún en el armario y pegó un ojo a la hendidura irregular que había entre las dos planchas de la puerta. La amenazadora punta de una espada apareció en su campo de visión; después divisó la hoja, moteada de rojo. Debía de ser sangre de Colving o de Brait o de Reft. Y también sería la de Beck, dentro de muy poco. El metal retorcido alrededor de la empuñadura indicaba que se trataba de una espada de la Unión.

Beck oyó otro paso, otro chirrido más, y apoyó las puntas de los dedos contra la rugosa madera, sin apenas tocarla para evitar que las oxidadas bisagras le delataran. Aferró la cálida empuñadura de su espada, iluminada por una estrecha franja de luz que caía sobre la brillante hoja, mientras el resto de ella centelleaba en la oscuridad. Tenía que pelear. No le quedaba más remedio, si quería volver a ver a su madre y a sus hermanos y su granja. Y, en aquel momento, eso era lo único que deseaba.

Oyó un paso más. Respiró hondo e hinchó el pecho, permaneció inmóvil, muy inmóvil, y el tiempo se dilató. ¿Cuánto necesitaba un hombre para dar un paso?

Otro paso más.

Beck abrió la puerta de par en par y salió gritando. Una esquina que estaba suelta se enganchó en las tablas del suelo y tropezó con ella, perdiendo el equilibro. No le quedó otro remedio que cargar.

El hombre de la Unión, que aguardaba entre las sombras, volvió la cabeza. Beck se abalanzó sobre él y notó que la punta de su espada penetraba en el pecho de su adversario; después, entró toda la hoja hasta la cruceta de la empuñadura, donde se le clavaron los nudillos. Entre gruñidos, ambos giraron en un abrazo mortal y algo golpeó a Beck en la cabeza. Una viga baja. Cayó de espaldas y el hombre de la Unión se le vino encima con todo su peso. El golpe le robó el aliento y le aplastó la mano alrededor de la empuñadura de la espada. Los ojos de Beck necesitaron un momento para ajustarse, pero, cuando lo consiguieron, se percató de que se hallaba pegado a un rostro retorcido y espantado.

Sólo que no era ni mucho menos el de un hombre de la Unión. Era Reft.

Éste emitió un prolongado y lento resuello y le temblaron las mejillas. Después, tosió sangre sobre la cara de Beck.

Beck lloriqueó, pataleó y se revolvió hasta librarse de Reft. Después, se arrodilló a su lado y se limitó a observar.

Reft estaba tirado de lado. Rascó con una mano el suelo y alzó la vista hacia Beck. Estaba intentando decir algo, pero sus palabras eran meros borboteos. La sangre le burbujeaba en la boca y en la nariz. Fluía de su interior y se arrastraba sobre la madera de las tablas. En las sombras, era negra, pero profundamente roja allí donde atravesaba una zona de luz.

Beck le puso una mano en el hombro. Estuvo a punto de susurrar su nombre, aunque era consciente de que eso sería absurdo. Cerró la otra mano en torno a la empuñadura de su espada, que se encontraba empapada en sangre. Fue mucho más difícil sacarla de lo que había sido introducirla. Hizo un ruido como de succión al salir. Beck casi volvió a pronunciar el nombre de Reft y, entonces, se dio cuenta de que no podía hablar. Los dedos de Reft habían dejado de moverse, tenía los ojos completamente abiertos y los labios y el cuello manchados de rojo. Beck se pasó el dorso de una mano por la boca. Se dio cuenta de que la tenía ensangrentada. Se dio cuenta de que todo él estaba cubierto de sangre. Estaba empapado en ella. Estaba teñido de rojo. Se puso en pie y notó que el estómago se le revolvía. Los ojos de Reft seguían fijos en él. Entonces, se dirigió tambaleándose hacia las escaleras y descendió por ellas, pintando con su espada, con la espada de su padre, un reguero rosa en el yeso.

Abajo nadie se movía. Pudo oír ruidos de pelea en la calle, quizá. Y unos gritos enloquecidos. Había un ligero olor a humo en el aire que le provocó un cosquilleo en la garganta. La boca le sabía a sangre. A sangre, metal y carne cruda. Todos los muchachos estaban muertos. Stodder estaba tirado de bruces cerca de las escaleras, con un brazo extendido hacia ellas. Tenía la parte posterior del cráneo partida en dos y sus rizos oscuros enmarañados. Colvin estaba tirado contra la pared, con la cabeza echada hacia atrás, las manos apretadas sobre su rollizo estómago y la camisa empapada en sangre. Brait simplemente parecía un montón de harapos tirados en un rincón. Nunca había parecido mucho más que un montón de harapos, el pobre desgraciado.

También había cuatro hombres de la Unión muertos, muy cerca unos de otros, como si hubieran decidido mantenerse juntos. Beck se plantó en mitad de ellos. Eran el enemigo. Iban muy bien equipados. Portaban petos de acero, protectores en las piernas y unos cascos muy bien pulidos. En cambio, algunos muchachos como Brait habían muerto con poco más que un palo y la hoja de un cuchillo como arma. No era justo, la verdad. Nada de todo aquello era justo.

Uno de ellos estaba de costado, Beck lo enderezó con su bota, haciendo así que le bailara la cabeza y que se quedara mirando con los ojos entrecerrados hacia el techo, como si estuviera bizco. Aparte de su equipo, no parecía tener nada de especial. Era más joven de lo que Beck había esperado y prácticamente barbilampiño. Era el enemigo.

Oyó un golpe. La puerta astillada saltó de sus goznes y alguien se abalanzó al interior de la estancia, sosteniendo un escudo frente a sí y una maza en la otra mano. Beck se quedó inmóvil mirando. Ni siquiera levantó la espada. El hombre avanzó cojeando y dejó escapar un prolongado silbido.

—¿Qué ha pasado aquí, muchacho? —preguntó Flood.

—No lo sé —y, sinceramente, no lo sabía. O al menos sabía el qué, pero no el cómo. Ni el porqué—. He matado… —intentó señalar hacia el piso de arriba, pero no consiguió alzar el brazo. Al final, señaló a los muchachos de la Unión que yacían muertos a sus pies—. He matado…

—¿Estás herido?—inquirió Flood, mientras le manoseaba la camisa empapada en sangre, en busca de alguna herida.

—No es mía.

—Has liquidado a cuatro de estos cabrones, ¿eh? ¿Dónde está Reft?

—Muerto.

—Ya. Bueno. No sirve de nada darle más vueltas. Al menos tú te has salvado —Flood le pasó un brazo por los hombros y lo condujo hacia la luz de la calle.

Beck sintió el frío del viento a través de su camisa empapada en sangre y sus pantalones empapados de orín. Empezó a temblar. Vio que los adoquines estaban cubiertos de polvo y cenizas, de astillas de madera y armas caídas. Había muertos de ambos bandos diseminados por el suelo y también heridos. Vio a un hombre de la Unión alzar indefenso un brazo mientras dos Siervos le asestaban varios hachazos. El humo seguía flotando sobre la plaza; entonces, Beck vio que se estaba librando una nueva batalla en el puente, divisó sombras de hombres y armas entre la bruma, así como alguna que otra flecha perdida.

Un veterano grandote, vestido con una cota de malla oscura y un casco abollado, que iba a lomos de un caballo, azuzaba a sus hombres, mientras señalaba hacia el otro lado de la plaza con un palo de madera roto, rugiendo con todas sus fuerzas con la voz ronca por el humo:

—¡Obligadles a retroceder hasta el otro lado del puente! ¡Empujad a esos cabrones!

Uno de sus hombres portaba un estandarte: un caballo blanco sobre fondo verde. El emblema de Reachey. Lo cual, supuso Beck, convertía al veterano en el propio Reachey.

Beck apenas había empezado a comprender la situación. Los hombres del Norte habían organizado un ataque por su cuenta, tal y como Flood había predicho, sorprendiendo así a los efectivos de la Unión, que se hallaron atrapados entre las casas y los serpenteantes callejones. Los habían obligado a volver a cruzar el río. Parecía que, después de todo, iba a poder sobrevivir a aquel día, y el mero hecho de pensarlo hizo que le entrasen ganas de llorar. A lo mejor lo habría hecho, si no hubiera tenido los ojos húmedos ya por el humo.

—¡Reachey!

El viejo guerrero se volvió hacia ellos.

—¡Flood! ¿Todavía sigues con vida, viejo cabrón?

—Sólo a medias, jefe. Estamos librando una lucha dura en todas partes.

—Dímelo a mí. ¡Se me ha partido la puñetera hacha! Los hombres de la Unión tienen buenos cascos, ¿eh? ¡Pero no lo suficientemente buenos! —Reachey arrojó el astillado mango hacia el otro extremo de la destrozada plaza—. Has hecho un buen trabajo aquí.

—Pero he perdido a todos mis muchachos —replicó Flood—. Sólo me queda éste —añadió, dándole una palmadita a Beck en el hombro—. Ha liquidado a cuatro de esos cabrones él solo, sí, él solo.

—¿Cuatro? ¿Cómo te llamas muchacho?

Beck alzó la mirada hacia Reachey y sus Grandes Guerreros. Todos le estaban observando. Debería haberles contado la verdad. Pero incluso aunque hubiera tenido el valor necesario, que no lo tenía, no habría tenido aliento suficiente para pronunciar tantas palabras. De modo que se limitó a decir:

—Beck.

—¿Sólo Beck?

—Sí.

Reachey sonrió.

—Un hombre como tú necesita un nombre más sonoro y completo, diría yo. Te llamaremos… —miró a Beck de arriba abajo por un momento, después asintió para sí como si tuviera la respuesta— Beck el Rojo —se volvió en su silla de montar y gritó en dirección a sus Grandes Guerreros—. ¿Qué os parece, muchachos? ¡Es Beck el Rojo!

Acto seguido, todos golpearon sus escudos con las empuñaduras de sus espadas, y se golpearon el pecho con sus guantes, provocando así un gran estruendo.

—¿Habéis visto esto? —gritó Reachey—. ¡Éste es el tipo de muchacho que necesitamos! ¡Miradle bien todos! ¡A ver si encontramos más como él! ¡Más cabrones sedientos de sangre!

La plaza se llenó de risas, gritos y asentimientos de aprobación. En su gran mayoría, celebraban que la Unión había vuelto a ser rechazada hasta el otro lado del puente, pero también en parte por lo que había hecho él en ese día teñido de sangre. Siempre había querido que lo respetaran y hallarse en compañía de grandes guerreros, y, por encima de todo, siempre había deseado poseer un apodo temible. Ahora lo tenía todo y lo único que había tenido que hacer para conseguirlo había sido esconderse en un armario, matar a uno de su propio bando y después apropiarse del mérito de lo que éste había hecho.

—Beck el Rojo —Flood sonrió orgulloso, como un padre ante los primeros pasos de su hijo—. ¿Qué te parece el apodo, muchacho?

Beck clavó la mirada en el suelo.

—No sé qué decir.

Un hombre de honor

—¡Ah! —Craw se alejó instintivamente de la aguja, aunque así sólo consiguió que el hilo le tirase de la mejilla y le doliese aún más—. ¡Ah!

—A menudo —murmuró Whirrun—, es mejor aceptar el dolor en vez de intentar huir de él. Las cosas son menos aterradoras cuando uno las afronta.

—Eso es fácil decirlo cuando eres tú quien maneja la aguja —jadeó Craw entre dientes mientras la punta de la aguja se adentraba nuevamente en su mejilla. No era ni mucho menos la primera vez que le daban puntos, pero resulta curioso lo rápidamente que se olvidan determinados tipos de dolor. Sin embargo, ahora volvía a recordarlo perfectamente—. Lo mejor será acabar cuanto antes, ¿eh?

—No podría estar más de acuerdo, pero la triste verdad es que soy mucho mejor asesino que curandero. Es la tragedia de mi vida. No se me da mal coser y sé distinguir el Pie de Cuervo del Alomantre y cómo aplicar ambos a un vendaje, y puedo canturrear uno o dos ensalmos…

—¿Y funcionan?

—Tal como los canto yo, sólo para espantar a los gatos.

—¡Ah! —gruñó Craw mientras Whirrun apretaba el corte entre el índice y el pulgar y volvía a pasarle la aguja. Ciertamente debía dejar de lloriquear, había muchos que habían sufrido heridas mucho peores que un corte en la mejilla.

—Lo siento —masculló Whirrun—. ¿Sabes? Ya había meditado antes sobre esto, de vez en cuando, en los momentos tranquilos…

—Tienes muchos, ¿verdad?

—Bueno, lo cierto es que te estás tomando tu tiempo para mostrarme mi destino. En cualquier caso, me da la impresión de que un hombre puede llevar a cabo muchas maldades en muy poco tiempo. En realidad, basta con blandir una espada. Pero para hacer el bien hay que dedicarle tiempo. Y todo tipo de esfuerzos. La mayor parte de los hombres carecen de la paciencia necesaria. Especialmente, hoy en día.

—Es el signo de los tiempos —Craw hizo una pausa y se mordisqueó un jirón de piel suelta que tenía en el labio inferior—. ¿Digo demasiado a menudo esa frase? ¿Me estoy convirtiendo en mi padre? ¿Me estoy convirtiendo en un viejo bobo y aburrido?

—Todos los héroes acaban así.

Craw resopló.

—Será los que viven para oír sus canciones.

—Para un hombre, oír las canciones que se cantan sobre él supone una terrible presión. Cualquiera se volvería gilipollas.

—Eso suponiendo que no lo fuese de antemano.

—No creo que eso sea lo habitual. Supongo que oír canciones sobre guerreros hace que los demás se sientan valerosos a su vez, pero, para empezar, un gran guerrero ha de estar como poco medio loco.

—Oh, yo he conocido a un par de grandes guerreros que no estaban locos en absoluto. Sólo eran unos cabrones egoístas y despiadados a los que les daba todo igual.

Whirrun cortó el hilo con los dientes.

—Ésa es la otra opción más común.

—Entonces, ¿qué eres tú, Whirrun? ¿Un loco o un capullo sin corazón?

—Intento hallar el término medio entre ambas opciones.

Craw se rió a pesar de la palpitación que notaba en la mejilla.

—Para eso precisamente sí que hay que ser un puñetero héroe, sí, sin duda.

Whirrun dejó de estar de puntillas y se apoyó por fin sobre los talones.

—Ya estás listo. Y debo decir, aunque eso sea echarme flores, que no ha quedado nada mal. A lo mejor, después de todo, dejo lo de matar para dedicarme a curar.

Entonces, una voz áspera se alzó por encima del débil zumbido que todavía sonaba en los oídos de Craw.

—Bien, pero hazlo después de que haya terminado esta batalla, ¿eh?

Whirrun parpadeó.

—Vaya, pero si es el Protector del Norte. Sí, ya me siento… tan protegido. Completamente envuelto, como en un buen abrigo.

—Toda mi vida he provocado ese efecto en la gente —Dow bajó la mirada hacia Craw, con los brazos en jarras. El sol brillaba a sus espaldas.

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