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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (25 page)

BOOK: Los héroes
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—Bueno, señor, andamos un poco escasos de flechas para las ballestas, general, señor.

—¿Y?

—Al parecer, la gente que empaquetó los suministros consideraba que la munición era muy importante.

—Naturalmente.

—Así que fue lo primero que empaquetaron.

—Lo primero.

—Sí, señor. Es decir, que estaba al fondo, señor.

—¿Al fondo?

—¡Señor! —exclamó un hombre que portaba un uniforme prístino e iba con la barbilla muy alta, el cual saludó a Jalenhorm con tanta vehemencia que el choque de sus tacones tremendamente lustrosos casi resultó doloroso de oír.

El general se bajó del caballo y le estrechó la mano.

—¡Coronel Wetterlant, me alegro de verlo! ¿Cómo va todo?

—Bastante bien, señor, casi todo el Sexto Regimiento se encuentra ya aquí arriba, aunque nos falta gran parte de nuestro equipo —Wetterlant los guió a través de la hierba, al mismo tiempo que los soldados hacían todo cuanto podían para abrirles paso en medio de aquel caos—. También contamos con un batallón del Regimiento de Rostod, aunque nadie sabe qué ha sido de su comandante en jefe.

—Creo que ha sufrido un ataque de gota… —masculló alguien.

—¿Eso es una tumba? —preguntó Jalenhorm, quien señalaba un trozo de tierra revuelta recientemente, situado bajo la sombra de una de las piedras, donde podían verse multitud de huellas de botas.

El coronel lo observó con el ceño fruncido.

—Bueno, supongo que…

—¿Alguna señal de los hombres del Norte?

—Algunos de mis hombres han detectado movimiento en el bosque, al norte, pero no hay nada que indique a ciencia cierta que se trata del enemigo. Lo más probable es que sólo fueran ovejas —contestó Wetterlant, mientras los guiaba entre dos de aquellas piedras de altura imponente—. Aparte de eso, no hay ni rastro de esos hijos de perra. Bueno, aparte de lo que se dejaron aquí, claro está.

—Uf —dijo uno de los oficiales del estado mayor, quien de inmediato apartó la mirada.

Varios cuerpos ensangrentados yacían en el suelo dispuestos en fila. Uno de ellos había sido partido por la mitad y había perdido un antebrazo; además, las moscas se encontraban muy ocupadas con sus entrañas expuestas.

—¿Se ha librado hoy aquí un combate? —inquirió Jalenhorm, mientras contemplaba los cadáveres con gesto de contrariedad.

—No, ayer. Y eran de los nuestros. Según parece, eran exploradores del Sabueso —contestó el coronel, quien señaló a un pequeño grupo de hombres del Norte, que estaban muy ocupados cavando unas tumbas; entre ellos, destacaban uno muy alto que llevaba un pájaro rojo dibujado en su escudo y un viejo corpulento.

—¿Y qué le ocurrió a este caballo?

El corcel yacía de lado y una flecha sobresalía de su vientre hinchado.

—No lo sé realmente.

Gorst contempló las defensas, que ya eran considerables. Unos lanceros habían ocupado el muro de piedra seca a este lado de la colina, se encontraban apiñados, hombro con hombro, en un hueco donde un sendero irregular cruzaba la ladera. Tras ellos, más arriba de la pendiente, una amplia doble curva conformada por arqueros que enredaban con sus ballestas y flechas o simplemente vagueaban, mientras mascaban desconsoladamente raciones resecas, a la vez que un par de ellos discutían sobre quién había ganado a los dados.

—Bien —dijo Jalenhorm—, bien —sin especificar exactamente a qué daba su aprobación. Frunció el ceño al observar ese mosaico de campos y pastos, así como las pocas granjas que había y el bosque que se extendía por la parte norte del valle. Era un bosque frondoso, como los que cubrían gran parte del país; ese conjunto monótono de árboles únicamente se veía interrumpido por las tenues rayas que conformaban los dos caminos que llevaban al norte entre los cerros. Uno de ellos llevaba presumiblemente a Carleon.
Y a la victoria.

—Podría haber diez Hombres del Norte ahí o diez mil —masculló Jalenhorm—. Debemos tener cuidado. No debemos subestimar a Dow el Negro. Yo estuve en Cumnur, donde fue asesinado el príncipe Ladisla, ¿lo sabía, Gorst? Bueno, en realidad, estuve ahí el día anterior a la batalla, sí, pero estuve ahí. Fue un aciago día para el ejército de la Unión. No podemos permitirnos otro desastre así, ¿eh?

Le sugiero encarecidamente que renuncie a su cargo y que luego permita que alguien con mejores credenciales asuma el mando.

—No, señor.

Para cuando respondió, Jalenhorm ya se había alejado para hablar con Wetterlant. Gorst no se lo podía echar en cara,
¿Cuándo fue la última vez que dije algo que mereciera la pena ser escuchado? Me limito a decir que sí a todo de manera insulsa y a resoplar cuando no quiero comprometerme. El balido de una cabra valdría también para cumplir el mismo propósito
. Entonces, dio la espalda al grupo de oficiales del estado mayor y deambuló en dirección al lugar donde los Hombres del Norte estaban cavando las tumbas. El de pelo gris, que estaba apoyado sobre su pala, lo vio llegar.

—Me llamo Gorst.

El más anciano arqueó las cejas.
¿Te sorprende que un hombre de la Unión se digne a hablar con un norteño, o te sorprende que un hombretón como yo hable como una niña?

—Y yo Hardbread. Lucho con el Sabueso —pronunció esas palabras con cierta dificultad pues tenía la boca severamente lastimada.

Gorst movió la cabeza levemente en dirección a los cadáveres.

—¿Son tus hombres?

—Sí.

—¿Luchasteis aquí arriba?

—Contra una docena liderada por un hombre llamado Curnden Craw —contestó, a la vez que se frotaba la mandíbula magullada—. Aunque éramos más, perdimos.

Gorst contempló el círculo de piedras con el ceño fruncido.

—Contaban con la ventaja del terreno.

—Con eso y con Whirrun de Bligh.

—¿Con quién?

—Con un puto héroe —comentó irónicamente el que llevaba dibujado un pájaro rojo en su escudo.

—Ese tipo proviene del norte, de los valles de allá arriba —contestó Hardbread—, donde nieva todo el día.

—Ese cabrón está loco —rezongó uno de los hombres de Hardbread, que se acariciaba un brazo vendado—. Dicen que se bebe sus propios meados.

—Yo he oído que devora niños.

—Tiene una espada que cayó del cielo —en ese instante, Hardbread se secó la frente con la parte posterior de uno de sus gruesos antebrazos—. Allá arriba, en las nieves, adoran a esa cosa.

—¿Adoran a una espada? —preguntó Gorst.

—Creen que Dios la dejó caer o algo así. ¿Quién sabe lo que piensan allá arriba? De un modo u otro, el tarado de Whirrun es un cabrón muy peligroso —Hardbread se pasó la lengua por un hueco donde debería haber estado un diente, por el gesto de dolor que hizo ese hueco era reciente—. Te lo digo por propia experiencia.

Gorst contempló el bosque contrariado, donde los árboles brillaban con un color verde oscuro bajo el sol.

—¿Creéis que los hombres de Dow el Negro están cerca?

—Supongo que sí.

—¿Por qué?

—Porque Craw peleó a pesar de llevar todas las de perder y no es un hombre que pelee por nada. Dow el Negro quería esta colina —Hardbread se encogió de hombros mientras volvía a doblar el espinazo y retomaba su tarea—. Ahora, estamos enterrando a estos pobres desgraciados y luego bajaremos. Voy a dejar un diente ahí, en la pendiente, y un sobrino aquí, en el barro, y no tengo ninguna intención de dejar nada más en este puñetero lugar.

—Gracias.

Gorst se volvió en dirección a Jalenhorm y sus oficiales de alta graduación, quienes se encontraban ahora enzarzados en un acalorado debate sobre si la última compañía en llegar debería ser colocada detrás o delante de ese muro en ruinas.

—¡General! —exclamó—. ¡Los exploradores creen que Dow el Negro podría hallarse muy cerca!

—¡Espero que sí! —replicó Jalenhorm, aunque resultaba obvio que apenas le estaba haciendo caso—. ¡Los cruces están en nuestras manos! ¡Nuestro primer objetivo era tomar el control de los tres que hay!

—Creía que había cuatro.

Alguien pronunció esas palabras con serenidad y, de inmediato, se extendió un murmullo, aunque menguó al instante. Todo el mundo se giró hacia un joven teniente bastante pálido, que parecía un tanto sorprendido de haberse convertido en el centro de atención.

—¿Cuatro? —le espetó Jalenhorm a aquel joven—. Tenemos el Puente Viejo al oeste —afirmó estirando un brazo de tal modo que no derribó a un corpulento mayor por muy poco—. El puente de Osrung al oeste. Y los bajíos que hemos cruzado para llegar aquí. Sí, son tres cruces —el general agitó tres enormes dedos delante de la cara del teniente—. ¡Y todos están en nuestras manos!

El joven se ruborizó.

—Uno de los exploradores me ha contado que, al oeste del Puente Viejo, hay un sendero que atraviesa las ciénagas, señor.

—¿Un sendero que atraviesa las ciénagas? —Jalenhorm miró hacia el oeste con los ojos entrecerrados—. ¿Se trata de un camino secreto? Es decir, ¡los Hombres del Norte podrían utilizar ese sendero para rodearnos! ¡Buen trabajo, muchacho, sí, señor!

—Bueno, gracias, señor…

El general giró en una dirección y luego en otra, clavando los tacones en el césped, dando vueltas como si la estrategia correcta siempre se hallara justo detrás de él.

—¿Quién no ha cruzado aún el río?

Los oficiales se arremolinaron a su alrededor, pues siempre se esforzaban por estar a la vista del general.

—¿El Octavo Regimiento ya ha subido?

—Creía que el resto del Decimotercer…

—¡El Primero de Caballería del coronel Vallimir todavía se encuentra desplegado ahí!

—Creo que tienen un batallón preparado, acaban de reencontrarse con sus caballos…

—¡Excelente! Envía un mensajero al coronel Vallimir con la orden de que debe cruzar los cenagales con ese batallón.

Un par de oficiales mascullaron su aprobación y otros se miraron un tanto nerviosos unos a otros.

—¿Todo un batallón? —murmuró uno de ellos—. ¿Ese sendero es adecuado para…?

Jalenhorm zanjó el debate agitando enérgicamente la mano.

—¡Coronel Gorst! Monte en su caballo y vuelva a cruzar el río para comunicarle mis deseos al coronel Vallimir, cerciórese de que el enemigo no nos pueda dar una desagradable sorpresa.

Gorst se quedó parado un instante.

—General, preferiría quedarme aquí, donde puedo…

—Lo entiendo perfectamente. Quiere estar cerca de la acción, pero el rey me pidió específicamente en su última carta que hiciera todo lo posible para alejarle a usted del peligro. No se preocupe, la vanguardia podrá arreglárselas perfectamente sin usted. Los amigos del rey debemos apoyarnos mutuamente, ¿verdad?

¡Sí, todos los necios del rey debemos danzar alegremente con este variopinto y disparatado ejército al compás de la misma demencial música de corneta! ¡Que el de la voz estúpida saque otra rueda de un carromato del barro, ay, que me parto!

Claro, señor.

A continuación, Gorst caminó pesadamente hacia su caballo.

Scale

Calder espoleó a su caballo para descender por un sendero tan tenue que ni siquiera estaba seguro de que lo fuera, con una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. Aunque no podía saber a ciencia cierta si Deep y Shallow lo estaban vigilando, seguramente lo estaban haciendo, ya que él era su mejor fuente de ingresos. Además, tampoco tendría mucho sentido que existiera gente como Deep y Shallow si un hombre como Calder era capaz de saber dónde se encontraban, pero, por los muertos, le habría gustado tener algo de compañía. Como un hombre hambriento al que le lanzan un mendrugo de pan, ver a Curnden Craw únicamente había logrado abrir el apetito de Calder por ver caras amistosas.

Había cabalgado con los hombres de Cabeza de Hierro, sufriendo su desprecio, y también con los de Tenways, sufriendo su hostilidad, y ahora se dirigía hacia el bosque situado en el extremo oeste del valle, donde los hombres de Scale se encontraban reunidos. Los hombres de su hermano, que también eran los suyos, o eso suponía, aunque no tenía la sensación de que fuera así, eran unos cabrones de aspecto muy rudo, harapientos por la dura marcha y repletos de vendas por la dura lucha. Fatigados por hallarse lejos del favor de Dow el Negro, para quien habían realizado las misiones más duras a cambio de las recompensas más exiguas. No tenían aspecto de hallarse de humor para celebrar nada y menos aún la llegada del cobarde hermano de su jefe.

Tampoco ayudaba el hecho de que se sintiera tan incómodo con esa cota de malla, que se había puesto para la ocasión con la esperanza de poder transmitir la impresión de que era un príncipe guerrero. Había sido un regalo que le había hecho su padre hace años, estaba hecha con acero estirio y era más ligera que la mayoría de las aleaciones norteñas, pero, aun así, tan pesada como un yunque y daba tanto calor como la piel de oveja. Calder no entendía cómo eran capaces de llevar encima esos puñeteros chismes durante varios días. Corrían con ellas. Dormían con ellas. Luchaban con ellas. Era una locura luchar con algo así. Luchar era una locura. Nunca había entendido qué gracia le veían los demás.

Y pocos hombres le veían más gracia a la lucha que su propio hermano, Scale.

Éste se encontraba de cuclillas en un claro con un mapa extendido ante él. Pálido como la Nieve se encontraba a su izquierda y Ojo Blanco Hansul, a su derecha; ambos habían sido camaradas del padre de Calder en la época en que éste había gobernado la mayor parte del Norte. Esos hombres habían caído en desgracia en cuanto Nueve el Sanguinario tiró al padre de Calder por una de sus almenas. Casi habían caído tan bajo como el propio Calder.

Él y Scale eran hijos de distintas madres y la gente siempre solía bromear con que la de Scale debería haber sido un toro. Pues tenía aspecto de toro, de uno particularmente agresivo y musculoso. Era todo lo contrario de Calder en casi todos los aspectos; era rubio mientras que Calder era moreno, tenía unos rasgos suaves mientras que Calder era de facciones duras; además, era fácil de enfadar y muy lento a la hora de pensar. No se parecía en nada a su padre. Calder se parecía más a Bethod y todo el mundo lo sabía. Ésa era una de las razones por la que lo odiaban tanto. Por eso y porque se había pasado casi toda la vida actuando como un capullo.

Scale alzó la vista en cuanto escuchó los cascos del caballo de Calder, lo recibió con una gran sonrisa mientras se acercaba a él a zancadas, aún cojeaba por culpa de aquella herida que le había infligido en su día Nueve el Sanguinario. Portaba su cota de malla como si no pesara nada, como una doncella lleva un vestido recto; se trataba de una cota de malla doble muy pesada y forjada en color negro, que contaba con unas placas de acero negro en la parte superior y que tenía rozaduras y abolladuras por todas partes. «Id siempre armados», les solía decir su padre, Scale se lo había tomado al pie de la letra. Llevaba varios cinturones entrecruzados encima, así como un buen número de armas: dos espadas y una gran maza en el cinturón, tres cuchillos que se podían ver a simple vista y probablemente unos cuantos más ocultos. Llevaba una venda en la cabeza que estaba manchada de marrón a un lado y tenía una nueva marca en la ceja que venía a sumarse a su colección de cicatrices, que crecía con suma rapidez. Daba la impresión de que los frecuentes intentos por parte de Calder de convencer a Scale de que debía evitar toda batalla habían sido tan en balde como los frecuentes intentos de Scale de convencer a Calder de que participara en una.

BOOK: Los héroes
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