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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (20 page)

BOOK: Los héroes
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Durante un rato, un perro moteado le ladró mientras corría pegado a sus talones; tenía la tripa hinchada de un modo grotesco y, al final, lo abandonó para rebuscar entre un gran montón de basura que había junto al camino.
¿Será nuestra basura la única marca perdurable que dejaremos en este país? ¿Nuestra basura y nuestras tumbas?
En ese momento, atravesaba, mientras corría pesadamente, el campamento de la división de Jalenhorm, un extenso laberinto de lonas sumidas en un dichoso silencio aletargado. La niebla se aferraba a la hierba aplastada, formaba espirales en las tiendas más cercanas y transformaba las más lejanas en espectros. Una hilera de caballos lo observó con cierto pesar por encima de sus morrales. Un centinela solitario, que se encontraba con las manos extendidas para calentarse junto a un brasero —una mancha carmesí que daba una pincelada de color a la penumbra mientras unas chispas naranjas revoloteaban a su alrededor—, miró boquiabierto a Gorst mientras éste se esforzaba por seguir avanzando y lo dejaba atrás.

Sus siervos lo estaban esperando en el claro que había frente a su tienda. Rurgen le trajo un cubo del que bebió con ganas, el agua fría recorrió su ardiente gaznate. Younger trajo un estuche, haciendo un gran esfuerzo pues pesaba mucho, del que Gorst sacó unas espadas que utilizaba para practicar. Se trataba de unos objetos de metal llenos de abolladuras, romos y largos, cuyas empuñaduras eran tan grandes como ladrillos para dar cierta sensación de equilibrio al conjunto, y pesaban el triple que las espadas que utilizaban en batalla, que ya eran pesadas de por sí.

Se le acercaron sumidos en un prodigioso silencio, Rurgen armado con un escudo y un palo y Younger, con una garrocha; Gorst intentó defenderse con su enorme espada. No le dieron tiempo ni la oportunidad de prepararse, ni mostraron tampoco misericordia alguna ni respeto. Tampoco él quería nada de eso. Antes de Sipani, se le habían dado muchas oportunidades y se había vuelto demasiado blando, flojo. Cuando llegó el momento de la verdad, le faltó preparación para afrontar la adversidad. Pero eso nunca volvería a suceder. Si llegaba otro momento de la verdad, se encontrarían con que se había vuelto tan duro como el acero, como un acero con un filo inmisericorde y letal. Por eso, todas las mañanas de los últimos cuatro años, todas las mañanas después de lo sucedido en Sipani, todas las mañanas sin falta, ya podía llover o hacer calor o nevar… se entrenaba.

Se escuchó el ruido hueco de la madera al rozar el metal. Se escucharon varios golpes sordos y algún gruñido ocasional mientras el palo y la garrocha rebotaban en la armadura o acertaban en los espacios desprotegidos que dejaba ésta. La cadencia de la respiración de Gorst se aceleró demasiado y se le desbocó el corazón por el descomunal esfuerzo. El sudor empapó su chaqueta, le cubrió la cabeza y salía despedido de su visor en gruesas gotas. Le dolían todos los músculos, el sufrimiento era cada vez peor, aunque, al mismo tiempo, cada vez mejor, como si así fuera capaz de borrar la desgracia que había sufrido y volver a vivir.

Al cabo de un rato, se quedó allí quieto, con la boca abierta y los ojos cerrados, mientras le desabrochaban la armadura. En cuanto le quitaron la coraza, se sintió como si estuviera flotando. Como si ascendiera al cielo para nunca volver a bajar,
¿Qué es eso que flota ahí arriba por encima del ejército? ¡Oh, pero si es el famoso cabeza de turco de Bremer dan Gorst, que por fin se ha liberado de las garras de la tierra!

Se quitó la ropa, que estaba empapada de sudor y apestaba. Tenía los brazos tan hinchados que apenas era capaz de doblarlos. Permaneció desnudo, pese al frío de la mañana, cubierto de moratones y rozaduras, mientras desprendía vaho como un pudín recién sacado del horno. Sobresaltado, profirió un grito ahogado cuando le arrojaron agua helada encima, recién sacada del arroyo. Younger le lanzó un paño con el que se secó, Rurgen trajo ropa limpia y, acto seguido, se vistió mientras sus sirvientes limpiaban su armadura para que recobrara su tenue y eficiente lustre habitual.

El sol ascendía arrastrándose por el irregular horizonte y, entonces, a través de un hueco que había entre los árboles, Gorst pudo ver cómo los soldados del Primer Regimiento del Rey salían de sus tiendas y desprendían vaho por la boca en aquel gélido amanecer. Observó cómo se colocaban sus armaduras, cómo atizaban esperanzados las ascuas de fuegos ya apagados y cómo se preparaban para la marcha de aquella mañana. Un grupo de ellos, bostezando aún, había sido llevado a rastras a presenciar cómo azotaban a uno de sus compañeros por alguna indisciplina. El látigo dejó unas tenues líneas rojas sobre su espalda desnuda y su restallido seco y agudo llegó a oídos de Gorst acompañado unos instantes después por el gemido del soldado.
No se da cuenta de la suerte que tiene. Ojalá mi castigo hubiera sido tan breve, tan intenso, tan merecido.

Las espadas de combate de Gorst habían sido forjadas por Calvez, el mejor forjador de Estiria. Era un regalo del rey por haberle salvado la vida en la Batalla de Adua. Rurgen sacó la larga espada de su vaina y mostró sus dos lados, cuyo metal inmaculadamente lustroso centelleó bajo la luz del alba. Gorst asintió. Su sirviente le mostró su espada corta a continuación, cuyo filo brillaba gélido. Gorst asintió, cogió la armadura y se la colocó. Después, apoyó una mano sobre el hombro de Younger y la otra sobre el de Rurgen y, sonriendo, les dio un cariñoso apretón.

Rurgen habló en voz baja, para respetar aquel hondo silencio.

—El general Jalenhorm ha pedido que se una a él en la cabeza de la columna, señor, en cuanto la división inicie la marcha.

Younger observó con los ojos entrecerrados un cielo que cada vez era más brillante.

—Estamos a sólo diez kilómetros de Osrung, señor. ¿Cree que hoy entraremos en combate?

—Espero que no —
pero, por los Hados, espero que sí. Oh, por favor, por favor, por favor, sólo os imploro una cosa: que pueda luchar pronto.

Ambición

—¿Fin?

—¿Mmmm?

Él se apoyó sobre el codo, mostrándole una amplia sonrisa.

—Te quiero.

—Mmmm.

Una larga pausa. Ella había dejado hace tiempo de esperar que el amor le cayera encima como un relámpago. Alguna gente es propensa a vivir amores de ese tipo, pero otros son más duros de mollera.

—¿Fin?

—¿Mmmm?

—Te quiero. De veras.

Sí, lo amaba, pese a que, de algún modo, le costaba pronunciar esas palabras. Sentía algo muy parecido al amor. Él tenía un aspecto magnífico con el uniforme, y mucho mejor sin él; a veces, la sorprendía, pues lograba hacerla reír y, sin duda alguna, cuando se besaban saltaban chispas. Era un hombre honorable, generoso, diligente, respetuoso y olía bien… aunque no poseía un intelecto descomunal, la verdad sea dicha, pero probablemente eso también era positivo. Rara vez hay espacio para dos grandes intelectos en un matrimonio.

—Buen chico —murmuró ella, dándole unas palmaditas en la mejilla. Le tenía un gran afecto y sólo sentía cierto desprecio por él de vez en cuando, lo cual era mucho más de lo que podía decir sobre la mayoría de los hombres. Además, hacían una buena pareja. Optimista y pesimista, idealista y pragmática, soñador y cínica. Por no hablar de que él era de sangre noble y ella tenía una ambición insaciable.

El dio un suspiro teñido de decepción.

—Juro que no hay hombre en todo el puñetero ejército que no te ame.

—¿Tu comandante en jefe, el Lord Gobernador Meed, también?

—Bueno… no, casi seguro que él no, pero incluso él caería rendido ante tus encantos si te abstuvieras de dejarlo constantemente como un estúpido.

—Si me abstuviera, él solito acabaría demostrando también lo que es realmente.

—Es probable, pero los hombres toleran eso mucho mejor.

—De todos modos, sólo hay un oficial cuya opinión me importe algo.

El sonrió mientras recorría las costillas de su amada con la punta de uno de sus dedos.

—¿De veras?

—Sí, el capitán Hardrick —afirmó, chasqueando la lengua—. Debe de ser por esos pantalones de caballería que lleva tan sumamente prietos. Me gusta dejar caer cosas delante de él para que se incline a recogerlas. Huuuuy —se llevó un dedo a los labios, a la vez que le hacía ojitos—. ¡Qué torpe soy, se me ha caído otra vez el abanico! ¿Me hace el favor de recogerlo, por favor, capitán? Ya casi lo tiene. Sólo tiene que agacharse un poco más, capitán. Sólo… un poco…
más.

—Pero qué desvergonzada eres. Aunque no creo que Hardrick hiciera una buena pareja contigo. Ese hombre es más aburrido que una ostra. Con él, te morirías de aburrimiento en unos minutos.

Finree hinchó los carrillos y resopló.

—Es probable que tengas razón. Un buen culo da para lo que da. Eso es algo que la mayoría de los hombres nunca llegan a comprender. Tal vez… —entonces, repasó mentalmente a todos sus conocidos en busca del amante más ridículo y sonrió al dar con el candidato perfecto—. ¿Qué te parece Bremer dan Gorst? No se puede decir que sea un tipo apuesto… ni ingenioso… ni tiene una buena posición social, pero intuyo que unas hondas emociones se ocultan tras esa fachada tan vulgar. Costaría acostumbrarse a su voz, por supuesto, aunque también es cierto que resulta muy difícil arrancarle más de un par de palabras seguidas, pero si te gustan los tipos fuertes y callados, creo que en ambos aspectos se lleva la puntuación máxima… ¿Qué? —Hal ya no se reía—. Estoy bromeando. Hace años que lo conozco. Es inofensivo.

—¿Inofensivo? ¿Le has visto alguna vez luchar?

—Le he visto combatir en un duelo de esgrima.

—No es lo mismo.

Sabía que él se estaba mordiendo la lengua para no comentar nada más al respecto y eso le hizo querer saber más.

—¿Le has visto luchar?

—Sí.

—¿Y?

—Y… me alegro de que esté de nuestro lado.

Ella le acarició con un dedo la punta de la nariz.

—Oh, mi pobre nene. ¿Le tienes miedo?

Se apartó de ella y se dio la vuelta para quedarse mirando al techo.

—Un poco. Todo el mundo debería tenerle un poco de miedo a Bremer dan Gorst.

Esa afirmación la sorprendió. Nunca se le había ocurrido pensar que Hal tuviera miedo a algo. Se quedaron ahí quietos, por un momento, mientras la lona por encima de ellos se agitaba suavemente mecida por el viento que soplaba fuera.

Ahora se sentía culpable. Amaba a Hal. El día en que le pidió la mano, había evaluado la situación detenidamente. Había sopesado todos los pros y contras, se había demostrado categóricamente a sí misma que Hal le convenía. Era un buen hombre. De los mejores que existían. Además, tenía una dentadura excelente. Era sincero, valiente y leal, quizá en demasía. Pero esas cosas no son siempre suficientes. Por eso él necesitaba a alguien más pragmático a su lado que lo ayudara a navegar entre procelosas aguas. Por eso la necesitaba.

—Hal.

—¿Sí?

Ella se giró hacia él y se apretó contra su cálido costado, para susurrarle al oído.

—Te quiero.

Tenía que admitir que disfrutaba del poder que ejercía sobre él. Con sólo eso bastaba para que estuviera radiante de alegría.

—Buena chica —susurró y la besó. Ella le devolvió el beso, a la vez que enredaba el pelo de su amado en sus dedos. ¿Qué es el amor, sino dar con alguien que encaja contigo? ¿Alguien que compensa tus defectos?

Alguien con quien puedes colaborar. Al que puedes moldear.

Aliz dan Brint era bastante guapa, bastante lista y de una familia lo bastante acomodada como para que no fuera una vergüenza tenerla como amiga, pero no lo bastante guapa, ni lo bastante lista, ni de una familia lo bastante acomodada como para que supusiera una amenaza. Cumplía todos los estrictos requisitos que Finree exigía para cultivar una amistad sin correr ningún peligro de ser eclipsada. Nunca le había gustado que alguien la eclipsara.

—Me está costando un poco adaptarme —murmuró Aliz, posando sus ojos de rubias pestañas sobre la columna de soldados que marchaba junto a ellas—. Lleva cierto tiempo acostumbrarse a estar rodeada de hombres…

—No sé qué decirte. El ejército siempre ha sido mi hogar. Mi madre murió cuando yo era muy joven y me crió mi padre.

—Lo… lo siento.

—¿Por qué? Creo que mi padre la añora, pero yo no puedo. Nunca llegué a conocerla de verdad.

A continuación, reinó un incómodo silencio, lo cual no era muy sorprendente ya que Finree se percató de que aquella respuesta había sido el equivalente conversacional de un mazazo en la cabeza.

—¿Y tus padres?

—Han muerto.

—Oh.

Esa contestación hizo que Finree se sintiera peor. Daba la impresión de que la mayoría de las conversaciones en las que participaba siempre se movía entre dos extremos, entre la impaciencia y la culpa. Había decidido mostrarse más tolerante, aunque se había marcado ese propósito muchas veces y nunca lo había logrado. Quizá debería haber mantenido la boca cerrada, pero ése era un objetivo que también se había marcado muchas veces, con unos resultados aún más desastrosos. Mientras tanto, los cascos de los caballos repiqueteaban por el camino y las botas de los soldados resonaban al unísono, acompañados por los ocasionales gritos de los oficiales irritados porque alguien había roto el ritmo.

—¿Nos dirigimos al… Norte? —preguntó Aliz.

—Sí, hacia la ciudad de Osrung para encontrarnos con otras dos divisiones, mandadas por los generales Jalenhorm y Mitterick. Ahora mismo podrían estar ya a sólo quince kilómetros de nosotros, al otro lado de esas colinas —contestó, señalando con su fusta los sombríos cerros situados a su izquierda.

—¿Qué clase de hombres son?

—El general Jalenhorm es… —ten tacto, ten tacto— un hombre valiente y honrado, un viejo amigo del rey —por lo que ha ascendido mucho más de lo que le correspondería según sus limitadas habilidades—. Mitterick es un soldado competente y muy experimentado —así como un fanfarrón desobediente que tenía puestas sus miras en el puesto de su padre.

—¿Cada uno de ellos manda tantos hombres como nuestro Lord Gobernador Meed?

—Cada uno manda siete regimientos, dos de caballería y cinco de infantería.

Finree podría haber recitado de un tirón cuántos eran, qué títulos poseían y quiénes eran los oficiales de alto rango, pero daba la sensación de que se estaba acercando a los límites de la comprensión de Aliz. No obstante, los límites de su comprensión nunca habían parecido muy extensos, pero, aun así, Finree estaba decidida a convertirla en su amiga. Se comentaba que su marido, el coronel Brint, era íntimo del rey, lo cual la convertía en alguien muy útil. Por eso se reía siempre de los tediosos chistes del general.

BOOK: Los héroes
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