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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (15 page)

BOOK: Los héroes
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Reachey se acercó un poco más, arrastrando los pies, y le habló en voz baja.

—Dow el Negro no tiene sus posaderas muy bien asentadas en la Silla de Skarling, por eso la lleva siempre consigo. Casi todos apuestan aún por él, pero no despierta mucha lealtad, incluso menos que tu padre en su día, salvo en ese viejo hijo puta de Tenways. Además, los hombres de hoy en día como Cabeza de Hierro y Dorado… ¡Bah! —exclamó, resoplando con desprecio en dirección hacia el fuego—. Son más caprichosos que el viento. La gente teme a Dow el Negro, pero eso sólo funciona mientras uno es temible, si el conflicto sigue demorándose y no lucha… la gente tiene cosas mucho mejores que hacer que venir aquí a pasar hambre y cagar en agujeros. El último mes he perdido muchos hombres que han desertado para ir a sus casas a recoger la cosecha, tantos como los que reclutaré hoy. Dow tiene que luchar y será pronto, si no lo hace, o si pierde, bueno, las tornas se pueden volver al instante.

Reachey dio una larga calada a su pipa, henchido de satisfacción.

—¿Y qué pasaría si combate contra la Unión y gana?

—Bueno… —el anciano alzó la vista hacia las estrellas con los ojos entornados mientras acababa de exhalar una última nube de humo—. Es una posibilidad que también hay que plantearse. Si gana, será el héroe de todo el mundo.

—Me atrevo a decir que el mío no —ahora era el turno de Calder de acercarse más a su interlocutor y susurrar—. Mientras tanto, no estamos en una playa. ¿Y si Dow intenta asesinarme, o me encomienda alguna misión en la que fracasaré irremediablemente, o me coloca en una situación en la que mi muerte será inevitable? ¿Tendré, en ese caso, algún amigo cubriéndome la espalda?

—Para bien o para mal, eres el marido de mi hija. Tu padre y yo acordamos vuestro matrimonio cuando Seff y tú no eráis más que unos bebés. Me sentí orgulloso de recibirte en el seno de mi familia cuando tenías el mundo a tus pies. ¿Qué clase de hombre sería si te diera la espalda ahora que el peso del mundo entero recae sobre tus hombros? No. Eres de la familia —en ese instante, volvió a mostrar ese diente que le faltaba, al mismo tiempo que daba una palmadita con su pesada mano a Calder en el hombro—. Yo hago las cosas a la vieja usanza.

—Eres un hombre de honor, ¿eh?

—Así es.

—Así que… ¿me apoyarás con tu espada?

—Joder, no —entonces, dio un apretón a Calder en el hombro a modo de despedida y apartó la mano—. Sólo te estoy diciendo que no la utilizaré en tu contra. Si he de quemarme, me quemaré, pero no pienso prenderme fuego a mí mismo —si bien era la respuesta que, más o menos, Calder había esperado, seguía resultando decepcionante. Da igual cuántas decepciones se lleve uno en la vida, siempre resultan dolorosas—. Bueno, y, ahora, ¿adónde vas a ir, muchacho?

—Creo que voy a ir en busca de Scale, para ayudarlo a él y a los pocos hombres de mi padre que aún quedan.

—Buena idea. Tu hermano es tan fuerte y tan bravo como un toro, pero, bueno, a lo mejor también tiene el cerebro de un toro.

—A lo mejor.

—Hemos recibido órdenes de Dow, va a reunir a todo el ejército. Mañana por la mañana, vamos a marchar todos juntos hacia Osrung. Nos dirigiremos a los Héroes.

—Entonces, supongo que podré reunirme allí con Scale.

—Será un reencuentro afectuoso, no lo dudo —apostilló Reachey, agitando en el aire una mano nudosa ante él—. Vigila tu espalda, Calder.

—Eso haré —masculló en voz baja.

—Oh, ¿Calder?

Todo el mundo siempre tenía una cosa más que decir, que nunca solía ser nada agradable.

—¿Sí?

—Una cosa es que decidas matarte. Pero mi hija ahora es rehén por tu culpa. Se prestó a ello voluntariamente. No quiero que hagas nada que pueda provocar que ella o el niño sufran algún daño. Eso no lo pasaré por alto. Ya se lo he dicho a Dow el Negro y ahora te lo digo a ti. No lo pasaré por alto.

—¿Acaso crees que sería capaz de hacer algo así? —le espetó Calder, con un tono de furia en su voz que le sorprendió incluso a él mismo—. No soy tan cabrón como dicen que soy.

—Sé que no lo eres —en ese momento, Reachey le lanzó una mirada de reproche, enmarcada bajo sus frondosas cejas—. Qué va.

Calder se alejó de aquella hoguera con el enorme peso de la preocupación sobre sus hombros; se sentía como si llevara una cota de doble malla encima. Cuando lo mejor que puedes obtener del padre de tu esposa es la promesa de que no va a ayudar a tu enemigo a matarte, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que estás de mierda hasta el cuello.

Entonces, escuchó una música que no sabía de dónde procedía; eran unas viejas canciones desentonadas que hablaban sobre unos hombres que habían muerto hace mucho y sobre los hombres que éstos habían asesinado. También oyó las risas de los borrachos y vio sus siluetas alrededor de las hogueras, mientras bebían por beber. Entonces, Calder escuchó un martillazo en la oscuridad y atisbo la silueta inmóvil de un herrero, que destacaba entre las chispas de la forja. Esa gente estaría trabajando toda la noche para poder proporcionar armas a los nuevos reclutas de Reachey: espadas, hachas y puntas de flechas. En eso consistía el negocio de la destrucción. Hizo una mueca de disgusto al escuchar el chirrido de la piedra de afilar. Había algo en ese ruido que siempre le había dado dentera. Nunca había entendido qué veían de especial los demás en las armas. Si uno se detenía a pensarlo, probablemente, un centro de reclutamiento no fuera el mejor lugar para él. Entonces, se detuvo y escudriñó la oscuridad. Había dejado atado su caballo por ahí cerca…

Escuchó el chapoteo de alguien que había pisado el barro y Calder miró hacia atrás contrariado. Atisbo las siluetas de dos hombres de melenas greñudas en la oscuridad, uno de ellos parecía llevar barba de tres días. De algún modo, supo al instante de quién se trataba. Y del mismo modo, al instante, echó a correr.

—¡Mierda!

—¡Detenlo!

Calder corría pesadamente sin saber adónde iba, sin pensar en nada, lo cual le proporcionó un extraño alivio por un momento, pero luego, en cuanto la primera oleada de emoción se desvaneció y fue consciente de que lo iban a asesinar… no.

—¡Socorro! —gritó, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Socorro!

Tres hombres que se encontraban alrededor de una hoguera se giraron para ver qué pasaba, en parte por curiosidad y en parte porque estaban cabreados porque los habían molestado. Ninguno de ellos hizo ademán de coger sus armas, ya que lo que sucedía les importaba una mierda. A la gente, en general, siempre le importa todo una mierda. No sabían quién era y, aunque lo hubieran sabido, no les habría importado porque todo el mundo lo odiaba; e incluso aunque todo el mundo lo hubiera querido, tampoco a nadie le habría importado una mierda.

Los dejó atrás, jadeaba asustado y le ardían los pulmones, bajó deslizándose por una ribera y ascendió por otra, atravesó un conjunto de arbustos como pudo, donde se le clavaron varias ramitas, sin que le importara mucho ya el estado en que se hallaban sus botas estirias ahora que el miedo le atenazaba la garganta. De repente, vio una silueta que emergió amenazante de la oscuridad y atisbo la cara pálida de alguien sobresaltado.

—¡Socorro! —chilló—. ¡Socorro!

Se trataba de alguien que estaba agachado, cagando.

—¿Qué?

Calder pasó junto a él y se abrió paso por el barro como pudo, mientras dejaba las hogueras del campamento de Reachey a su espalda. Logró echar un vistazo furtivo hacia atrás, pero no pudo ver nada más allá del bamboleante contorno negro de aquellas tierras. No obstante, seguía oyéndolos, se encontraban demasiado cerca. Muy, pero que muy cerca. Si bien divisó el agua que relucía al final de una pendiente, se tropezó con algo con sus queridas botas estirias y salió despedido por los aires.

Cayó de cara, se hizo un ovillo y rodó por el suelo, mientras lo único que oía eran sus propios gimoteos desesperados y la tierra lo machacaba. Siguió resbalando hasta que por fin se detuvo, aunque tuvo la sensación de que seguía moviéndose. Se puso en pie con dificultad y notó cómo alguien lo agarraba.

—¡Soltadme, cabrones!

Pero, en realidad, se trataba de su propia capa que estaba embarrada y ahora pesaba bastante. Avanzó sólo medio paso, resbalándose, y se dio cuenta de que estaba ascendiendo por la ribera a la vez que los asesinos bajaban por ella. Intentó girarse y cayó a plomo en el arroyo, dando bocanadas de aire mientras se sumergía en el agua fría.

—Vaya manera de correr, ¿eh?

Aquella voz retumbó la cabeza de Calder, donde la sangre corría desbocada, y, al final, oyó unas desagradables carcajadas. ¿Por qué siempre se tenían que reír de él?

—Oh, sí. Ven aquí.

Entonces, escuchó el roce metálico que se oye siempre que uno desenvaina una espada. Calder se acordó de que él también tenía una, la buscó a tientas con las manos entumecidas, al mismo tiempo que intentaba con gran esfuerzo salir de la corriente helada, aunque sólo logró ponerse de rodillas. El asesino que se hallaba más cerca se acercó hasta él y, de repente, se cayó hacia un lado.

—Pero ¿qué haces? —inquirió el otro.

Calder se preguntó si había logrado desenvainar la espada sin darse cuenta y lo había atravesado con ella, pero, entonces, se percató de que su espada seguía enredada en su capa. Ni siquiera habría podido desenredarla si hubiera tenido todavía fuerzas para mover el brazo… lo cual, de momento, no tenía.

—¿Qué? —preguntó. Tenía la sensación de que se le había hinchado la lengua hasta ser el doble de grande de lo normal.

Una silueta apareció súbitamente de la nada. Calder profirió una especie de chillido y alzó las manos de manera descontrolada e inútil para protegerse la cara. Notó una corriente de aire provocada por algo que pasó cerca, algo que arremetió contra el segundo asesino que cayó de espaldas. El primer asesino gemía mientras intentaba abandonar la ribera a gatas. La silueta de un hombre, que llevaba un arco sobre el hombro y empuñaba una espada, se aproximó a él y lo atravesó con su hoja por la espalda sin aflojar el paso siquiera. Se le acercó y, entonces, esa silueta negra se quedó ahí quieta en la oscuridad. Calder la observó fijamente por el hueco que dejaban los dedos de la mano con la que se tapaba la cara, mientras el agua fría burbujeaba a la altura de sus rodillas. Pensó en Seff y aguardó a la muerte.

—Pero si es el príncipe Calder. No esperaba toparme contigo por estos lares.

Calder apartó lentamente sus temblorosas manos de su cara. Conocía esa voz.

—¿Foss Deep?

—Sí.

Una inmensa oleada de alivio invadió a Calder, tan intensa fue la emoción que estuvo a punto de echarse a reír. A reír o vomitar.

—¿Te envía mi hermano?

—No.

—Scale está tan… tan… tan ocupado últimamente —gruñó Shallow, mientras seguía clavándole al segundo asesino su espada, que hacía unos ruiditos como de succión al salir y entrar de su cuerpo.

—Muy ocupado, sí —Deep observaba a su hermano como si estuviera contemplando cómo un hombre cavaba una zanja—. Con tanta lucha y demás. Con la guerra. Con el viejo juego de las espadas y las marchas de aquí para allá. A Scale le encanta la guerra, nunca tiene suficiente. Por cierto, si ese tipo no está muerto ya, nunca lo va a estar.

—Cierto.

Shallow atravesó a ese hombre una vez más y, a continuación, se echó hacia atrás y se puso de cuclillas; bajo la luz de la luna, podía verse que tenía la espada, la mano y el brazo hasta el codo pegajosos y cubiertos de sangre negra.

Calder no quiso mirar, intentó no pensar en sus cada vez más intensas náuseas.

—¿De dónde habéis salido?

Deep le ofreció la mano y Calder se la cogió.

—Nos enteramos de que habías regresado del exilio y, como eres alguien tan popular, pensamos que sería mejor que viniéramos y veláramos por tu seguridad. Por si alguien intentaba hacerte algo. Y mira tú por dónde…

Calder permaneció agarrado al antebrazo de Deep durante un momento más mientras el mundo envuelto en la oscuridad dejaba de dar vueltas para él.

—Menos mal que habéis aparecido en el momento justo. Si hubierais tardado un poco más, habría tenido que matar a esos cabrones yo mismo.

En cuanto se puso en pie, la sangre le subió a gran velocidad a la cabeza, así que se encogió sobre sí mismo y vomitó sobre sus botas estirias.

—Pues sí, las cosas tenían pinta de ponerse muy feas —afirmó Deep con suma solemnidad.

—Si hubieras logrado desenredar tu espada de esa lujosa capa de mierda, habrías podido despedazar a esos malnacidos —comentó Shallow, quien, en ese instante, bajaba por la pendiente, arrastrando a alguien tras él—. Hemos capturado a éste. Era el encargado de sujetar a los caballos.

Acto seguido, empujó a una silueta al barro, justo delante de Calder. Se trataba de un joven; a media luz, podía apreciarse que su pálido rostro estaba salpicado de barro.

—Buen trabajo —afirmó Calder, quitándose los restos de vómito de la boca con la parte posterior de la manga—. Mi padre solía decir que erais los dos mejores hombres que jamás había conocido.

—Tiene gracia —replicó Shallow, quien sonrió abiertamente, mostrando así sus dientes a Calder—. Solía decirnos que éramos lo peor de lo peor.

—Bueno, da igual, lo cierto es que no sé cómo daros las gracias.

—Con oro —dijo Shallow.

—Sí —insistió Deep—. Con oro nos conformaríamos.

—Lo tendréis.

—Sé que será así. Por eso te queremos tanto, Calder.

—Bueno, por eso y por tu irresistible sentido del humor —agregó Shallow.

—Y por ese hermoso rostro que tienes, y por esa hermosa ropa y por esa sonrisa de suficiencia que hace que a uno le entren ganas de borrártela a golpes.

—Y por el tremendo respeto que le teníamos a tu padre —añadió Shallow, haciendo una leve reverencia—. Pero, sí, nos conformamos con el oro de toda la vida.

—¿Qué hacemos con estos muertos? —inquirió Deep, a la vez que daba una patada a uno de los cadáveres con la punta de una de sus botas.

Ahora que Calder iba calmándose mentalmente, ahora que la sangre que había discurrido desbocada por sus orejas se iba calmando y que las pulsaciones de su cara se atenuaban hasta ser una tenue vibración, volvía a pensar con claridad. Se preguntaba qué podría sacar de provecho de esa situación. Podía mostrarle esos muertos a Reachey, con el fin de enfurecerlo. El hecho de que hubieran intentado asesinar al marido de su hija en su propio campamento era un gran insulto a su honor. Sobre todo, para un hombre tan honorable como él. O podría llevarlos ante Dow el Negro, lanzarlos a sus pies y exigir justicia. Pero ambas opciones entrañaban riesgos, sobre todo, porque no sabían a ciencia cierta quién estaba detrás de todo aquello. Cuando uno planea qué va a hacer, siempre debe plantearse la posibilidad de no hacer nada, para ver adonde podría llevarle esa opción. Era mejor dejar que la corriente se llevara a esos cabrones y hacer como que no había pasado nada, para desconcertar al enemigo.

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