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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (61 page)

BOOK: Los héroes
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—¡Eh, Calder, ya vale! —exclamó alguien, que le pareció que era Craw. Se dejó arrastrar, a la vez que pataleaba y gritaba como se supone que uno debe hacer. Como si sólo quisiera seguir peleando, a pesar de que se sentía aliviado de que alguien le hubiera detenido, pues se había quedado sin ideas y le dolía ya la mano izquierda.

Tenways se tambaleó hasta conseguir ponerse en pie, la sangre le manaba de las fosas nasales mientras gruñía improperios y apartaba de un manotazo la mano que le tendía uno de sus hombres. Entonces, desenvainó su espada, que emitió ese suave susurro metálico que de algún modo resulta atronador y centelleó bajo la luz del fuego. El silencio reinó. La gran cantidad de curiosos que les rodeaban contuvieron el aliento al unísono. Cabeza de Hierro arqueó las cejas, se cruzó de brazos y se retiró a un lado.

—¡Serás hijo de puta! —gruñó Tenways, saltando sobre el tronco en el que había estado sentado.

Craw arrastró a Calder hasta colocarlo a sus espaldas y, de repente, también él tenía la espada desenvainada. Al instante, un par de los Grandes Guerreros de Tenways flanquearon a su jefe, uno era enorme y con barba y el otro era delgado y tenía un ojo vago, ambos llevaban las armas en ristre; en cualquier caso, parecían esa clase de hombres que nunca se alejan mucho de ellas. Calder se percató de que Pálido como la Nieve se situaba a su lado, sosteniendo baja la espada. Ojo Blanco Hansul cubrió su otro costado, a pesar de que tenía el rostro enrojecido y jadeaba tras el paseo colina arriba, su espada no vacilaba. Entonces, más hombres de Tenways se pusieron en pie y el Jovial Yon Cumber hizo acto de presencia con su hacha, su escudo y su ceño impenetrable.

Fue entonces cuando Calder se dio cuenta de que las cosas habían ido un poco más lejos de lo que había planeado. Aunque la verdad es que tampoco había planeado nada. Pensó que probablemente tendría que haber desenvainado su espada, teniendo en cuenta que todos los demás ya las sostenían en sus manos y que había sido él quien había iniciado la trifulca. Así que él también acabó desenvainándola, al mismo tiempo que sonreía burlonamente a Tenways, cuyo rostro estaba ensangrentado.

Se había sentido fenomenal cuando había visto a su padre ponerse la cadena y sentarse en la Silla de Skarling, a la vez que trescientos Grandes Guerreros se arrodillaban ante el primer Rey de los hombres del Norte. Se había sentido fenomenal cuando había colocado una mano sobre el vientre de su esposa y había sentido cómo su hijo daba una patada por primera vez. Pero no estaba seguro de haberse sentido nunca tan orgulloso como en el momento en el que la nariz de Brodd Tenways se había roto bajo sus nudillos.

Quería seguir sintiendo esa sensación.

—¡Oh, mierda! —Drofd se levantó torpemente, lanzando unas brasas con el pie sobre la capa de Beck, que tuvo que apagarlas resoplando. Había estallado una especie de pelea y Beck no tenía ni idea de quién la había provocado ni por qué ni en qué bando se suponía que debía estar él. Pero la docena de Craw estaba cerrando filas, así que se dejó llevar por lo que hacían los demás, desenvainó la espada de su padre y se plantó hombro con hombro junto a los demás, a la derecha de Wonderful y su alfanje y a la izquierda de Drofd, que sostenía un hacha en la mano y cuya lengua le asomaba entre los dientes. No era tan difícil, sólo había que imitar a los demás. De hecho, habría sido casi imposible no hacerlo.

Brodd Tenways y algunos de sus muchachos se enfrentaban a ellos desde el lado opuesto de una hoguera agitada por el viento. Tenways tenía mucha sangre en su sarmentoso semblante y quizá la nariz rota. Puede que fuera Calder quien le golpeó, lo cual explicaría que hubiese pasado como una exhalación junto a ellos y que ahora estuviera en pie junto a Craw con una espada en la mano y una sonrisa burlona dibujada en la cara. Aun así, el porqué no parecía demasiado importante en aquel momento. Lo que ahora rondaba por las mentes de todos los presentes era el «¿y ahora qué?».

—Envaina esa espada —le dijo Craw lentamente, pero había una especie de aspereza en su voz que indicaba claramente que no estaba dispuesto a retroceder ante nada. Lo cual insufló valor al propio Beck, haciéndole sentir que él tampoco retrocedería ante nada.

Sin embargo, Tenways no parecía dispuesto a dar un paso atrás.

—Envainadlas vosotros —les espetó y escupió sangre sobre el fuego.

La mirada de Beck se cruzó con la de un muchacho del otro bando, quizá uno o dos años mayor que él. Era rubio y tenía una cicatriz en una mejilla. Se volvieron un poco para quedar el uno frente al otro. Era como si por instinto todos estuvieran escogiendo a la pareja más apropiada, como unos campesinos en la danza de la cosecha. Sólo que aquel baile parecía que iba a acabar en bario de sangre.

—Aparta esa hoja ahora mismo —gruñó Craw, y ahora su voz parecía aún más áspera que nunca. Era una advertencia. En ese instante, toda la docena pareció dar un paso adelante a su alrededor, entrechocando sus aceros. Tenways, entonces, les mostró sus dientes podridos.

—Oblígame si tienes huevos.

—Lo intentaré.

Súbitamente, un hombre salió de la oscuridad y aplastó despreocupadamente con sus botas uno de los extremos de la hoguera, levantando así una tormenta de chispas alrededor de sus piernas. Sólo su afilada mandíbula era visible bajo las sombras de su caperuza. Era muy alto, muy delgado y parecía que lo habían tallado en madera. Estaba mordisqueando la carne de un hueso de pollo que llevaba en una mano manchada de grasa. En la otra llevaba, agarrada por debajo de la cruceta y de un modo muy relajado, la espada más grande que Beck había visto en su vida, tan alta como sus hombres desde la punta hasta el pomo. La vaina estaba tan desgastada como la bota de un mendigo, pero su empuñadura relucía con los colores del infierno.

El hombre comió ruidosamente el último jirón de carne que quedaba en aquel hueso y con el pomo de su espada tocó las hojas desenvainadas, que repiquetearon sonoramente.

—No me digáis que tenías pensado pelear sin mí. Ya sabéis lo mucho que me gusta matar gente. No debería, pero un hombre ha de dedicarse a aquello que se le da bien. A ver qué os parece esta receta… —se colocó el hueso entre el pulgar y el índice y después lo arrojó contra Tenways de manera que rebotase en su cota de malla—. Vosotros volvéis a lo vuestro, o sea, a follar ovejas, y yo me encargaré de llenar las tumbas.

Tenways se lamió el ensangrentado labio superior.

—Esta pelea no va contigo, Whirrun.

Entonces todo cobró sentido. Beck había oído bastantes canciones sobre Whirrun de Bligh, e incluso había tarareado un par él mismo mientras cortaba leña. Esas canciones hablaban sobre Whirrun el Tarado. Sobre cómo le había sido entregado el Padre de las Espadas. Sobre cómo había matado a sus cinco hermanos. Sobre cómo había cazado al lobo Shimbul en el invierno eterno del Norte más lejano, cómo había defendido un paso frente a incontables Shankas con la única compañía de dos muchachos y una mujer, cómo había superado al brujo Daroum-ap-Yaught en una batalla de ingenio y lo había dejado atado a una roca para que fuese pasto de las águilas. Sobre cómo había realizado todas aquellas proezas dignas de un héroe en los valles y, después, había descendido al sur para buscar su destino en el campo de batalla. Esas canciones hacían que te bullera la sangre y también te la helaban. Probablemente, en aquel momento, era el guerrero más duro y con mayor reputación de todo el Norte, y ahora estaba justo ahí, delante de Beck, lo suficientemente cerca como para poder tocarlo con la mano. Aunque, con casi toda seguridad, eso no fuese buena idea.

—¿Que esta pelea no va conmigo? —Whirrun miró a su alrededor como intentando averiguar con quién podría ir—. ¿Estás seguro? Las peleas son unas rameras muy retorcidas, una vez has sacado el acero nunca sabes muy bien adonde te van a llevar. Has desenvainado tu espada ante Calder, pero al hacerlo, la has desenvainado también ante Curnden Craw, y al desenvainarla ante Craw también la has desenvainado ante mí, y ante el Jovial Yon Cumber, y Wonderful, y Flood, aunque ahora está por ahí meando, creo. Y también ante este muchacho cuyo nombre he olvidado —dijo señalando por encima del hombro a Beck con el pulgar—. Deberías haberlo visto venir. No hay excusa posible, no puede ser que todo un jefe guerrero como tú vaya dando tumbos en la oscuridad como si no tuviera nada más que un montón de mierda en la sesera. Así que mi pelea tampoco va contigo, Brodd Tenways, pero te mataré igualmente si es menester y añadiré tu nombre a mis canciones y me reiré igualmente cuando haya terminado. ¿Y bien?

—¿Y bien, qué?

—¿Que si debo desenvainar? Y ten siempre en cuenta que una vez que el Padre de las Espadas abandona su vaina debe saciar su sed de sangre. Siempre ha sido así desde antes de los Viejos Tiempos, y así sigue siendo y será siempre.

Permanecieron un largo momento todos inmóviles, todos a la espera. Entonces, Tenways arrugó el entrecejo y esbozó un gesto de contrariedad, Beck sintió que el valor lo abandonaba porque pudo presentir lo que iba a suceder y…

—Pero ¿qué
pasa
?

Otro hombre apareció bajo la luz de la fogata; sus ojos eran dos estrechas hendiduras, mostraba los dientes, llevaba la cabeza echada hacia delante y los hombros arqueados hacia arriba, como un perro de pelea que únicamente ansiara matar. Su ceño estaba cruzado por viejas cicatrices, le faltaba una oreja y llevaba una cadena de oro de la que pendía una enorme piedra preciosa que centelleaba ante el resplandor anaranjado del fuego.

Beck tragó saliva. Era Dow el Negro, sin duda alguna. El que había derrotado a los hombres de Bethod en seis ocasiones durante el largo invierno y después había quemado Kyning hasta los cimientos con sus habitantes encerrados en sus casas. El que se había enfrentado a Nueve el Sanguinario en el círculo y había estado a punto de vencer, al que se le permitió conservar la vida a cambio de un juramento de lealtad. A continuación, había luchado al lado de éste, y de Rudd Tresárboles, y de Tul Duru, y de Cabeza de Trueno y de Hosco Harding, un grupo tan duro como jamás había visto el Norte desde la Era de los Héroes y del cual, al margen del Sabueso, era el único que seguía vivo. Después, traicionó a Nueve el Sanguinario y mató al que decían que no podía morir, y se adueñó de la Silla de Skarling. Sí, era Dow el Negro quien se hallaba frente a él en aquel preciso instante. El Protector del Norte, o el usurpador del mismo, dependiendo de a quién le preguntases. Jamás había soñado que pudiera llegar a encontrarse algún día tan cerca de él.

Dow el Negro miró a Craw con cara de cualquier cosa menos de contento. Beck no estaba seguro de que con aquel rostro repleto de cráteres pudiera parecerlo alguna vez.

—¿No se supone que deberías estar manteniendo la paz, anciano?

—Eso es precisamente lo que estoy haciendo —Craw mantenía la espada desenvainada, pero ahora apuntaba con ella hacia el suelo. Como casi todos los demás.

—Oh, sí. Ya veo como reina la paz —Dow los fulminó a todos con la mirada—. Nadie desenfunda acero aquí arriba sin que yo lo diga. Ahora guardad las espadas, os estáis poniendo en ridículo.

—¡Ese cabrón cobarde me ha roto la nariz! —protestó Tenways.

—¿Acaso crees que te ha afeado la cara? —replicó Dow—. ¿Quieres que te dé un besito para que se te cure? Permitidme que me exprese en términos comprensibles para unos necios como vosotros. El que todavía sostenga un acero en la mano cuando haya contado hasta cinco entrará en el círculo conmigo, y le haré esas cosas que solía hacer antes de que la edad me ablandase. Uno.

No le hizo falta ni llegar a dos. Craw envainó su espada de inmediato y Tenways le imitó, al igual que todos los demás, de tal modo que todo aquel acero quedó nuevamente oculto casi con la misma rapidez con la que había salido a la luz, dejando a ambas hileras de hombres mirándose mutuamente por encima del fuego bastante avergonzados.

Wonderful susurró a Beck al oído:

—A lo mejor deberías guardar eso.

Se dio cuenta de que todavía tenía la espada en la mano y volvió a envainarla tan rápido que casi se cortó la pierna. Sólo Whirrun quedó allí, entre ambos bandos, con una mano sobre la empuñadura de su espada y la otra en la vaina, pues todavía se encontraba dispuesto a desenvainarla y miraba su arma con una leve sonrisa en los labios.

—¿Sabes? Me siento tentado.

—En otra ocasión —gruñó Dow, quien, después, levantó un brazo—. ¡Bravo, Príncipe Calder! ¡Me siento honrado por tu visita! Estaba a punto de enviarte una invitación, pero te has adelantado. ¿Has venido para contarme qué ha sucedido hoy en el Puente Viejo?

Calder seguía portando la elegante capa que había llevado puesta la primera vez que Beck lo había visto en el campamento de Reachey, pero ahora llevaba cota de malla por debajo y el ceño fruncido en el semblante en vez de una sonrisa.

—Scale ha muerto.

—Eso he oído. ¿No te has dado cuenta? Estoy hecho un mar de lágrimas. Pero lo que te estoy preguntando es qué ha pasado en mi puente.

—Peleó con todas sus fuerzas. Nadie habría podido hacer más.

—Ha caído peleando. Bien por Scale. ¿Y tú qué? No tienes pinta de haber peleado demasiado.

—Estaba dispuesto a pelear —en ese momento, Calder extrajo un papel de su camisa y lo sostuvo entre dos dedos—. Entonces, me llegó esto. Una orden de Mitterick, un general de la Unión —Dow se la arrebató y la abrió, frunciendo el ceño al leerla—. Hay hombres de la Unión en los bosques occidentales, dispuestos a cruzar en cualquier momento. Ha sido una suerte que lo descubriera, ya que, si hubiera acudido a socorrer a Scale, nos habrían sorprendido por el flanco y con casi toda seguridad, ahora mismo, todos vosotros estaríais muertos, en vez de discutiendo estúpidamente si tengo agallas o no.

—No creo que nadie esté discutiendo que tengas agallas, Calder —replicó Dow—. Pero te quedaste ahí sentado sin hacer nada, tras el muro, ¿no?

—Así es, y le pedí a Tenways que enviase ayuda.

Dow miró de soslayo y sus ojos resplandecieron bajo las llamas.

—¿Y bien?

Tenways se restregó la sangre que tenía bajo su nariz rota.

—Y bien ¿qué?

—¿Te pidió que enviases ayuda?

—Yo mismo hablé con Tenways —intervino uno de los hombres de Calder. Un anciano que tenía la cara atravesada por una cicatriz y el ojo de ese lado blanco como la leche—. Le dije que Scale necesitaba ayuda y que Calder no podía acudir debido a la presencia de sureños al otro lado del arroyo. Le expliqué toda la situación.

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