Los héroes (72 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—Su preocupación por mi seguridad es verdaderamente conmovedora, Bremer. Pero me temo que no puedo hacerlo. No puedo hacerlo, al igual que no podría hacerlo usted.

—Ya —Gorst contempló con el ceño fruncido la colina, esa masa negra que se alzaba frente a un cielo cubierto de nubes—. Qué lástima.

Calder miró a través del catalejo de su padre. Más allá del círculo de luz que proyectaban todas las lámparas, los campos se desdibujaban en una oscuridad mutable. Abajo, en dirección al Puente Viejo, pudo distinguir pequeños destellos de luz, quizá algún que otro reflejo de metal, pero no mucho más.

—¿Crees que estarán preparados?

—Puedo ver caballos —respondió Pálido como la Nieve—. Muchos caballos.

—¿En serio? Yo no veo una mierda.

—Están ahí.

—¿Crees que nos estarán observando?

—Imagino que sí.

—¿Mitterick estará observando?

—Yo lo haría.

Calder observó el cielo con los ojos entrecerrados y comprobó que se vislumbraban retazos de gris entre las rápidas nubes. Sólo un optimista impenitente lo habría considerado un amanecer y él no lo era.

—Supongo que ha llegado el momento, entonces.

Le dio otro sorbo a la petaca y, tras acariciarse la dolorida vejiga, se la pasó a Pálido como la Nieve; acto seguido, trepó por la pila de cajas, parpadeando a causa de la luz de las lámparas, llamando tanto la atención como una estrella fugaz. Miró hacia atrás y contempló al grupo de hombres que se hallaban reunidos a sus espaldas, conformando una hilera de siluetas oscuras frente al largo muro. En realidad, no les entendía, ni le agradaban, y ellos sentían lo mismo por él, pero había un vínculo muy fuerte entre todos ellos, pues todos se habían beneficiado de la gloria de su padre. Habían sido grandes hombres debido a quién servían. Se habían sentado a la gran mesa del Gran Salón de Skarling, en los lugares de honor. Sin embargo, era cierto que habían caído muy bajo desde la muerte del padre de Calder. Parecía que ninguno de ellos podía soportar seguir cayendo, lo cual era un alivio, ya que un jefe sin soldados no es más que un hombre que se halla muy solo en un enorme campo de batalla bañado en sangre.

Fue perfectamente consciente de que todos los ojos estaban clavados en él mientras se desabrochaba. Tanto los ojos de un par de miles de sus muchachos situados a sus espaldas como también los de unos cuantos hombres de Tenways. Así como la mirada de un par de miles de soldados de caballería de la Unión que tenía frente a él. Esperaba que el general Mitterick se encontrara entre ellos, a punto de estallar de rabia.

Nada. ¿Debía intentar relajarse o empujar? Qué puñeteramente típico sería que después de todo aquel esfuerzo no consiguiera mear. Para empeorar las cosas, como el viento era muy cortante, se le estaba congelando la polla. El hombre que sostenía la bandera a su izquierda, un viejo y canoso Cari con la mejilla atravesada por una gran cicatriz, estaba observando sus esfuerzos con una expresión ligeramente desconcertada.

—¿Te importaría no mirar? —gruñó Calder.

—Lo siento, jefe —respondió el Cari, quien se aclaró la garganta y apartó los ojos de manera pudorosa.

Quizá fue el hecho de que lo llamara jefe lo que lo ayudó a superar el bache. Entonces, Calder notó un cosquilleo de dolor en la vejiga y sonrió, dejó que se incrementara esa sensación, echó la cabeza hacia atrás y miró el cielo cárdeno.

—¡Ja! —la orina arreció brillante bajo la luz de las lámparas y cayó sobre la primera bandera con un chapoteo similar al de la lluvia cuando cae sobre las margaritas. Tras Calder, una oleada de carcajadas sacudió a las tropas. Quizá fuesen fáciles de contentar, pero lo cierto es que los grupos de combatientes no tienden a decantarse por las bromas sutiles, sino que les encantan los pedos, las meadas y las caídas y tropiezos.

—También tengo para ti —afirmó, trazando un pulcro arco hacia la otra bandera; a continuación, sonrió burlonamente en dirección a la Unión. A sus espaldas los hombres comenzaron a brincar y bailar y a hacer cortes de mangas por encima de la cebada. Puede que no fuese un gran guerrero o un gran líder, pero sabía cómo hacer reír a los hombres y también cómo enfurecerles. Acto seguido, señaló al cielo con su mano libre, lanzó un aullido y meneó las caderas esparciendo su orina en todas direcciones.

—¡También me cagaría encima de ellas! —gritó, mirando hacia atrás—. ¡Pero estoy estreñido por culpa de los guisos de Ojo Blanco!

—Entonces, ¡yo me cagaré en ellas! —exclamó alguien, provocando unas cuantas risas agudas.

—¡Resérvate para la Unión, podrás cagarte en ellos tan pronto como lleguen aquí!

Los hombres lo jalearon y rieron, blandieron sus armas en dirección al cielo y golpearon con ellas sus escudos provocando así una alegre algarabía. Un par de ellos habían trepado incluso al muro y estaban meando en dirección a las formaciones de la Unión. A lo mejor les parecía más divertido de lo que realmente era porque sabían lo que venía desde el otro lado de la cebada, pero, aun así, Calder sonrió al oírlo. Al menos, había dado la cara y había hecho una cosa merecedora de formar parte de las canciones. Al menos, había hecho reír a los hombres de su padre. A los hombres de su hermano. A sus hombres.

Antes de que los masacraran a todos.

A Beck le dio la impresión de que podía oír risas resonando en el viento, pero no tenía ni idea de quién podría tener motivos para reír en esas circunstancias. Empezaba a haber luz suficiente como para ver al otro lado del valle. Luz suficiente como para hacerse una idea del número de soldados de la Unión. Al principio, Beck no había creído que aquellos difusos bloques que se veían al otro lado de los bajíos pudieran ser sólidas masas de hombres. Después, había intentando convencerse de que no lo eran. Ahora, no había modo de negarlo.

—Hay miles de ellos —susurró.

—¡Lo sé! —Whirrun prácticamente daba saltos de alegría—. Y cuantos más haya, mayor será nuestra gloria, ¿verdad, Craw?

Craw paró, por un momento, de morderse las uñas.

—Oh, sí. Desearía que fueran el doble.

—¡Por los muertos, yo también! —Whirrun respiró hondo y luego exhaló lentamente a través de una radiante sonrisa—. Pero nunca se sabe. ¡A lo mejor hay más que no alcanzamos a ver!

—No hay que perder la esperanza —gruñó Yon por la comisura de la boca.

—¡Joder, adoro la guerra! —canturreó Whirrun—. ¡Me encanta, joder! ¿A vosotros no?

Beck no dijo nada.

—El olor. Lo que me hace sentir —entonces, recorrió con una mano, de arriba abajo, la manchada vaina de su espada, provocando un ligero ruido de fricción—. La guerra es honesta. No hay mentiras en ella. Aquí no hay que decir lo siento. No hace falta esconderse. No puedes. Y si mueres… ¿qué más da? Mueres entre amigos. Entre enemigos dignos. Mueres mirando a la Gran Niveladora a la cara, ¿Y si sobrevives? Bueno, muchacho, eso sí que es vivir, ¿no te parece? Un hombre no está vivo de verdad hasta que se enfrenta a la muerte —Whirrun pisoteó el suelo—. ¡Me encanta la guerra! Es una lástima que Cabeza de Hierro esté ahí abajo, en los Niños. ¿Crees que conseguirán llegar hasta aquí arriba, Craw?

—No podría decirte.

—Me imagino que sí. Espero que lo hagan. A ser posible antes de que empiece a llover. Ese cielo parece obra de brujas, ¿eh? —era cierto que el primer destello del amanecer tenía un color extraño, pues grandes torres de nubes plomizas se dirigían hacia el norte. Whirrun se puso de puntillas y empezó a dar sal titos—. ¡Me cago en la puta, no puedo esperar más!

—Y, sin embargo, ¿no son personas también? —musitó Beck, pensando en el rostro de aquel hombre de la Unión que había visto muerto en la casa el día anterior—. ¿Acaso no son iguales que nosotros?

Whirrun lo miró entornando los ojos.

—Lo más probable es que sí. Pero si empiezas a pensar de esa manera, en fin… acabarás por no matar a nadie.

Beck abrió la boca para replicar, pero la cerró de inmediato. Ante ese comentario no podía decir gran cosa. Esa reflexión tenía tanto sentido como cualquier otra cosa de las que habían ocurrido en los últimos dos días.

—Para ti es fácil decirlo —rezongó Craw—. Shoglig te dijo el momento y lugar de tu muerte y sabes que no será ni hoy ni aquí.

Whirrun sonrió aún más.

—Bueno, eso es cierto y reconozco que es un estímulo para mi coraje, pero, si me hubiese dicho que iba a ser aquí y ahora, ¿de verdad crees que eso supondría alguna diferencia para mí?

Wonderful resopló.

—A lo mejor no le darías tanto a la lengua.

—¡Oh! —Whirrun ni siquiera estaba escuchando—. ¡Ya se han puesto en marcha, mirad! ¡Qué pronto! —en ese instante, señaló con el Padre de las Espadas hacia el oeste, hacia el Puente Viejo, mientras pasaba el otro brazo por encima de los hombros de Beck. Su fuerza era temible; prácticamente, alzó a Beck sin pretenderlo—. ¡Mira qué caballos tan preciosos! —Beck no pudo ver gran cosa al margen de la oscura tierra, los reflejos del río y algunas motas de luz—. Son tan atrevidos, ¿no os parece? ¡Qué descaro el suyo! ¡Ya están preparados para entrar en acción cuando prácticamente ni siquiera ha amanecido!

—Aún está demasiado oscuro como para cabalgar —observó Craw, meneando la cabeza de lado a lado.

—Deben de estar tan puñeteramente ansiosos como yo. Eso quiere decir que van en serio, ¿eh, Craw? Oh, por los muertos —acto seguido, agitó su espada hacia el valle, arrastrando a Beck hacia delante y hacia atrás; prácticamente, lo levantó en volandas—. ¡Seguro que cantarán canciones sobre este día!

—No me cabe duda —masculló Wonderful entre dientes—. Hay gente a la que cualquier mierda le sirve de excusa para cantar.

El enigma del terreno

—Aquí vienen —dijo Pálido como la Nieve, completamente inexpresivo, como si no se les echase encima nada más amenazador que un rebaño de ovejas. Tampoco es que hiciese falta anunciarlo. Calder podía oírles, por muy oscuro que estuviese aún el día. Primero, escuchó la prolongada nota de una trompeta; después, a lo lejos pero cada vez más cerca, el susurro del roce de los caballos al abrirse paso entre las cosechas, salpicado por gritos, relinchos y crujidos de arreos que parecían estremecer a un sudoroso Calder que tenía la piel muy fría. Eran ruidos débiles, pero teñidos de una aplastante inevitabilidad. Iban a por ellos y Calder no sabía si mostrarse petulante o aterrorizado. Se decidió por una mezcla de ambas.

—No puedo creer que hayan picado —casi quería echarse a reír de lo absurdo que le parecía. No sabía si reírse o vomitar—. Cabrones arrogantes.

—Si en algo puedes confiar en una batalla es en que los hombres raras veces hacen algo sensato —bien dicho. Si Calder hubiese tenido algo de sensatez, él también se hallaría en esos momentos a lomos de un caballo, al que espolearía con fuerza en dirección al lugar más lejano posible—. Eso es lo que hizo de tu padre un gran hombre. Siempre mantenía la cabeza fría, incluso ante el fuego.

—¿Dirías que ahora estamos en el fuego?

Pálido como la Nieve se inclinó hacia delante y escupió con sumo cuidado.

—Diría que estamos a punto de entrar en él. ¿Crees que mantendrás la cabeza fría?

—No veo por qué no —los ojos de Calder se movieron nerviosamente de un lado a otro, por encima de la serpenteante línea de antorchas situadas frente al muro. La línea que conformaban sus hombres, siguiendo la suave elevación y caída del terreno.

«El terreno es un enigma que debe ser resuelto», solía decir su padre. «Cuanto mayor sea el ejército, más difícil resulta desentrañar ese enigma». El había sido un maestro en ese arte. Le bastaba con echar un vistazo para saber dónde colocar a cada hombre y cómo hacer que cada inclinación, árbol, arroyo y vallado jugaran en su favor. Calder había hecho lo que había podido para aprovechar cada túmulo y morón y había colocado a sus arqueros tras el Muro de Clail, pero dudaba que aquel montón de piedras levantadas a la altura de la cintura por algún granjero supusiera para los caballos de guerra nada más que un ligero ejercicio de salto.

La triste verdad era que una extensión plana repleta de cebada no ofrecía mucha ventaja. Excepto para el enemigo, claro. Ellos, sin duda, debían de estar encantados.

A Calder no se le escapaba la ironía de que había sido su padre quien había aplanado aquel terreno. Quien había dividido aquel valle y muchas otros en pequeñas granjas. Quien había arrancado los matorrales y rellenado las zanjas para que los campesinos pudiesen sembrar más cosechas y pagar más impuestos y alimentar a más soldados. Quien había extendido una alfombra dorada de bienvenida para la imbatible caballería de la Unión.

Calder podía distinguir a duras penas, recortada frente a las oscuras rocas del otro extremo del valle, una ola negra que barría aquel negro mar de cebada. Una cresta de metal afilado lanzaba destellos sobre ella. De repente, pensó en Seff. Su rostro se le apareció con tanta claridad que le cortó el aliento. Se preguntó si volvería a ver su cara, si viviría para besar a su hijo. Después, aquellos tiernos pensamientos se vieron aplastados por el tamborileo de los cascos en el momento en el que el enemigo echó a trotar. Por las vociferantes órdenes de los oficiales que se esforzaban por mantener sus filas cerradas, por contener cientos de toneladas de carne equina y convertirla en una masa imparable.

Calder miró de reojo a su izquierda. A no demasiada distancia el terreno se curvaba para ascender hacia el Dedo de Skarling, donde las cosechas daban paso a una hierba muy fina. Aquel terreno era mucho mejor, pero pertenecía a ese hijo puta sibilino de Tenways. Después, miró hacia la derecha. Ahí había otra ladera menos pronunciada, que el Muro de Clail atravesaba por en medio hasta desaparecer por el otro lado, donde descendía hacia el arroyo. Sabía que más allá del arroyo se extendía un bosque que se encontraba repleto de tropas de la Unión, deseosas de cargar contra su mal protegido flanco para destrozarlo. Pero esos enemigos que Calder no podía ver estaban lejos de ser su problema más urgente. Eran los cientos, si no miles, de jinetes fuertemente armados que se dirigían hacia él, y sobre cuyas preciadas banderas había orinado, los que requerían su atención. Sus ojos parpadearon al posarse sobre aquella marea de caballería, donde detectó pequeños detalles en la oscuridad; leves atisbos de rostros, escudos, lanzas, armaduras.

—¿Flechas? —inquirió gruñendo Ojo Blanco, a la vez que se inclinaba junto a él.

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