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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (85 page)

BOOK: Los héroes
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A lo mejor el combate se le había subido a la cabeza o tal vez Calder estuviese ya harto de tener que andar siempre con cuidado, o a lo mejor era la estratagema más astuta que pudo concebir en aquel momento.

—¡Vete a la mierda! —exclamó, escupiendo contra el fuego—. ¡Preferiría morir con una espada en la mano! Enfrentémonos tú y yo, Dow el Negro, en el círculo. Te desafío.

Se impuso un silencio largo y desdeñoso.

—¿Un desafío? —se burló Dow—. ¿Con qué motivo? Uno plantea un desafío para dirimir un debate, muchacho. Pero aquí no hay debate que valga. Simplemente te has vuelto en contra de tu jefe y has intentado convencer a su segundo de que lo apuñalase por la espalda. ¿Habría aceptado tu padre un desafío en estas circunstancias?

—Tú no eres mi padre. ¡No eres ni su sombra! Fue él quien forjó la cadena que llevas puesta. Eslabón a eslabón, tal como forjó el Norte de nuevo. Te recuerdo que se la robaste a Nueve el Sanguinario y que tuviste que clavarle un puñal por la espalda para lograrlo —Calder le mostró una sonrisa burlona como si su vida dependiese de ello. Y así era—. Lo único que eres realmente, Dow el Negro, es un ladrón. Y un cobarde, un perjuro y, por encima de todo, un idiota.

—¿Eso crees? —Dow intentó sonreír a su vez, pero más bien pareció que fruncía el entrecejo. Tal vez Calder fuese un hombre derrotado, pero ahí estaba la cuestión. Que un hombre derrotado le estuviese arrojando mierda a la cara le estaba amargando ese día victorioso.

—¿No tienes pelotas para enfrentarte a mí, hombre a hombre?

—Muéstrame un hombre y ya veremos.

—Fui hombre de sobra para la hija de Tenways —le espetó Calder, provocando así unas cuantas risas—. ¿Qué pasa? —añadió señalando a Escalofríos con un movimiento de su cabeza—. ¿Acaso ahora tienes hombres más duros que tú para hacer el trabajo sucio, Dow el Negro? ¿Le has perdido el gusto? ¡Vamos! ¡Pelea conmigo! ¡En el círculo!

Dow no tenía ningún motivo para responder que sí. No tenía nada que perder. Pero en ocasiones importan más las apariencias que cualquier otra cosa. Calder era célebre como el mayor cobarde y el peor luchador que uno podía hallar. La reputación de Dow se basaba precisamente en todo lo contrario. Aquello era un desafío a todo lo que representaba, lanzado delante de todos los grandes hombres del Norte. No podía negarse. Dow era perfectamente consciente de ello y se dejó caer sobre el respaldo de la Silla de Skarling como un hombre que hubiera discutido con su esposa sobre a cuál de los dos le tocaba el turno de limpiar la pocilga y hubiera perdido.

—De acuerdo. Si quieres acabar esto por las malas, será por las malas. Mañana al amanecer. Pero no nos andaremos con bobadas como darle vueltas al escudo para elegir armas. Tú yo nos enfrentaremos armados con una espada cada uno. Será un duelo a muerte —entonces, hizo un airado ademán—. Llevaos a este cabrón a algún sitio en el que no tenga que verle sonreír.

Calder jadeó cuando Escalofríos lo puso en pie de un tirón, lo obligó a darse la vuelta y se lo llevó de allí. La multitud se cerró a su paso. Las canciones volvieron a sonar, así como las risas, las bravatas y todo lo relacionado con la victoria y el triunfo. La inminente condena de Calder sólo había sido una distracción por la que no merecía la pena detener la fiesta.

—Creí haberte dicho que huyeras —Calder oyó la familiar voz de Craw junto a su oído. El anciano se había abierto paso hasta hallarse a su lado.

Calder resopló.

—Y yo creí haberte dicho que no dijeras nada. Parece que ninguno de los dos es capaz de hacer lo que los demás le dicen.

—Lamento que haya tenido que ser así.

—No tenía por qué ser así.

Vio la mueca dolorida de Craw resaltada por la luz de las llamas.

—Tienes razón. Lamento haber escogido esta opción.

—No lo lamentes. Todo el mundo sabe que eres un hombre de honor. Y seamos sinceros, llevo precipitándome hacia la tumba desde el mismo día que murió mi padre. Lo más sorprendente es que haya tardado tanto en hundirme en el barro. Pero, ¿quién sabe? —gritó mientras Escalofríos lo sacaba a rastras entre dos de los Héroes y dirigía a Craw una última sonrisa por encima del hombro—. ¡A lo mejor venzo a Dow en el círculo!

Vio por la expresión de lástima que se dibujó en el rostro de Craw que a éste no le parecía muy probable que eso fuera a ocurrir. Tampoco a Calder, si debía ser sincero consigo mismo por una vez. El mismo motivo de que aquel pequeño plan hubiera tenido éxito era también su principal inconveniente. Calder era el mayor cobarde y el peor luchador que uno podía hallar. Dow el Negro era todo lo contrario. No se habían ganado sus respectivas reputaciones por accidente.

Tenía tantas oportunidades de sobrevivir al círculo como una loncha de jamón al apetito de un hambriento, y todo el mundo lo sabía.

Cosas que pasan

—Traigo una carta para el general Mitterick —dijo Tunny, protegiendo su farol mientras abandonaba el abrigo del crepúsculo para dirigirse hacia la tienda del general.

Incluso bajo aquella limitada luz, resultaba evidente que el guardia era un individuo cuya naturaleza le había favorecido más de cuello para abajo que para arriba.

—Está con el Lord Mariscal. Tendrá que esperar.

Tunny le mostró su manga.

—¿No ha visto que soy cabo? ¿Acaso no tengo precedencia?

El guarda no entendió el chiste.

—¿Precequé?

—Olvídelo —Tunny suspiró y se quedó esperando a su lado. De la tienda surgían voces, cada vez más airadas.

—¡Exijo el derecho a atacar! —atronó una de ellas. Era Mitterick. No había demasiados soldados en el ejército que tuviesen la buena fortuna de no reconocer aquella voz. El guardia miró a Tunny frunciendo el ceño, como si dijera: «No debería estar escuchando esto». Tunny alzó la carta y se encogió de hombros—. ¡Los hemos obligado a retroceder! ¡Están exhaustos, nerviosos! ¡No les quedan ganas de seguir luchando! —unas sombras bailaron sobre uno de los laterales de la tienda, quizá se tratara de un puño agitándose en el aire—. Bastaría con lanzar una leve ofensiva… ¡Los tengo justo donde los quería!

—Eso mismo pensaba usted ayer y resultó que eran ellos los que le tenían a usted donde querían —replicó el Mariscal Kroy en un tono más mesurado—. Y los hombres del Norte no son los únicos que han perdido las ganas de luchar.

—¡Mis hombres se merecen la oportunidad de terminar lo que han empezado! Lord Mariscal, me merezco el…

—¡No! —exclamó, fue un no tan seco como un latigazo.

—Entonces, señor, exijo el derecho a renunciar….

—Eso también se lo niego. Y con más razón si cabe —Mitterick intentó decir algo, pero Kroy se lo impidió—. ¡No! ¿Acaso siempre tiene que discutir por todo? ¡Se va a tragar su condenado orgullo y va cumplir con su puñetero deber! Depondrá las armas, ordenará a sus hombres que crucen el puente y preparará a su división para el viaje de regreso a Uffrith tan pronto como hayamos terminado las negociaciones. ¿Me ha entendido, general?

Se produjo una larga pausa y, después, se oyó a alguien decir en un tono de voz muy bajo:

—Hemos perdido —sí, era la voz de Mitterick, pero apenas resultaba reconocible. Parecía repentinamente menguado, diminuto y débil, casi como si se hallara al borde de las lágrimas. Como si un cordel tensado al máximo se hubiera quebrado de repente y toda la jactancia de Mitterick se hubiera quebrado con él—. Hemos perdido.

—Hemos empatado —Kroy volvió a hablar con suma mesura, pero la noche era muy silenciosa y pocos hombres eran capaces de aguzar tanto el oído como Tunny cuando había algo que merecía la pena ser escuchado—. En ocasiones, es lo máximo a lo que podemos aspirar. En eso radica la ironía de la profesión militar. La guerra sólo puede servir para abrirle camino a la paz. Y no debería ser de otra manera. En otro tiempo fui como usted, Mitterick. Pensaba que sólo había una forma correcta de actuar. Un día, probablemente muy pronto, usted me reemplazará y se dará cuenta de que el mundo funciona de otra manera.

Se produjo otra pausa.

—¿Que yo lo reemplazaré?

—Sospecho que el gran arquitecto se ha cansado de este albañil en concreto. El general Jalenhorm ha muerto en los Héroes. Usted es la única opción razonable. Y yo le apoyaré en cualquier caso.

—Me deja usted sin habla.

—Si hubiera sabido que únicamente podría hacerle callar si dimitía, lo habría hecho hace años.

Otra pausa más.

—Me gustaría ascender a Opker a general de mi división.

—No tengo objeción alguna.

—En cuanto a la del general Jalenhorm, pensaba…

—El coronel Felnigg asumirá el mando de la misma —le interrumpió Kroy—. Bueno, el general Felnigg, más bien.

—¿Felnigg? —se oyó decir a Mitterick, con un tono de voz ligeramente horrorizado.

—Tiene veteranía y ya he enviado mi recomendación personal al rey.

—Pues yo no puedo trabajar con ese hombre…

—Puede y lo hará. Felnigg es astuto y cauto, servirá para hacerle de contrapeso, del mismo modo que usted ha hecho de contrapeso de mí. Aunque, francamente, a menudo ha sido usted como un grano en el culo, en general, he de decir que ha sido un honor servir con usted.

Entonces, se oyó un chasquido seco, como cuando los tacones de dos botas se juntan. Y después otro.

—Lord Mariscal Kroy, el honor ha sido mío por entero.

Tunny y el guardia se cuadraron con la máxima rigidez posible en cuanto los dos mayores cargos del ejército salieron súbitamente a zancadas de esa tienda. Kroy se alejó rápidamente entre la creciente penumbra. Mitterick permaneció allí, viéndole marchar, mientras abría y cerraba la mano que pendía a su costado.

Pero Tunny tenía una cita urgente con una botella y un camastro. Así que se aclaró la garganta.

—¡General Mitterick, señor!

Mitterick se volvió. A pesar de que fingía que se estaba quitando una mota de polvo del ojo, se estaba secando una lágrima sin lugar a dudas.

—¿Sí?

—Soy el cabo Tunny, señor, portaestandarte del Primer Regimiento de Su Majestad.

Mitterick frunció el ceño.

—¿El mismo Tunny que fue ascendido a sargento tras Ulrioch?

Tunny sacó pecho.

—El mismo, señor.

—¿El mismo Tunny que fue degradado tras Dunbrec?

A Tunny se le hundieron los hombros.

—El mismo, señor.

—¿El mismo Tunny que fue llevado ante un consejo de guerra tras aquel suceso en Shricta?

—Una vez más, el mismo, señor. Si bien he de apresurarme en señalar que el tribunal no halló prueba alguna de negligencia, señor.

Mitterick resopló.

—Ya sé yo cómo funcionan los tribunales. ¿Qué le trae por aquí, Tunny?

El cabo le mostró la carta.

—He venido para cumplir con mis obligaciones como portaestandarte, señor, con una carta de mi oficial al mando, el coronel Vallimir.

Mitterick bajó la mirada hacia la carta.

—¿Qué dice?

—No sabría…

—No creo que un soldado con tanta experiencia en tribunales fuese a llevar una carta sin tener una idea aproximada de su contenido. ¿Qué dice?

Tunny no podía discutir aquella afirmación.

—Señor, creo que el coronel expone con sumo detalle los motivos que han propiciado el fracaso de su ataque de hoy.

—¿Ah, sí?

—Así es, señor. Aún más, se disculpa profusamente ante usted, señor, ante el Mariscal Kroy, ante Su Majestad y, de hecho, ante todos los habitantes de la Unión en general, y les ofrece su renuncia inmediata, señor, pero también solicita el derecho a explicarse frente a un consejo de guerra. En ese punto se ha mostrado bastante vago, señor. Después, prosigue alabando a sus hombres y asumiendo toda la responsabilidad de…

Mitterick le arrebató la carta a Tunny, hizo una pelota con ella y la arrojó a un charco.

—Dígale al coronel Vallimir que no se preocupe — durante un momento, observó cómo la carta flotaba sobre el reflejo roto del cielo nocturno; acto seguido, se encogió de hombros—. Así son las batallas. Todos cometemos errores. Si le dijese que no se metiera en más líos, ¿caería mi consejo en saco roto, cabo Tunny?

—Siempre agradezco y tengo en cuenta cualquier consejo que me den, señor.

—¿Y si lo convierto en una orden?

—También tengo en cuenta todas las órdenes que me dan, señor.

—¡Ja! Puede retirarse.

Tunny le ofreció su saludo más servil, se dio media vuelta y marchó a paso ligero antes de que a alguien se le ocurriera llevarle ante un consejo de guerra.

Los momentos posteriores a una batalla son el sueño hecho realidad de cualquier aprovechado. Hay cadáveres que desvalijar o que desenterrar para luego desvalijar, trofeos que intercambiar, alcohol y chagga que vender, a precios escandalosamente elevados, a los que celebran la victoria y a los que lamentan por igual la derrota. Había visto cómo hombres que carecían de posesión alguna en el mundo amasaban fortunas después de una batalla. Sin embargo, la mayor parte del botín de Tunny seguía en su caballo, el cuál vete a saber dónde estaría ahora. Además, no estaba de humor.

Así que se mantuvo a distancia de las hogueras y de los hombres que las rodeaban y paseó por detrás de las líneas, mientras se dirigía hacia el norte a través del pisoteado campo de batalla. Pasó junto a un par de funcionarios que identificaban a los muertos a la luz de un farol. Uno de ellos tomaba notas en un cuaderno mientras el otro levantaba las mortajas en busca de cadáveres merecedores no sólo de su atención sino de un viaje de regreso a Midderland; en busca de hombres demasiado nobles como para reposar en tierras norteñas. Como si un muerto fuese distinto de otro. Tunny salvó el muro que se había pasado todo el día vigilando, el cual volvía a ser la vulgar obra de un granjero al igual que antes de la batalla, y se abrió paso bajo el crepúsculo hacia el extremo izquierdo del campamento, donde se encontraban apostados los supervivientes del Primer Regimiento.

—No lo sabía, no lo sabía. ¡No le había visto!

Había dos hombres de pie entre la cebada, quizá a unos treinta pasos del fuego más cercano, que observaban algo que se hallaba a sus pies. Uno era un joven de aspecto nervioso, al que Tunny no reconoció, que sostenía una ballesta sin flecha. Un recluta novato, quizá. El otro era Yema. Llevaba una antorcha en una mano y con la otra le estaba clavando el dedo índice al muchacho en las costillas.

—¿Qué pasa aquí? —gruñó Tunny al acercarse, con un mal presentimiento que se confirmó en cuanto vio lo que estaban mirando—. Oh, no, no.

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