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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (82 page)

BOOK: Los héroes
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—Hal —musitó, y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, había echado a correr.

—¡Finree! —gritó su padre.

—Yo la seguiré —replicó Gorst.

Finree ignoró a ambos y siguió corriendo colina abajo lo más rápidamente posible mientras los faldones del abrigo de Hal se le enredaban entre las piernas.

—Pero ¿qué…? —murmuró Craw, mientras veía cómo esa columna de humo, que el viento ya arrastraba hacia ellos, ascendía, mientras las llamas naranjas seguían parpadeando a su alrededor, engullendo las ruinas que habían sido unos edificios hasta hacía unos instantes.

—Huy —dijo Dow—. Ésa debía de ser sorpresa que tenía preparada Ishri. Lo cierto es que su sentido de la oportunidad deja mucho que desear.

Cualquier otro día, Craw podría haberse ¡asentido horrorizado, pero, en aquel momento, le resultó muy difícil. Hay un límite a cuánto puede llegar a lamentarse un hombre y él había sobrepasado el suyo con creces. Tragó saliva y dio la espalda al gigantesco árbol de humo y residuos que extendía sus brazos sobre el valle; acto seguido, prosiguió el dificultoso ascenso en pos de Dow.

—No es que esto pueda calificarse exactamente de victoria —decía éste—, pero, si tenemos en cuenta todo lo que ha ocurrido, tampoco hemos obtenido un mal resultado. Será mejor enviar un mensajero a Reachey para que le diga que deponga las armas. A Tenways y a Calder también, si aún están…

—Jefe —Craw se detuvo en la húmeda pendiente, junto al cadáver boca abajo de un soldado de la Unión. Un hombre ha de hacer lo correcto. Ha de ser leal a su jefe, al margen de sentimientos personales. Era un principio que llevaba respetando toda su vida; además, se suele decir que a un caballo viejo no se le pueden enseñar trucos nuevos.

—¿Sí? —la sonrisa de Dow se desvaneció al ver el rostro de Craw—. ¿A qué viene esa cara?

—Hay una cosa que he de decirte.

El momento de la verdad

El diluvio por fin había tocado a su fin, pero las hojas seguían goteando implacables sobre los calados, cansados e infelices soldados del Primero de Su Majestad. El cabo Tunny era el más calado, cansado e infeliz de todos ellos. Todavía seguía agazapado entre los arbustos. Todavía seguía observando el mismo tramo de muro que llevaba escudriñando todo el día y gran parte del día anterior. Tenía el contorno del ojo irritado debido al contacto constante con el latón del catalejo, así como el cuello en carne viva de tanto rascárselo y el culo y las axilas despellejadas a causa de sus ropas mojadas. A lo largo de su accidentada carrera militar le había tocado realizar muchas tareas de mierda, pero ésa se contaba entre las peores que jamás había hecho, ya que de algún modo combinaba las dos constantes más espantosas de la vida castrense: el terror y el tedio. Durante un rato, el muro se había desdibujado bajo la lluvia, pero ahora había vuelto a tomar forma. Sí, era la misma pila de piedras mohosas inclinadas hacia el arroyo de siempre. Y las mismas lanzas seguían asomando por encima de él.

—¿Vemos algo ya? —susurró el coronel Vallimir.

—Sí, señor. Siguen ahí.

—¡Deme eso! —Vallimir le arrebató el catalejo, inspeccionó un momento el muro y después lo dejó caer malhumorado—. ¡Maldita sea!

Tunny sintió cierta lástima por él, tanta como podría sentir jamás por un oficial. Avanzar implicaba desobedecer la letra de la orden de Mitterick. Pero seguir allí implicaba desobedecer el espíritu de la misma. Optase por una opción u otra, había bastantes posibilidades de que el coronel acabara sufriendo. Esta situación era otro argumento de peso contra la idea de ascender más allá de cabo.

—¡Bueno, pues vamos a atacar! —rugió Vallimir, cuya sed de gloria había desequilibrado evidentemente la balanza por esa opción—. ¡Prepare a los hombres para cargar!

Forest se cuadró y saludó.

—¡Sí, señor!

Había llegado el momento. Ya no cabía idear estratagemas para demorarse, ni concebir ardides para evitar el deber, ni simular que uno sufría alguna enfermedad o alguna herida. Había llegado el momento de pelear y, mientras se abrochaba la hebilla del casco, Tunny tuvo que reconocer que casi se sintió aliviado. Cualquier cosa era mejor que seguir acuclillado entre esos malditos arbustos un minuto más. Se oyeron unos susurros mientras la orden iba siendo transmitida entre las filas y también un ligero tintineo al ajustarse las armaduras y desenvainar las espadas.

—¿Vamos, pues? —preguntó Yema con los ojos abiertos como platos.

—Vamos —Tunny se notó extrañamente mareado y embriagado por la emoción mientras desataba los nudos y retiraba el protector de lona al estandarte. Notó esa vieja y familiar sensación de ahogo en la garganta al desdoblar aquel precioso cuadrado de tela roja. No era temor. No era temor ni mucho menos. Sino otra cosa mucho más peligrosa. Esa que Tunny intentaba sofocar y reprimir una y otra vez, pero que siempre volvía a brotar igual de poderosa cuando menos lo deseaba.

—Oh, allá vamos —susurró.

El sol dorado de la Unión dejó de esconderse a medida que la tela se iba desplegando, revelando el número uno que había bordado en ella. El estandarte del regimiento del cabo Tunny, en el que llevaba sirviendo desde que era un muchacho. En el que había servido tanto en el desierto como en la nieve. Los nombres de una veintena de viejas batallas bordadas con hilo dorado resplandecieron entre las sombras. Los nombres de batallas peleadas y ganadas por hombres mucho mejores que él.

—Oh, sí, allá vamos, joder.

Le dolía la nariz. Alzó la mirada hacia las ramas, hacia las hojas negras y las brillantes grietas de cielo que se abrían entre ellas, hacia las centelleantes gotas de agua que se acumulaban en sus rebordes. Parpadeó al intentar reprimir las lágrimas. Avanzó hasta el mismo lindero del bosque, intentando contener ese dolor mortecino que sentía tras el esternón mientras varios hombres se reunían a su lado conformando una larga hilera. Sentía un cosquilleo en las extremidades. A su espalda, Yema y Worth, los últimos de su pequeño contingente de reclutas, habían palidecido mientras miraban hacia el río y el muro situado al otro lado del mismo. Mientras esperaban el momento de…

—¡Carguen! —bramó Forest, y Tunny echó a correr al instante. Irrumpió entre los árboles y descendió la larga ladera, esquivando viejos tocones y saltando sobre otros. Oyó cómo los hombres gritaban a sus espaldas, pero estaba demasiado ocupado alzando el estandarte con ambas manos como para girarse, mientras permitía que el viento hinchara la tela de la bandera y la desplegara sobre su cabeza, al mismo tiempo que le tiraba con fuerza de las manos, los brazos y los hombros.

Se internó en el riachuelo, atravesando la lenta corriente hasta llegar a la mitad del mismo sin que le cubriese más allá de los muslos. Se volvió, ondeando el estandarte de atrás adelante, que centelleaba con su sol dorado.

—¡Adelante, cabrones! —rugió hacia la multitud de hombres que corría tras él—. ¡Adelante, Primer Regimiento! ¡Avancen! ¡Avancen! —entonces algo cayó silbando rasgando el aire, algo que apenas vislumbró por el rabillo del ojo.

—¡Me han dado! —chilló Worth, tambaleándose en mitad del arroyo, con el casco torcido sobre su cara teñida de espanto mientras se llevaba las manos al peto.

—¡Sí, le ha alcanzado una cagada de pájaro, idiota! —Tunny agarró el estandarte con una mano y pasó la otra por debajo de la axila de Worth, al que arrastró un par de pasos hasta que recuperó el equilibrio; después, siguió avanzando solo, alzando las rodillas y salpicando agua a cada paso.

Ascendió por la musgosa orilla agarrándose a las raíces con la mano que le quedaba libre y sus botas empapadas se hundieron en la tierra suelta hasta que logró acceder finalmente a una extensión de hierba. Echó un vistazo hacia atrás, pero sólo pudo oír su enfebrecida respiración resonando en el interior de su casco. Todo el regimiento, o en cualquier caso los pocos cientos que todavía sobrevivían habían inundado la ladera y estaban cruzando el riachuelo tras él, lanzando relucientes gotas en todas direcciones.

Tunny alzó el ondeante estandarte lo más alto que pudo y lanzó un rugido al tiempo que desenvainaba su espada. Acto seguido, echó a correr con el rostro congelado en una máscara feroz y se dirigió a grandes zancadas hacia el muro sobre el que seguían sobresaliendo aquellas lanzas. Dio dos pasos más y saltó sobre la piedra seca, chillando como un demente, blandiendo su espada salvajemente a diestro y siniestro, golpeando las lanzas y haciéndolas caer…

Pero allí no había nadie.

Sólo unas viejas picas apoyadas contra el muro y la húmeda cebada ondeando al viento, así como los tranquilos y arbolados riscos que se elevaban suavemente hacia el norte del valle, tal y como lo hacían hacia el sur en la otra orilla.

No había nadie contra quien pelear.

Sin duda alguna, ahí se había combatido y mucho. A la derecha, los cultivos se encontraban aplastados y el terreno frente al muro se hallaba pisoteado y convertido en un barrizal, sembrado con los cadáveres de hombres y caballos, con los desagradables restos de la victoria y la derrota.

Pero el combate había terminado.

Tunny entornó los ojos. A un par de cientos de pasos hacia el noroeste, un par de figuras corrían campo a través. Los escasos rayos de sol que habían empezado a filtrarse entre las espesas nubes se reflejaron sobre sus armaduras. Debían de ser hombres del Norte, presumiblemente. Y como nadie parecía estar persiguiéndoles, se estaban tomando su tiempo y retirándose con tranquilidad.

—¡Aah! —chilló Yema mientras se acercaba corriendo, un grito de guerra que difícilmente habría provocado que nadie se agachase nervioso—. ¡Aah! —gritó al asomarse por encima del muro para asestar alocadas estocadas con su espada—. ¿Aah?

—Aquí no hay nadie —afirmó Tunny, a la vez que bajaba lentamente su arma.

—¿Nadie? —musitó Worth, intentando enderezarse el casco torcido.

Tunny se sentó sobre el muro con el estandarte entre las rodillas.

—Sólo él —cerca de allí, un espantapájaros había sido instalado con una lanza clavada en cada mano y un casco bien pulido sobre la cabeza—. Supongo que el regimiento podrá con él.

Todo había sido un patético ardid. Pero todos los ardides parecían patéticos cuando uno descubría el truco. Tunny debería haberse imaginado qué estaba ocurriendo. El mismo había ideado unas cuantas tretas como aquélla, aunque normalmente para engañar a sus superiores en vez de al enemigo.

Entretanto, más y más soldados iban alcanzando el muro. Calados, agotados y confusos. Uno de ellos, tras escalar el muro torpemente, se acercó caminando hasta el espantapájaros y lo amenazó con su espada.

—¡Entrega tus armas en el nombre de Su Majestad! —exclamó.

Al instante, se oyeron unas cuantas risas dispersas, que se vieron cortadas en seco en cuanto el coronel Vallimir se encaramó sobre el muro de piedra seca hecho una furia, seguido por el sargento Forest.

Un jinete se acercaba desde un hueco abierto en el muro a su derecha. El hueco tras el cual habían estado seguros de que se iban a encontrar con una furiosa batalla. Una batalla cuyo curso iban a cambiar gloriosamente. Una batalla que ya había terminado. El jinete tiró de las riendas delante de ellos, respiraba tan entrecortadamente como su caballo y ambos se encontraban manchados de barro por la galopada.

—¿Está aquí el general Mitterick? —preguntó entre jadeos.

—Me temo que no —contestó Tunny.

—¿Sabe dónde está?

—Me temo que no —respondió Tunny.

—¿Qué es lo que ocurre, hombre? —inquirió a voz en grito Vallimir, a quien se le enredaron las piernas en la vaina de su espada al saltar el muro y estuvo a punto de caerse de bruces. El mensajero lo saludó bruscamente.

—Señor. El Lord Mariscal Kroy ha dado orden de que todas las hostilidades cesen de inmediato —sonrió, mostrando unos dientes deslumbrantemente blancos que destacaban en su cara embarrada—. ¡Hemos firmado la paz con los hombres del Norte!

Acto seguido, obligó hábilmente a dar la vuelta a su caballo y siguió cabalgando, más allá de un par de banderas sucias y hechas jirones que pendían olvidadas en un par de postes, hacia una hilera de soldados de la Unión que avanzaban a pie a través de los campos arrasados.

—¿La paz? —farfulló Yema, empapado y tembloroso.

—La paz —gruñó Worth, mientras intentaba limpiarse la cagada de pájaro del peto.

—¡Joder! —exclamó Vallimir, arrojando su espada al suelo.

Tunny alzó las cejas y clavó su hoja en la tierra. No podía decir que se sintiera igual de frustrado que Vallimir, pero debía reconocer que se hallaba algo decepcionado con cómo habían resultado las cosas.

—Pero así es la guerra, ¿verdad, preciosa mía? —inquirió a la bandera mientras se disponía a enrollar el estandarte del Primer Regimiento de Su Majestad y estiraba los dobleces con los pulgares tal como una mujer lo haría al guardar su traje de novia una vez acabado el día de sus nupcias.

—¡Ha portado el estandarte de una manera realmente estupenda, cabo! —Forest se encontraba a apenas un par de metros de distancia, con un pie apoyado sobre el muro y una sonrisa dibujada en su rostro marcado—. Ha corrido delante de todos, ha guiado al resto y ha ocupado el puesto de mayor peligro y gloria. «¡Adelante!», he oído gritar al valiente cabo Tunny, quien ha mostrado su arrojo ante las fauces del enemigo. Pero, al final, ha resultado que no había enemigo; aun así, siempre supe que acabaría cumpliendo con su deber. Siempre lo hace. No puede evitarlo, ¿verdad? ¡Sí, el cabo Tunny es un verdadero héroe del Primer Regimiento!

—Déjeme en paz, Forest.

Tunny se dispuso a guardar cuidadosamente el estandarte en su funda protectora. Miró hacia el otro extremo de la llanura, al noroeste, y observó cómo los últimos hombres del Norte se alejaban entre los campos iluminados por el sol.

Algunos hombres tienen suerte. Otros, no. Calder había llegado a la conclusión, mientras avanzaba lentamente a través de la cebada tras sus hombres, agotado y cubierto de barro pero vivo, de que él la tenía. Por los muertos, sí, la tenía.

Había tenido una suerte demencial, ya que Mitterick había cometido un disparate al haber cargado sin comprobar previamente el terreno y sin esperar a que amaneciera, condenando así a su caballería. Había tenido una suerte imposible, ya que quién podía imaginarse que precisamente Brodd Tenways fuera a aparecer para echarle una mano, quién podía imaginarse que el peor de sus muchos enemigos fuera a salvarle la vida en el último momento. Incluso la lluvia se había puesto de su parte, ya que había caído en el momento adecuado para echar a perder el orden de las formaciones de la infantería de la Unión y convertir un terreno ideal en una pesadilla de fango.

BOOK: Los héroes
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