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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (78 page)

BOOK: Los héroes
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Bayaz suspiró y ese suspiro se clavó en los sudados hombros de Finree como un sacacorchos.

—Simpatizo profundamente con su padre.

Finree estaba descubriendo que su admiración por el Primero de los Magos se estaba desvaneciendo, al mismo tiempo que su desagrado se acentuaba con el tiempo.

—Ah, sí —replicó, con el mismo tono en el que alguien podría decir «cállese» y con la misma intención.

Si Bayaz se percató de ello, decidió pasarlo por alto.

—Es una lástima que no podamos ver desde lejos cómo pelean esos hombrecillos. No hay nada como contemplar una batalla desde las alturas y ésta es una de las más grandes que jamás he visto, y eso que estoy curtido en mil batallas. No obstante, el tiempo, el clima no responde ante nadie —Bayaz sonrió hacia los cielos cada vez más solemnes—. ¡Oh, sí, una verdadera tormenta! Esto le añade aún más dramatismo, ¿verdad? ¿Y qué mejor acompañamiento puede haber para el entrechocar de las armas?

—¿La ha convocado usted sólo para aportar el ambiente adecuado?

—Ojalá poseyera ese poder. Imagínese, ¡podría hacer que bramara el trueno cada vez que decidiera aproximarme a alguien! Antaño, mi maestro, el gran Juvens, era capaz de invocar el rayo con pronunciar una sola palabra, de hacer que un río se desbordase con un mero gesto, de provocar una helada con únicamente un pensamiento. Tal era el poder de su Arte —aseveró, mientras extendía los brazos, alzaba el rostro hacia la lluvia y levantaba su cayado hacia los cielos—. Pero de eso hace mucho —dejó caer los brazos—. Hoy en día los vientos soplan a su antojo. Como las batallas. Los que quedamos debemos intervenir de una manera… más indirecta.

Una vez más, oyeron el repiqueteo de unos cascos y, al instante, un desaliñado y joven oficial llegó al galope.

—¡Informe! —exigió Felnigg a voz en grito, haciendo que Finree se preguntase cómo había aguantado tanto tiempo sin que alguien le propinase un puñetazo en la cara.

—¡Los hombres de Jalenhorm han expulsado al enemigo de los manzanos —respondió el mensajero casi sin aliento— y están ascendiendo la colina a paso ligero!

—¿Hasta dónde han llegado? —inquirió el padre de Finree.

—La última vez que los vi estaban a punto de llegar a las piedras más pequeñas. A los Niños. Pero si han sido capaces de tomarlas o no…

—¿Han encontrado mucha resistencia?

—Cada vez más.

—¿Cuándo les ha dejado?

—He cabalgado velozmente hasta aquí, señor, así que a lo mejor… ¿tal vez hace un cuarto de hora?

El padre de Finree mostró los dientes en dirección al chaparrón. El contorno de la colina sobre la que se alzaban los Héroes era apenas una mancha oscura en medio de una cortina gris. Finree podía adivinar lo que estaba pensando. Para entonces, podían haber tomado gloriosamente la cima, o podían estar enzarzados en un furioso combate o podían haber sufrido una sangrienta derrota. En aquel momento, cualquiera de ellos podía estar vivo o muerto, podían haberse alzado victoriosos o haber caído derrotados. Kroy giró sobre sus tacones.

—¡Ensillen mi caballo!

La jactancia de Bayaz se apagó como la llama de una vela.

—No se lo aconsejo. No hay nada que pueda hacer usted allá abajo, Mariscal Kroy.

—Lo cierto es que no hay nada que pueda hacer aquí arriba, Lord Bayaz —replicó el padre de Finree cortésmente, mientras pasaba a su lado y se dirigía hacia las monturas. Sus oficiales del estado mayor lo siguieron, acompañados de varios guardias, a la vez que Felnigg vociferaba órdenes en todas direcciones. El cuartel general cobró súbitamente vida y se sumió en una actividad frenética.

—¡Lord Mariscal! —gritó Bayaz—. ¡No me parece que esté obrando sensatamente!

El padre de Finree no se molestó siquiera en volverse.

—Entonces, quédese aquí si quiere —acto seguido, apoyó una bota en el estribo y se aupó al caballo.

—Por los muertos —masculló Bayaz.

Finree le dedicó una sonrisa siniestra.

—Parece que, después de todo, puede que deba acudir al frente. A lo mejor así podrá ver a esos hombrecillos pelear desde cerca.

El Primero de los Magos no parecía satisfecho.

Sangre

—¡Ya vienen!

Eso Beck ya lo sabía, pero los Héroes estaban tan abarrotados de combatientes que poco más podía saber sobre qué ocurría. Pieles mojadas, armaduras empapadas y armas resplandecientes por la lluvia, rostros malhumorados sobre los que corría el agua. Las mismas piedras eran sombras veteadas, fantasmas tras un bosque de lanzas dentadas. Podían oírse los susurros húmedos de las gotas sobre el metal. El estruendo metálico del acero resonando por las laderas y los gritos de batalla amortiguados por el aguacero.

La multitud sufrió un fuerte empujón y Beck se vio levantado, pataleando sobre el vacío y acabó cayendo sobre una masa de hombres que se revolvían, gritaban y lanzaban puñetazos. Le llevó un momento darse cuenta de que no eran el enemigo, pero había armas de sobra apuntando en todas direcciones y no les hacía falta ser de la Unión para que se te acabaran clavando en las pelotas. Al fin y al cabo, no había sido una espada de la Unión la que había matado a Reft.

Alguien le dio un codazo en la cabeza y se tambaleó hacia un lado; a continuación, recibió otro golpe que le hizo caer de rodillas y alguien le pisó la mano que se hundió en el barro. Se levantó apoyándose en un escudo con una cabeza de dragón pintada, cuyo propietario no pareció demasiado complacido. Era un hombre barbudo que le estaba gritando. Pero el fragor de la batalla era más fuerte. Los hombres luchaban por alejarse o por avanzar. Algunos se agarraban las heridas, de las que manaba una sangre que adquiría un color rosa al mezclarse con la lluvia, otros agarraban sus armas, completamente empapados y enloquecidos de rabia y miedo.

Por los muertos, quería escapar de ahí. No estaba seguro de si estaba llorando o no. Lo único que sabía es que no podía volver a caerse. Craw había dicho que tenía que ser leal y permanecer junto a sus compañeros, ¿verdad? Que debía ser leal a su jefe y permanecer junto a él. Parpadeó mientras observaba la tormenta y vislumbró el estandarte de Dow el Negro aletear calado por la lluvia. Sabía que Craw debía de estar cerca. Se abrió paso hacia allí entre aquellos cuerpos que se empujaban mutuamente, resbalando sobre el barro pisoteado. Le pareció ver fugazmente el rostro de Drofd, que rugía sin parar. De repente, oyó un grito y una lanza se le echó encima, aunque no con gran rapidez. Apartó la cabeza a un lado, todo lo lejos que pudo, estirándose con todas sus fuerzas, y la punta le rozó la oreja. Alguien gimoteó junto a su otro oído y cayó sobre él. Notó algo cálido en el hombro. Escuchó gruñidos y gorgoteos. Sintió cómo un líquido ardiente le bajaba por el brazo. Jadeó y meneó los hombros para quitarse el cadáver de encima, que cayó al fango.

La multitud sufrió otra embestida y Beck se vio arrastrado hacia la izquierda, permaneció boquiabierto mientras se esforzaba por mantenerse erguido. Una lluvia caliente le salpicó en la mejilla. El hombre que tenía delante desapareció bruscamente y Beck se encontró parpadeando frente a un espacio abierto. Frente a una franja de barro, cubierta por cadáveres despatarrados, charcos y lanzas rotas.

Al otro lado de la franja se hallaba el enemigo.

Dow rugió algo sobre su hombro, pero Craw no pudo oírle. Apenas era capaz de oír nada sobre el murmullo de la lluvia y el clamor de las rudas voces, tan atronadoras como una tormenta. Ya era demasiado tarde para dar órdenes. Llega un momento en que un hombre debe conformarse con las que ya ha dado y confiar en que sus hombres harán lo correcto y lucharán. Le pareció ver la empuñadura del Padre de las Espadas asomar entre las lanzas. Debería haber permanecido junto a su docena. Debería haber sido fiel a sus compañeros. ¿Por qué había aceptado ser el segundo de Dow? Quizá porque en otro tiempo había sido el segundo de Tresárboles y, por algún motivo, había pensado que, si recuperaba el puesto que había tenido, el mundo volvería a ser como antes. No era más que un viejo necio que se aferraba a los fantasmas del pasado. Ahora ya era demasiado tarde. Debería haberse casado con Colwen cuando había tenido la oportunidad. Tendría que habérselo propuesto, al menos. Debería haberle dado la oportunidad de rechazarle.

Cerró los ojos un momento y respiró el aire frío y húmedo. «Debería haber seguido siendo carpintero», susurró. Pero la espada había sido la opción más fácil. Para trabajar la madera se necesitan todo tipo de herramientas: formones y sierras, hachas grandes y pequeñas, martillos y clavos, leznas y lijas. Pero para ser un guerrero sólo necesitas dos. Un filo y la voluntad de matar. Aunque Craw no estaba seguro de seguir poseyendo esa voluntad de matar. Apretó el puño con fuerza alrededor de la empapada empuñadura de su espada. El fragor de la batalla era cada vez más intenso y se fundía en sus oídos con el rugido de su respiración, con el rugido de su corazón. Hay cosas que no se pueden cambiar. Entonces, apretó los dientes y abrió los ojos de golpe.

La multitud se partió en dos como un tronco en una serrería y la Unión penetró como un enjambre por el hueco abierto. Un adversario se abalanzó sobre Craw antes de que éste pudiera blandir su espada. Sus escudos entrechocaron y sus pies se deslizaron sobre el barro. Craw vio fugazmente un semblante enfurecido y consiguió inclinar su escudo hacia delante de tal modo que el reborde de metal se hundiese en la nariz de su oponente. Después, empujó hacia arriba, entre gemidos y gorgoteos. Tiró de la agarradera del escudo con todas sus fuerzas y lo golpeó con él, se lo clavó, mientras gruñía y escupía, hasta hundirlo en la cabeza de aquel tipo. Se le enganchó en la hebilla del casco de su rival y casi se lo arrancó. Craw intentó liberar su espada. Súbitamente, una hoja pasó silbando a su lado y se llevó un buen pedazo de la cara del soldado. Éste dejó de oponer resistencia y Craw resbaló sobre el lodo.

Dow el Negro blandió su hacha y clavó el lado de la pica sobre el casco de algún adversario, atravesándolo por completo. La dejó enterrada en la cabeza del cadáver mientras éste caía de espaldas con los brazos en cruz.

Un hombre del Norte manchado de barro se encontraba ensartado con una lanza y se aferraba con uno de los brazos a ella mientras movía su martillo de guerra de un lado a otro inútilmente. Tenía la mano de un enemigo en su rostro, lo que lo obligaba a alzar la cabeza mientras se esforzaba por ver algo entre los huecos que dejaban los dedos.

Un soldado de la Unión se dirigió hacia Craw. Alguien le puso la zancadilla y cayó sobre una rodilla en medio del lodo. Craw le golpeó en la nuca con la empuñadura de la espada y le abolló el casco. Lo volvió a golpear y le hizo caer de bruces. Mientras profería diversas maldiciones, lo volvió a golpear una y otra vez hasta enterrar su cara en el barro.

Escalofríos, con una sonrisa dibujada en la cara, machacó a un enemigo con su escudo. La lluvia hacía que su enorme cicatriz se enrojeciera, dando así la impresión de que era una herida reciente. La guerra lo vuelve todo del revés. Hombres que son una amenaza en tiempos de paz pasan a ser tu mejor esperanza tan pronto como el acero reluce.

Un cadáver bailaba de atrás adelante y de adelante atrás al compás de las patadas. La sangre se arremolinaba en los charcos de agua turbia. Un mandoble del Padre de las Espadas partió a alguien en dos igual que un cincel partiría la talla de un hombre. Craw volvió a agazaparse tras su escudo para protegerse de la lluvia de sangre que cayó sobre él como una neblina de gotas.

Las lanzas empujaban en todas direcciones como una masa desquiciada, traqueteante y resbaladiza. La punta de una resbaló lentamente sobre la madera hasta encontrar una mano, que atravesó y clavó contra un pecho, empujando a su dueño hacia el suelo, a la vez que éste negaba con la cabeza, no, no, e intentaba quitarse de encima la lanza con la otra mano mientras unas despiadadas botas lo pisoteaban.

Craw desvió un lanzazo con el escudo y asestó un mandoble con su espada, acertando a su oponente bajo la mandíbula, cuya cabeza giró violentamente entre un borboteo de sangre y un graznido que sonó igual que la primera nota de una canción que le resultaba conocida.

Tras él, pudo divisar a un oficial de la Unión que llevaba la armadura más hermosa que Craw había visto en su vida, estaba grabada por completo con relucientes diseños dorados. Aquel hombre estaba golpeando a Dow el Negro con una espada embarrada y había conseguido ponerle de rodillas. Uno debe ser leal a su jefe y permanecer junto a él. Craw acudió en ayuda de su jefe rugiendo y hundió un pie en un charco, lo cual provocó que salpicara toda el agua enfangada. Golpeó demencialmente aquel maravilloso peto y abrió una grieta en mitad de aquella obra de arte, obligando a su portador a retroceder tambaleante. Craw avanzó de nuevo y ensartó al hombre de la Unión justo en el momento en que éste se volvía. Su hoja penetró hasta rozar la parte inferior de la armadura y atravesó al oficial, quien se derrumbó de espaldas.

Craw pugnó por recuperar su espada. Tenía la mano y el brazo cubiertos de sangre caliente y pegajosa. Se vio obligado a sostener a aquel cabrón mientras retorcía la hoja para poder extraerla, mientras daban tumbos juntos en el lodo en un mortal abrazo. Craw sintió cómo la rala barba del oficial le raspaba la mejilla, así como su aliento en el oído, y, en ese momento, se dio cuenta de que nunca había llegado a estar tan cerca de Colwen. Hay cosas que se no se pueden cambiar, ¿eh? Hay cosas que…

Con desear no siempre es suficiente, y por mucho que Gorst lo desease, no iba a poder llegar hasta ellos. Había demasiados rivales entre medias. Para cuando logró cortarle una pierna al último y pudo arrojarlo a un lado, aquel anciano ya le había atravesado las tripas a Jalenhorm. Gorst pudo ver la punta ensangrentada de la espada asomar bajo el reborde dorado de su peto salpicado por la lluvia. Mientras el hombre del Norte intentaba extraer la hoja de su cuerpo, el general adoptó una expresión de lo más extraña. Casi parecía una sonrisa.

Se ha redimido.

El viejo hombre del Norte se volvió al oír el aullido de Gorst y abrió los ojos como platos mientras alzaba su escudo. El acero lo cortó profundamente, astillando su madera, retorciendo el asidero contra el brazo de su dueño, golpeándole la cabeza contra el reborde metálico y arrojándolo desconcertado a un lado.

Gorst dio un paso adelante para terminar el trabajo, pero, una vez más, volvía a haber alguien en su camino.
Como siempre
. Era poco más que un muchacho y blandía un hacha a la vez que gritaba.
Lo de costumbre, probablemente: muere, muere, bla, bla, bla
. Gorst se sentiría feliz de morir, por supuesto.
Pero no porque le resulte conveniente a este necio
. Echó la cabeza a un lado, dejó que el hacha rebotara inofensivamente en su hombrera y giró sobre sí mismo barriendo el aire en horizontal con su espada. El muchacho intentó desesperadamente bloquear el golpe, pero la pesada hoja le arrebató el hacha de la mano y le abrió la cabeza, sus sesos salieron volando.

BOOK: Los héroes
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