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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (77 page)

BOOK: Los héroes
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—¿Dónde está Whirrun?

—¡No temáis! —exclamó éste abriéndose paso entre los calados e infelices Caris—. ¡Whirrun de Bligh está con vosotros!

Por razones que sólo él conocía, se había quitado la camisa y apareció ante ellos desnudo hasta la cintura, con el Padre de las Espadas al hombro.

—Por los muertos —murmuró Craw—. Cada vez que peleamos llevas menos ropa.

Whirrun echó la cabeza hacia atrás y parpadeó bajo la lluvia.

—No pienso llevar camisa con la que está cayendo. Con una camisa húmeda sólo lograría que se me irritaran los pezones.

Wonderful negó con la cabeza.

—Todo forma parte del misterio del héroe.

—Eso también —sonrió Whirrun—. ¿Qué me dices tú, Wonderful? ¿Se te irritan los pezones cuando llevas una camisa mojada? Necesito saberlo.

Ella le estrechó la mano.

—Tú preocúpate de tus pezones, Tarado, que yo lo haré de los míos.

Ahora el mundo entero brillaba y permanecía inmóvil y silencioso. El agua relucía sobre las armaduras, las pieles que portaban se curvaban por la humedad y el rocío perlaba los coloridos escudos. Craw vio entonces una sucesión de rostros, conocidos y desconocidos. Sonrientes, severos, dementes y temerosos. Extendió la mano y Whirrun la estrechó en la suya, sonrió y le mostró así hasta su último diente.

—¿Estás listo?

Craw siempre albergaba dudas. Las comía, las respiraba, llevaba viviendo con ellas veinte años o más. Las muy cabronas apenas le daban un momento de respiro. Todos los días lo asolaban, desde que había enterrado a sus hermanos.

Pero aquél no era momento para dudar.

—Estoy listo —afirmó, desenvainando su espada. Acto seguido, miró hacia los hombres de la Unión, que eran centenares y centenares y se hallaban desdibujados bajo la lluvia hasta parecer meras manchas y destellos de color. Entonces, sonrió. A lo mejor Whirrun tenía razón y un hombre no está vivo de verdad hasta que se enfrenta a la muerte. Craw alzó su espada cuanto pudo y lanzó un aullido, y a su alrededor todos los demás hicieron lo mismo.

Y esperaron la llegada de la Unión.

Más trucos

El sol tenía que estar en algún lugar por encima de sus cabezas, pero nadie lo habría dicho. Las enfurecidas nubes se habían multiplicado y la luz seguía siendo muy escasa. Prácticamente, inexistente. Por lo que el cabo Tunny podía ver, y en cierto modo para su sorpresa, nadie se había movido. Los cascos y las lanzas seguían asomando por encima de la franja de muro que tenía bajo vigilancia y se movían de vez en cuando, pero sin alejarse de allí. El ataque de Mitterick había comenzado hacía un buen rato. Podía oírlo desde allí. Sin embargo, en aquel extremo tan alejado del combate, los hombres del Norte aguardaban.

—¿Siguen ahí? —preguntó Worth. En aquellas circunstancias, el mero hecho de tener que esperar solía bastar para que la mayoría de los hombres se cagaran encima. Worth era un tipo singular en ese aspecto, pues, al parecer, eso era lo único que conseguía que le detenía.

—Ahí siguen.

—¿Sin moverse? —inquirió Yema con una voz muy aguda.

—Si se estuvieran moviendo, nosotros también nos habríamos puesto en marcha, ¿verdad? —Tunny volvió a mirar a través de su catalejo—. No. No se mueven.

—¿Eso que oigo no es el fragor del combate? —murmuró Worth cuando un golpe de viento llevó hasta ellos los ecos de hombres enfurecidos, de caballos y del entrechocar de metales procedentes de más allá del río.

—O eso o alguien se ha agarrado un enfado de narices en el establo. ¿Cree que alguien se ha enfadado en el establo?

—No, cabo Tunny.

—No, yo tampoco.

—Entonces, ¿qué está pasando? —preguntó Yema.

En ese instante, un caballo sin jinete apareció por encima de la loma, cuyos estribos brincaban vacíos contra sus flancos. Descendió trotando hasta el agua, se detuvo y comenzó a mordisquear la hierba.

Tunny bajó su catalejo.

—Sinceramente, no estoy seguro.

A su alrededor, la lluvia tamborileaba sobre las hojas.

La cebada aplastada estaba sembrada de caballos muertos y agonizantes, de hombres muertos y agonizantes. Se apilaban en una sangrienta maraña frente a Calder y sus estandartes robados. A sólo un par de pasos, tres Caris estaban discutiendo entre sí mientras intentaban liberar sus lanzas, pues todas ellas se encontraban empaladas en el mismo jinete de la Unión. Un par de muchachos habían salido velozmente a recoger flechas usadas. Otro par habían sido incapaces de resistir la tentación de bajar a la tercera zanja para comenzar a desvalijar los cuerpos, a pesar de que Ojo Blanco les gritaba que regresaran a la formación.

La caballería de la Unión había sido liquidada. Su ataque había sido muy valeroso, pero estúpido. A Calder le dio la impresión de que ambas cosas a menudo iban de la mano. Para empeorar las cosas, tras haber fracasado una vez habían insistido en un segundo intento aún más condenado al fracaso. Tres docenas más o menos habían superado la tercera zanja por la derecha y habían conseguido llegar hasta el Muro de Clail y matar a un par de arqueros antes de caer bajo las flechas y las lanzas de sus adversarios. Todo había sido tan inútil como pasar una bayeta por la playa para secarla. Ese era el problema del orgullo, el valor y todas aquellas recias virtudes sobre las que tanto les gustaba cantar a los bardos. Cuantas más de esas virtudes posea uno, más probabilidades tiene de acabar en la parte inferior de una pila de cadáveres. Lo único que habían conseguido los más valientes de la Unión había sido darle a los hombres de Calder la mayor inyección de moral que habían tenido desde los tiempos en que Bethod había sido Rey de los hombres del Norte.

Y, además, se lo estaban haciendo saber a la Unión, ahora que los supervivientes regresaban montando, cojeando o arrastrándose hacia sus líneas. Bailaban, aplaudían y aullaban bajo la lluvia. Se estrechaban las manos y se daban palmaditas en la espalda y entrechocaban sus escudos. Cantaban el nombre de Bethotd y el de Scale, e incluso el de Calder con cierta frecuencia, lo cual le resultó gratificante. ¿Quién podría haber imaginado que acabaría gozando de la camaradería de los guerreros? Sonrió a su alrededor mientras los hombres lo jaleaban y lo saludaban con sus a armas; entonces, levantó su espada y les devolvió el saludo. Se preguntó si sería demasiado tarde para manchar su filo con un poco de sangre, ya que no había llegado a tener oportunidad de blandirla. Había cantidad de sangre a su alcance y dudaba que sus anteriores propietarios la echasen de menos.

—¿Jefe?

—¿Eh?

Pálido como la Nieve estaba señalando hacia el sur.

—Quizá sea buena idea ordenarles que vuelvan a colocarse en posición.

La lluvia estaba aumentando de intensidad. Las enormes gotas dejaban la tierra marcada con manchas negras y repiqueteaban sobre las armaduras de los vivos y los muertos. Sobre el campo de batalla, hacia el sur, se había levantado una bruma neblinosa, pero más allá de los caballos sin jinete que vagaban sin rumbo y de los jinetes sin caballo que regresaban tambaleándose hacia el Puente Viejo, a Calder le dio la sensación de que podía ver unas siluetas moviéndose entre la cebada.

Se protegió los ojos con una mano. A continuación más y más formas emergieron entre la lluvia y dejaron de ser fantasmas para convertirse en carne y metal. Era la infantería de la Unión. Avanzaban marcialmente en gran número, de manera muy ordenada y con una escalofriante determinación. Como sus banderas se habían mojado, pendían inertes.

Los hombres de Calder también los habían visto y sus burlas triunfales pasaron a ser un mero recuerdo. Las bruscas voces de los Grandes Guerreros resonaron entre la lluvia, llevándoles de regreso hasta sus puestos tras el tercer foso. Ojo Blanco estaba instruyendo a algunos de los heridos leves para que luchasen como fuerzas de reserva y se encargasen de cubrir cualquier agujero que se abriera en sus formaciones. Calder se preguntó si él también acabaría lleno de agujeros antes de que acabase el día. Sí, eso parecía una apuesta segura.

—¿No se te habrá ocurrido algún truco más? —le interrogó Pálido como la Nieve.

—La verdad, no —a menos que correr como alma que lleva el diablo contase como tal—. ¿Y a ti?

—Sólo uno —acto seguido, el viejo guerrero limpió cuidadosamente la sangre de su espada con un trapo y la levantó hacia el enemigo.

—Oh —Calder bajó la mirada hacia su inmaculada hoja, que se encontraba perlada con gotas de agua—. Ese.

La tiranía de la distancia

—¡No veo absolutamente nada! —masculló el padre de Finree, quien se adelantó un paso y volvió a mirar por su catalejo, presumiblemente con el mismo resultado que antes—. ¿Y usted?

—No, señor —gruñó uno de sus subalternos, de manera muy poco servicial.

Habían presenciado la prematura carga de Mitterick sumidos en un atónito silencio. Después, mientras la primera luz del día se había extendido sobre el valle, habían observado el inicio del avance de Jalenhorm. Luego, había llegado la lluvia. Primero, Osrung había desaparecido tras una cortina gris a la derecha, después el Muro de Clail a la izquierda, luego el Puente Viejo y la posada sin nombre en la que Finree casi había encontrado la muerte el día anterior. Ahora incluso los bajíos eran unos fantasmas casi olvidados. Todos los presentes guardaban silencio, paralizados por la preocupación, intentando distinguir los sonidos que ocasionalmente les llegaban desde la distancia, por encima del húmedo susurro de la lluvia. Pues a juzgar por lo que podían ver ahora, bien podía no estar teniendo lugar batalla alguna.

El padre de Finree recorrió la estancia de un lado a otro, moviendo los dedos como si fuese a agarrar algo. Entonces, se detuvo junto a ella, con la mirada perdida en aquella masa acuosa gris.

—A veces, pienso que no hay ninguna persona que se sienta más impotente en el mundo que un comandante en jefe en el campo de batalla —musitó.

—Quizá la hija de ese comandante se sienta aún peor.

Su padre le dedicó una sonrisa muy tensa.

—¿Estás bien?

Finree pensó en devolverse la sonrisa, pero renunció a ello.

—Estoy bien —mintió, de manera bastante evidente. Aparte del dolor que sentía en el cuello cada vez que movía la cabeza, en el brazo cada vez que utilizaba la mano y en el cráneo a todas horas, seguía teniendo una preocupación constante y sofocante. Una y otra vez, se sobresaltaba y rebuscaba con la mirada a su alrededor, como un avaro que hubiera perdido la cartera, pero sin tener ni idea de qué estaba buscando—. Además, tienes cosas mucho más importantes de las que preocuparte.

Como para demostrar que tenía razón, su padre ya se estaba alejando a zancadas para recibir a un mensajero que se acercaba a caballo proveniente del este.

—¿Qué noticias trae?

—¡El coronel Brock informa de que sus hombres han comenzado el ataque contra el puente en Osrung! —entonces, Hal debía de hallarse ya en plena lucha. Dirigiendo el ataque desde primera línea, sin duda. Finree notó que sudaba más que nunca bajo la ropa. La humedad del sudor se venía a sumar a la humedad que se filtraba por el abrigo de Hal en un crescendo de incomodidad—. El coronel Brint, mientras tanto, dirige un asalto contra esos salvajes que ayer… —en ese instante, reparó en la presencia de Finree y lo dominaron los nervios—. Contra esos salvajes.

—¿Y? —preguntó su padre.

—Eso es todo, Lord Mariscal.

Kroy esbozó una mueca de contrariedad.

—Gracias. Por favor, tráiganos más noticias tan pronto como sea posible.

El mensajero saludó, obligó a su caballo a dar la vuelta y cabalgó hasta perderse bajo la lluvia.

—Sin duda alguna, la aportación de su esposo al asalto será tremendamente notable —comentó Bayaz, quien se hallaba junto a ella, apoyado en su bastón y con la calva reluciente por la humedad—. Estará dirigiendo una carga frontal al estilo de Harod el Grande. ¡Sí, es un héroe de nuestros tiempos! Siempre he sentido la mayor admiración por los hombres que tienen madera de leyenda.

—Algún día, debería intentar ser uno de ellos.

—Oh, ya lo intenté en su día. De joven era bastante rebelde. Pero la insaciable sed de peligro resulta poco apropiada para los ancianos. Los héroes tienen su utilidad, pero alguien ha de señalarles la dirección adecuada. Y limpiar los restos que dejan su paso. Pese a que siempre despiertan el entusiasmo del vulgo, suelen dejar un reguero de puñeteros desastres tras ellos —Bayaz, meditabundo, se dio una palmadita en el estómago—. No, tomar una taza de té en la retaguardia es más de mi estilo. Los hombres como su esposo son quienes deben llevarse las ovaciones y aplausos.

—Es usted demasiado generoso.

—Pocos se mostrarían de acuerdo con esa afirmación.

—¿Y dónde está su té ahora mismo?

Bayaz frunció el ceño en dirección a su mano vacía.

—Mi sirviente tiene… encargos más importantes que realizar esta mañana.

—¿Puede haber algo más importante que atender sus deseos?

—Oh, mis deseos no se limitan a una mera tetera…

Un repiqueteo de cascos resonó entre la lluvia y un jinete solitario apareció en el camino del oeste. Todo el mundo contuvo el aliento hasta ver un rostro sin barbilla que surgía de entre la húmeda penumbra.

—¡Felnigg! —gritó el padre de Finree—. ¿Qué está sucediendo en el flanco izquierdo?

—¡Mitterick ha perdido el juicio! —rezongó Felnigg, al mismo tiempo que bajaba de un salto de la silla—. ¡Ha enviado a la caballería a través de la cebada en plena oscuridad! ¡Ha cometido una horrible imprudencia!

Conociendo el estado de las relaciones entre ambos hombres, Finree sospechó que Felnigg también habría contribuido en algo al fiasco.

—Lo hemos visto —dijo su padre frunciendo los labios, llegando evidentemente a una conclusión similar.

—¡A ese hombre habría que degradarle, maldita sea!

—Quizá más tarde. ¿Cuál ha sido el resultado?

—Seguía siendo… dudoso, cuando me he marchado.

—De modo que no tiene ni la más remota idea de lo que está sucediendo allí, ¿verdad?

Felnigg abrió la boca para responder, pero la cerró enseguida.

—Me pareció mejor regresar de inmediato…

—Y denunciar el error de Mitterick en vez de informarme de sus consecuencias. Muchas gracias, coronel, pero no necesito que nadie más me demuestre su ignorancia; ya tengo de sobra —le interrumpió el padre de Finree, dando la espalda a Felnigg antes de que éste tuviera oportunidad de responder. A continuación, se dirigió de nuevo a la ladera de la colina para mirar infructuosamente hacia el norte—. No debería haberlos enviado —le oyó Finree murmurar cuando pasó a su lado—. Nunca debería haberlos enviado.

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