Los hijos de los Jedi (43 page)

Read Los hijos de los Jedi Online

Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los hijos de los Jedi
11.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después, cuando el camino se bifurcó o se encontraron con túneles de cruce abiertos en la roca, o cuando cruzaron cavernas repletas de vapores asfixiantes donde reinaba un calor abrasador debido a los cráteres de fango humeante, Leia aguzó el oído y desplegó sus sentidos al máximo, examinando la Fuerza en busca del contacto y la esencia de las cinco personas que la habían precedido. La calle de la Puerta Pintada —el angosto callejón en el que Roganda le había dicho que vivía— estaba detrás de la terraza cubierta de lianas sobre la que se alzaba la Casa de Plett. Antes de que construyeran la cúpula, toda la fisura tenía que soportar el azote periódico de las tormentas. Los mlukis habrían excavado túneles, por supuesto, y era igualmente lógico y natural que los contrabandistas hubieran descubierto por lo menos unos cuantos de esos túneles en los cimientos de aquellas viejas casas.

No todas las casas de la calle de la Puerta Pintada habían sido construidas encima de las antiguas moradas, por supuesto, pero Leia estaba dispuesta a apostar que la de Roganda se alzaba sobre una de ellas.

Roganda había vivido allí. Había conocido aquel lugar, y había vuelto a él cuando Palpatine murió en el hirviente corazón de su segundo intento de doblegar a la galaxia mediante el terror.

¿Por qué?

Leia percibió el suave crujir de garras y el olisqueo entrecortado de una respiración animal antes de que Erredós silbara su casi insonora advertencia. Estaban bastante lejos pero se aproximaban muy deprisa, y determinar la dirección por la que venían resultaba casi imposible en aquel laberinto de túneles interconectados, cavernas, salas talladas en la roca, rampas y escaleras que subían y bajaban.

—Probablemente nos estén siguiendo por el olfato —murmuró Leia—. Bien, Erredós, necesitamos un poco de luz.

El androide apenas había tenido tiempo de encender todos sus paneles luminosos cuando las criaturas ya estaban lanzándose sobre ellos.

Había rodianos, humanos y dos mlukis —o, al menos, ésas habían sido sus razas en un pasado ya lejano—, y Leia los identificó en el mismo instante en que atacaba con su lanza de energía, un arma no tan limpia o potente como una espada de luz pero que era potencialmente letal en unas manos bien adiestradas. La lanza de energía tenía la ventaja de poder mantener a raya a más de un enemigo simultáneamente sin que hubiera ningún peligro de rebotes, y Leia la empicó con una mezcla de miedo, furia e impasibilidad contra sus atacantes mientras éstos se lanzaban sobre ella soltando alaridos. Cercenó la mitad del cuello de un mluki y después hizo girar su arma sin perder ni un segundo para enfrentarse con un rodiano, cuyo garrote improvisado con un trozo de metal le desgarró una manga y la carne del brazo que había debajo de ella. El simple peso de sus atacantes casi la hizo caer al suelo. En ellos no había nada a lo que Leia pudiera dirigir una advertencia de que debían retroceder, y nada que comprendiese que corrían peligro. Cuando uno de los humanos le arrancó la lanza de energía de entre los dedos, Leia apenas tuvo tiempo de alzar el lanzallamas para abrasarlos y calcinar sus cuerpos, y aun así continuaron atacándola envueltos en llamas mientras volvía a coger la lanza de energía para terminar aquel horrible trabajo.

Apenas habían caído cuando aparecieron los kretchs, emergiendo de la oscuridad para alimentarse con los cadáveres y la sangre.

El último grito del segundo mluki fue acompañado por los ecos de un coro de aullidos que surgieron de las profundidades de los túneles y que resonaron detrás de Leia y a su alrededor viniendo de una docena de direcciones distintas.

«Todos moriréis. Todos moriréis…»

Leia huyó por un túnel con el haz del reflector de Erredós brillando delante de ella para caer sobre la arcada de una entrada artificial abierta en la roca. Se metió por ella con la cabeza inclinada y se encontró en una nueva zona excavada dentro de la piedra, con cámaras talladas en la roca y rampas de madera reseca y mordisqueada por los kretchs que cubrían peldaños y cambios de nivel. Un puente cruzaba un arroyo de corriente muy rápida cuyas aguas lanzaban delgados hilillos de vapor al aire recalentado. También había un túnel en el que captó un eco de la Fuerza que susurraba «No bajes por aquí».

Paneles luminosos apagados, pequeños catres en los rincones…

Algo gigantesco, pestilente y recubierto de pelos se lanzó sobre ella desde un umbral, y Leia golpeó sin pensar y en una reacción instintiva, y la sangre manchó su traje térmico mientras la criatura se derrumbaba a sus pies soltando chillidos. Leia saltó sobre ella y Erredós dio un rodeo alrededor del cuerpo, y el aire pareció jadear a su alrededor con un repentino estallido de repugnantes gruñidos guturales y lo que podrían haber sido palabras tartamudeadas y balbuceos surgidos de una mente destrozada.

Un refugio. Leia lo percibió, y sintió una curiosa ligereza y el súbito impulso hacia la seguridad. Era como la sensación de haber encontrado algo que llevaba mucho tiempo buscando.

Estaba a su izquierda y parecía llamarla a través de un triple arco de piedra oscura.

Se encontró en una gran sala, una vasta estancia sumida en la penumbra y oscurecida por las sombras de estalactitas tan delgadas que parecían pajas para sorber refrescos y delgados telones de depósitos minerales que se habían ido formando a través de las grietas del techo. Un arroyo la dividía en dos partes y había unas cuantas planchas tendidas a través de él, pero no se veía ni rastro de un puente. A la derecha, la izquierda y el centro había tres arcadas que creaban otras tantas salidas de la sala al otro lado de la corriente de agua, y cuando Leia cruzó las planchas sintió que la del centro la llamaba.

Erredós dirigió el haz de su reflector hacia la sala que se extendía al otro lado del arco central y, más débilmente y pareciendo llegar desde muy lejos, Leia volvió a experimentar la misma sensación que se había adueñado de ella cuando estaba en lo alto de la torre y miraba hacia abajo, como si estuviera viendo y oyendo cosas que no pertenecían a su tiempo.

Voces de niños.

La percepción, sentida en lo más profundo de sus huesos, de la presencia de la Fuerza.

Pasó por debajo del arco y Erredós volvió a aumentar la intensidad de sus luces. Trocitos y tiras de metal le enviaron mil guiños a lo largo de toda aquella gran estancia cubierta por una bóveda con forma de barril.

Un tanque de cristal de unos centímetros de grosor, vacío salvo por una delgada capa de arena amarilla.

Un cilindro de cristal de un metro de altura, herméticamente sellado y que sólo contenía el esqueleto marchito de una hoja. Al lado había una mesa, y sobre ella había una bola de negro cristal volcánico, un anillo de oro y una tosca muñeca confeccionada con trapos y ramitas.

Toda la pared del fondo estaba ocupada por una estructura exquisitamente equilibrada de esferas suspendidas, anillos, varillas y poleas que relucían en una enigmática bienvenida. Dos máquinas más compuestas por ejes, cubos y bolas de acero pulimentado parecían hacer señas, tentar y provocar la mente con la monumental y disparatada extravagancia de las reacciones en cadena potenciales que ofrecían.

Había una esfera de cristal llena de un líquido mate entre rosa y dorado que pareció agitarse, y un sinfín de colores se materializaron durante un instante ante las vibraciones de sus pasos.

«Los niños estuvieron aquí», pensó Leia.

La alegría y la fascinación que habían sentido parecían haberse infiltrado en las piedras de los muros hasta impregnarlas.

Leia pensó que tal vez no hubiera logrado averiguar sus nombres, pero al menos había encontrado sus juguetes.

Alargó una mano vacilante hasta tocar la esfera llena de líquido, y allí donde sus dedos entraron en contacto con el cristal vio aparecer moléculas rojas que se separaron de la suspensión rosada y quedaron suspendidas en la atmósfera fluida de la bola como nubes que se iban disipando lentamente. Después de muchas dudas y titubeos —porque en sus lecciones Luke nunca le había hablado de nada que tuviera la más pequeña relación con todo aquello, a pesar de que le pareció ridículamente fácil una vez que lo intentó—, Leia la sondeó con su mente y el líquido se fue separando a sí mismo, dorado en la parte de arriba y carmesí en el fondo. Algo indefinible en el color carmesí hizo que Leia lo observara con más atención e invocara a la Fuerza, y descubrió que en las moléculas de color sangre había escondido un tercer color en cantidades suficientes para poder formar una estrecha banda de azul cobalto entre las zonas ya existentes.

Leia pensó que Jacen y Jaina necesitaban juguetes como aquellos. Cuando fuese un poco mayor, Anakin también los necesitaría.

Había otros objetos, cosas sorprendente e irritantemente sencillas que no podía entender.

¿Por qué razón estaba allí ese círculo de recipientes cuadrados vacíos de distintos tamaños? ¿Qué se había echado en ellos? Leia no pudo ver nada sobre la superficie negra, salvo unas manchas grisáceas como las que hubiese podido dejar el agua, y se preguntó si la composición de la mesa formaría parte del acertijo. El material era de aspecto denso y reluciente, y parecía laca hasta que lo tocó, pero al deslizarse bajo las yemas de sus dedos le dijo con toda claridad que era madera.

¿Y qué eran todas aquellas esferas de metal extrañamente pesadas que habían sido colocadas por orden de tamaño en un estante?

Las barras, cuerdas y vigas que colgaban del techo se explicaban a sí mismas y su propósito con una sola mirada… ¿o no?

«Luke tiene que ver todo esto.»

Nada de todo aquello era mencionado en el Holocrón ni en los registros que Luke había sacado de los restos de la nave Jedi Chu'unthor. «Tal vez pensaron que no merecía ser introducido en los registros, como a nosotros no se nos ocurre mencionar el alfabeto cuando escribimos críticas literarias ni pararnos a explicar el sistema enzimático humano al comienzo de una historia de amor… O el que los seres humanos necesitan oxígeno, ya puestos a explicar.»

Tal vez fue una premonición, una oscura tensión en el aire que despertó y agudizó los sentidos de Leia. Pero entre las sombras de las palancas y poleas de aquel gran juguete de la pared distinguió algo que le resultaba un poco familiar y, dando un paso hacia adelante, lo sacó de donde había sido metido hasta quedar casi totalmente oculto. Era un paquetito de plasteno negro cubierto por una fina capa de un sucio residuo pulverulento cuyo olor hizo volver a su mente la gruta verde azulada sumida en la penumbra de la Casa de Curación del Nube-Madre y la suave voz sibilante de Tomla El diciendo «Roca mental».

«Esto es nuevo —pensó—. No es algo que los Jedi puedan haber dejado aquí. ¿Pero entonces quién…?»

Erredós lanzó un silbido de advertencia al lado del umbral.

Leia se quedó totalmente inmóvil y contuvo el aliento mientras sondeaba la oscuridad con su mente.

Los chillidos y resoplidos de los guardianes del túnel a los que se les había arrebatado la inteligencia habían quedado repentinamente ahogados.

Y el mismo aire pareció espesarse, solidificándose y cayendo lentamente para formar masas esponjosas que se hundían sobre sí mismas.

La Fuerza. Una inmensa oscuridad que fingía ser el silencio resultado de que allí no había nada.

Y un instante después oyó un debilísimo arañar quitinoso que surgía de la oscuridad.

Una variación en la presión, un cambio en la espesa atmósfera caliente de las cavernas trajo hasta ella el olor, como una vasta exhalación de la caña de azúcar a medio pudrir o los restos descompuestos de las plantas empaquetadoras de la fruta, una suciedad química que le erizó el vello de la nuca.

—Salgamos de aquí, Erredós.

Volvió a dejar el paquetito donde lo había encontrado, fue rápidamente hasta la puerta y Erredós lanzó el haz luminoso de su reflector más allá de Leia para proyectarlo sobre la seda color ébano del agua que fluía por el centro de la sala y el trozo de suelo que se extendía más allá de ella.

El suelo se movió. Formas relucientes se amontonaron una sobre otra como un lago de joyas negras entre un ensordecedor y repugnante rascar de garras.

—Yo no os lo aconsejaría, Alteza.

Roganda Ismaren —pálida, no mucho más alta que una niña y vestida con un traje blanco que hacía resaltar su frágil delicadeza— estaba inmóvil en el angosto hueco del arco a la derecha de Leia. Junto a ella había un muchacho vestido con ropas oscuras —cabellos color ala de cuervo, como Roganda, esbelto y no muy alto, como Roganda—, que producía una indefinible impresión de gracia y flexibilidad.

Ohran Keldor, Drost Elegin y otro hombre —corpulento, de unos cincuenta años, el rostro pétreo e impasible, vestido de negro— formaban un grupo inmóvil detrás de ellos.

—¡Vete, Erredós! —ordenó Leia—. Ahora…

Roganda se limitó a mover una mano. Elegin y el tercer hombre avanzaron para cortar el paso a Erredós antes de que pudiera llegar al puente, y Leia alzó el lanzallamas. El muchacho de negros cabellos soltó una risita despectiva y dijo «¡Oh, por favor!», y Leia, advertida por algún instinto, lanzó el arma lo más lejos posible de ella una fracción de segundo antes de que el tanque empezara a brillar y estallara en una erupción de fuego. Desenfundó su carabina y agarró la lanza de energía, sintiendo el tirón de la mente del muchacho sobre ella y oponiendo su mente a la suya como un muro resistente mientras saltaba para interponerse entre los hombres y Erredós. Elegin disparó su desintegrador contra ella, pero Leia ya estaba esquivando el haz de energía para lanzarse sobre él y obligarle a retroceder. «¡Guarda tu arma, idiota!», rugió el otro hombre mientras el disparo siseaba y rebotaba en los muros, el suelo y el techo con una ensordecedora sucesión de saltos y piruetas. Leia no pudo extender su sonda mental para arrancar el desintegrador de su mano, pero al menos sí pudo impedir que emplearan ese truco con ella.

—Elegin, Garonnin: estáis desperdiciando vuestro tiempo —dijo el muchacho que seguía inmóvil al lado de Roganda—. Tú…

Sus grandes ojos, dos cristales de cobalto, se clavaron en Erredós.

—Vuelve aquí. Ahora.

Erredós, que había cruzado el puente de planchas y estaba a pocos metros del arco que llevaba al oscuro laberinto de pasadizos, se detuvo de repente. Los kretchs se arrastraron y se retorcieron frenéticamente sobre su cuerpo metálico de una manera que hizo que Leia sintiera náuseas, pero el pequeño androide no pareció darse cuenta de ello. Era el muchacho el que le había detenido, la voz del muchacho…

Other books

The Likes of Us by Stan Barstow
Undeniable by Abby Reynolds
Ice Angel by Elizabeth Hanbury
206 BONES by Kathy Reichs
Always Be Mine~ by Steitz, G.V.
Dawn of the Dead by George A. Romero
The Ways of Mages: Two Worlds by Catherine Beery, Andrew Beery