Los hombres de paja (30 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Bobby se apoyó de espaldas a la mesa de billar, mirando a su alrededor.

—¿Igual que siempre?

—Como si no me hubiera ido.

Me acerqué a la barra, un poco nervioso. Antes llamaba a Ed por su nombre, sin más. Pero de eso hacía veinte años, y hacerlo ahora habría sido como volver a la escuela y esperar que los profesores te reconocieran. Nadie quiere enterarse de que en el esquema general de las cosas no fue más que «uno de los chicos».

Salió un hombre de la trastienda, frotándose las manos con un trapo que no podía sino ensuciárselas más. Alzó la barbilla a modo de saludo cordial, pero con escaso entusiasmo. Tenía más o menos mi edad, tal vez un poco mayor, gordo y con calvicie. Me encanta ver que algunos de mi quinta ya se están quedando calvos. Me sube la moral.

—¿Qué tal? —le dije—. Estoy buscando a Ed.

—Ya lo has encontrado —replicó.

—El que tengo en mente debe de tener unos treinta años más.

—Te refieres a Lazy. No está.

—Tú no puedes ser Ed júnior.

—Ed no tenía hijos. Ni siquiera estaba casado.

—Coño, no —dijo el tipo, como si la simple idea lo inquietara—. Es solo una coincidencia. Soy el nuevo propietario. Desde que Ed se jubiló.

Procuré ocultar mi decepción.

—Jubilado.

—No quería parecer demasiado afectado.

—Hace un par de años. Al menos —dijo el tipo—, me ahorré tener que cambiar el cartel.

—De hecho el lugar parece el mismo —me atreví.

El tipo asintió cansadamente con la cabeza.

—Como si no lo supiera. Cuando Lazy me lo vendió impuso una condición. Me dijo que estaba vendiendo un negocio, no su segunda residencia. Que tenía que quedarse como estaba hasta que él muriera.

—¿Y tú aceptaste?

—Lo saqué muy barato. Y Lazy es bastante viejo.

—¿Y cómo iba él a saber si mantienes o no el acuerdo?

—Sigue viniendo. Casi todos los días. Si te esperas por ahí, es muy probable que lo veas. —Debió de verme sonreír y añadió—: Pero una cosa. Puede que no lo encuentres tal como lo recuerdas.

Pedí una ronda y regresé a donde Bobby estaba sentado. Bebimos y jugamos al billar durante un rato. Ganó Bobby.

La cerveza siguió llegando, y tras perder el interés en seguir cediéndole partidas a Bobby, me pasé una hora practicando tiros. Mi padre hubiera aprobado esa dedicatoria. Tuvimos el bar para nosotros solos un buen rato. Luego empezaron a dejarse caer algunos parroquianos más. A última hora de la tarde, Bobby y yo seguíamos representando aproximadamente un tercio de la clientela. Pregunté a Ed a qué hora solía pasar Lazy por allí, pero al parecer era completamente impredecible. Pensé en pedirle la dirección, pero me pareció que el tipo no me la iba a dar y que eso le parecería sospechoso. Al anochecer hubo una avalancha. Entraron cuatro cuentes a la vez. Pero ninguno de ellos era Ed.

Entonces, a las siete, ocurrió algo.

Bobby y yo estábamos de nuevo jugando al billar. Ya no me ganaba con la misma facilidad. Alguien puso un clásico de Bruce Springsteen, y fue algo raro, como si yo estuviera jugando veinte años atrás, en la época del pelo engominado y las mangas remangadas. Estaba lo bastante borracho para sentir nostalgia de los ochenta, lo cual nunca es un buen síntoma.

Por el rabillo del ojo vi que se abría la puerta del bar. Aún agachado sobre la mesa, observé quién entraba. Apenas pude vislumbrarle. Un rostro, bastante envejecido. Que me miraba directamente. Y luego, quien fuera, dio media vuelta y se largó.

Le grité a Bobby, pero él ya lo había visto. Cruzó, la sala volando empujó la puerta para salir antes de que yo hubiese siquiera soltado el taco.

Afuera estaba oscuro y había un coche que arrancaba a toda prisa. Un Ford viejo y destartalado que levantaba gravilla mientras salía del aparcamiento dando coletazos. Bobby soltaba tacos de campeonato, y enseguida vi por qué: algún capullo nos había bloqueado con su camión. Se giró y me vio.

—¿Por qué ha salido corriendo?

—No tengo ni idea. ¿Has visto por dónde se ha ido?

—No.

—Se dio la vuelta y le pegó una patada al camión que tenía más cerca.

—Arranca el coche.

Entré corriendo de nuevo al bar.

—¿De quién es el camión?

Un tipo vestido con ropa tejana levantó la mano.

—Haz el puto favor de sacarlo de en medio o lo apartamos a golpes.

Se quedó un momento mirándome y luego se levantó y salió.

Me giré hacia Ed.

—¿Era él, verdad? ¿El tipo que ha salido corriendo?

—Supongo que, después de todo, no tendrá ganas de hablar contigo.

—Pues es una pena —dije—. Porque lo hará le guste o no. Necesito hablar con él de los viejos tiempos. Siento tanta nostalgia que ya no me aguanto. Así que, dime, ¿dónde vive?

—No te lo voy a decir.

—No me jodas, Ed.

Hurgó con la mano por debajo de la barra. Yo saqué la pistola y le apunté.

—Tampoco hagas eso. No vale la pena.

Ed el joven puso las manos de nuevo a la vista. Estaba atento a los demás clientes del bar, y esperaba que ninguno de ellos tuviera ganas de juerga. La gente puede mostrarse muy protectora con quien le sirve cerveza. Es un vínculo importante.

Tras una larga pausa, Ed resopló.

—Tendría que haberme dado cuenta de que me ibais a traer problemas.

—No, yo no. Yo solo quiero hablar.

—En Long Acre —dijo—. En un viejo tráiler que hay junto a un río al otro lado de un pequeño bosque.

Le arrojé el dinero de las cervezas y salí corriendo, casi tumbando de un golpe al tipo que venía de mover su camión.

Bobby había encarado el coche y estaba dispuesto para salir. Ahora que sabía adonde íbamos, me resultaba un poco familiar. Long Acre es una carretera interminable que se arquea desde el final del pueblo para adentrarse en las colinas. No hay muchas casas por el camino y el río al que el tipo del bar se había referido queda mucho más allá, al otro lado de una densa arboleda.

Nos llevó unos diez minutos. Estaba muy oscuro y Bobby conducía muy deprisa. No vi ni rastro de las luces de ningún coche.

—A lo mejor no volvía a casa —dijo Bobby.

—Lo hará tarde o temprano. Reduce un poco. Ahora ya no queda lejos. Además, me estás asustando.

Poco después vimos la superficie espejada del río, del color de la plata bajo el cielo azul oscuro. Bobby frenó como quien choca contra un muro y se desvió por una pista apenas indicada. Al fondo distinguimos la silueta de un viejo tráiler totalmente aislado. No había ningún coche.

—Mierda —dije—. Muy bien, aparca en algún lugar que no se vea desde la carretera.

Al cabo de una media hora comencé a perder la paciencia. Aunque hubiera tomado algún otro camino para evitar que le siguieran, a estas alturas Lazy ya tendría que haber llegado a su casa. Bobby estuvo de acuerdo, pero interpretó mis palabras de otro modo.

—No —dije—. Conozco a ese tipo desde hace mucho tiempo. No voy a allanar su casa.

—No estaba sugiriendo que lo hicieras tú. Vamos, Ward. En cuanto el tipo te ve, sale corriendo. Tenías razón. En el vídeo aparecía el bar para que te acordaras de alguien, y el viejo sabe algo.

—Puede que me haya tomado por otro.

—Puede que estés un poco más recio, pero tampoco es que hayas engordado cien quilos o hayas cambiado de color. El tipo te reconoció. Y para la edad que tiene, la verdad es que no le costó demasiado largarse.

Dudé, pero no demasiado. Había pasado mucho tiempo con Lazy Ed. Solo era uno de tantos, claro, y sin duda desde entonces habrían sido varias las generaciones de bebedores por debajo de la edad legal que conocieron su local. Pero, aun así, esperaba un recibimiento un poco más amistoso.

Salimos juntos del coche y caminé con Bobby hasta la puerta del tráiler. Bobby forzó la cerradura y se coló dentro, un momento después, una luz tenue se proyectaba por las ventanas.

Me senté en el estribo y monté guardia, mientras me preguntaba si mis padres habrían siquiera sospechado que un día iba a verme envuelto en algo así. Su hijo, medio borracho, irrumpiendo en el tráiler de un viejo. No me gusta el hombre en el que me he convertido, pero en aquella época tampoco me preocupaba demasiado qué clase de muchacho era. No estaba completamente equivocado, y aquello, en cierto modo, tenía sentido: el recuerdo de las partidas de billar con mi padre tiempo atrás y el modo en que Ed había reaccionado al verle de nuevo fueron lo que me hizo volver al bar. Pero, de todos modos, mientras observaba el camino y escuchaba a Bobby revolviéndolo todo dentro, me parecía estar oyendo la voz de mi padre otra vez.

«Me pregunto en qué te habrás convertido.»

Diez minutos más tarde Bobby salió con algo en la mano.

—¿Qué es eso? —me levanté con las piernas doloridas.

—Te lo enseño dentro. Debes de tener un frío de narices.

Nuevamente en el coche, encendí la luz interior.

—Bueno —dijo Bobby—, el tal Lazy Ed sobrelleva el otoño de sus días con la ayuda de las bebidas alcohólicas, y ha llegado ya al punto de esconderse las botellas vacías a sí mismo. O bien hace honora su apodo y es incapaz de sacar las jodidas botellas fuera. Su casa es una leonera. Aunque no he podido registrarlo todo, he encontrado esto.

Sostenía una fotografía. La cogí y la incliné para que le diera la luz directamente.

—La encontré en una caja que había junto a lo que imaginé que era su cama. El resto eran porquerías de todo tipo. Pero esto me llamó la atención.

La fotografía mostraba a un grupo de cinco adolescentes, cuatro chicos y una chica, y la había hecho con poca luz alguien que había olvidado gritar «Pa-ta-ta». Solo uno de los chicos, el que estaba en el medio, parecía ser consciente de que lo estaban inmortalizando. A los demás los habían pillado de medio perfil, con muchas sombras en el rostro. Era difícil decir dónde la habían tomado, pero la ropa y la calidad de la impresión sugerían que había sido entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta.

—Este es él —dije—. El tipo de en medio.

—Me incomodaba tener en mis manos algo tan propio del pasado de otro y que no tenía nada que ver conmigo.

—¿Te refieres al tal Lazy Ed?

—Sí. Pero esta foto la hicieron hace más de cincuenta años. No parecía tan presumido cuando le conocí. Ni mucho menos.

—Está bien. —Bobby señaló a la muchacha que quedaba en el margen izquierdo de la foto—. ¿Y esta quién es?

Miré más de cerca la figura que me indicaba. Todo lo que pude adivinar fueron media frente, algo de pelo y la mayor parte de la boca. Un rostro delgado, joven y bastante hermoso. Me encogí de hombros.

—Dímelo tú. No la conozco.

—¿En serio?

—¿Qué insinúas, Bobby?

—Puede que me equivoque y no quiero influenciarte.

La miré de nuevo. Observé con atención los demás rostros durante un momento, para refrescarme la vista. Luego volví los ojos hacia la muchacha. Seguía sin evocarme nada.

—No es mi madre, si es eso lo que estás pensando.

—No es eso. Sigue mirándola.

Así lo hice y finalmente algo se despertó en mi memoria. Dejé que emergiera poco a poco. Tardó unos cuantos segundos, y al fin cayó como una piedra.

—Dios santo —dije.

—¿Lo ves?

Seguí observando para ver si mi seguridad mermaba. No fue así. Una vez que lo hube visto, ya no podía negarlo. A pesar de que buena parte de su rostro quedaba oculta, era ella, sus ojos y la curva de su nariz.

—Es Mary —dije—, Mary Richards. La vecina de mis padres en Dyersburg.

Abrí la boca para decir algo más —no sé muy bien qué—, pero luego la cerré con un chasquido, fustigado por la súbita aparición de otra imagen en mi mente.

Bobby no se dio cuenta.

—Pero entonces, ¿qué hacía Ed en Montana? ¿O qué hacía ella aquí?

—¿De verdad quieres esperar a ese tipo toda la noche?

—¿Tienes otro plan?

—Podría enseñarte otra cosa —dije—.Y además hace frío y no creo que veamos a Ed por aquí esta noche. Deberíamos volver al pueblo.

—Me temblaban las manos y tenía la garganta seca.

—Por mí, de acuerdo.

Salí del coche, fui hasta la parte delantera del tráiler y rae colé dentro. Apoyé la foto en una mesita de juego y escribí deprisa una nota detrás disculpándome por haber allanado su casa. Añadí mi número de móvil al margen y luego me fui, no sin antes volver a bloquear la puerta con ayuda de una revista.

Bobby condujo de regreso al pueblo con las luces apagadas, pero no apareció ni rastro de nadie, y cuando pasamos por delante del bar el Ford no estaba allí.

21

Nos registramos en el Holiday Inn y yo tomé una ducha y me relajé cinco minutos mientras esperaba a Bobby. La habitación era limpia, fresca y reconfortante. Tenía en las manos una enorme jarra de café que me había traído alguien que lucía un hermoso uniforme blanco y una sonrisa de encargo, generalmente las mejores de todas. No tengo el gen de
Cheers
. Me hace bastante feliz que la gente no sepa cómo me llamo.

Ojalá aún tuviera la fotografía. Quería mirarla de nuevo, estaba ya medio convencido de que todo había sido un efecto de la luz. También de que el rostro del cadáver de Mary se había impreso hondamente en mi memoria. A estas alturas, su cuerpo estaría tumbado en una fría camilla de la morgue, pero nadie entendería lo que le había ocurrido. Pensé que deberían saberlo, y la huida de Dyersburg todavía me remordía. Se me ocurrió que una llamada de teléfono al Departamento de Policía de Dyersburg tal vez pudiera ponerlos sobre la pista correcta. Me preguntarían mi nombre y ese tipo de detalles, pero ya me inventaría algo. Lo hago bastante bien.

Apenas había estirado el brazo para alcanzar el teléfono cuando Bobby llamó a mi puerta. Dejé el aparato y me arrastré lejos de la silla.

—¿Te encuentras bien? —dijo mientras cerraba la puerta.

—Llevo ya unos cuantos días malos, Bobby.

Abrí el portátil y lo puse en medio de la mesa. Lo invité a sentarse en la otra silla, luego introduje el DVD-ROM en la ranura correspondiente y cargué la escena del bar.

Música alta. Caos. La alcoholizada progresión del tipo que sostiene la cámara. El ataque de tos, y luego vuelta a la esquina, hacia el lugar donde la gente juega a billar. Una pareja de pie y de espaldas a la cámara, y un grandullón barbudo y su novia inclinados sobre el billar y a punto de tirar.

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