Los hombres de paja (32 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Terminé de leer unos segundos antes que Bobby.

—Guárdalo en el disco —le dije—. Mañana ya no estará ahí.

Cuando Bobby hubo guardado la página, volví al principio y lo leí todo de nuevo con mucha atención. Me recordaba a mil otras locuras, mal fotocopiadas, arrojadas a los transeúntes en las esquinas de la calle, apenas ojeadas de camino a casa por puro aburrimiento; jeremiadas escuchadas a medias en la oscuridad de los bares bien entrada la noche, voces entorpecidas por el alcohol, la ignorancia y la ira. Me senté de nuevo en la silla y traté de dilucidar de qué iba aquello.

—No te creas ni una palabra —dijo Bobby cuando terminó de leerlo por segunda vez—. Habrá estado en la biblioteca y habrá leído algún libro. Pero básicamente es una locura. ¿No te parece?

—Sí y no —dije yo—. Hay palabras que no encajan, como
carestía
. O controversia.

—Un par de palabras cultas no lo convierten en la obra de un genio. Puede que las haya copiado directamente de otro lugar.

—No hay un solo acento fuera de sitio, Bobby. El mundo está lleno de gente que lo tomaría por la palabra de Dios. Los paramilitares, para empezar. Incluso puede que estén detrás de esto.

Bobby rio.

—Lo dudo. Ya sabes cómo son. Veteranos canosos y críos que han visto demasiadas películas de videoclub sobre Vietnam, y ya medio se creen que estuvieron allí. Construyen un campamento en el bosque, limpian sus fusiles y luchan contra las mujeres.

—No todos son trogloditas. O estúpidos.

—Claro que no. Pero estamos hablando de tipos que devoran
Soldier of Fortune
de principio a fin y se compran libros que cuentan cómo fabricar napalm o cómo preparar trampas contra el enemigo en el patio de casa. Gente que disfrutó acaparando víveres para la llegada del nuevo milenio, y a quien le decepcionó que al final todo quedara en nada y la civilización continuara arrastrándose. Se ponen el uniforme y pregonan que el mundo se va a la mierda y que la culpa la tienen los judíos y los hispanos, para no hablar de Washington y Saddam Hussein. Y mejor si no te preocupas por los negros del barrio; los muchachos están muy cabreados, y seguro que alguno de esos gilipollas ya le habrá dado una buena tunda a alguno antes de irse a dormir.

—Es lo mismo. Gente que nunca se ha sentido parte de una comunidad que no fuera lo bastante pequeña para conocer a todo el mundo por su nombre.

—Me estás haciendo llorar, Ward.

—Que te jodan. Confías en un país, lo amas como se debe, y entonces descubres que todo es un montaje para que estés tranquilo y que en realidad significa: «Cualquiera puede tenerlo todo menos tú, muchacho. Si te llega algo, no es por voluntad nuestra». Es un abuso cultural. ¿Cómo reaccionarías tú ante eso?

—Está bien, Ward. Hay un sentimiento genuino y puede que el coeficiente intelectual de esa gente no sea mucho más bajo que la media de la Cámara de Representantes, e incluso admito que alguno quizá tenga razón alguna vez. De lo que estoy seguro como de que hay un infierno es que no se coordinan. La mayor parte de estos tipos son incapaces de llevar a treinta individuos en la misma dirección, y olvídate de que llegar a acuerdos sobre objetivos y metas con algún otro grupo (y menos aún grupos) que viva a cientos o miles de kilómetros de distancia. En otro lugar del mundo tal vez sí. Pero aquí no.

—Antes de internet —dije.

—Vale —admitió—. En internet hay suficiente psicosis manifiesta para hacer estallar la mente de todos los terapeutas del país. Grupos de odio, apocalípticos, los illuminati quemando efigies de búhos en Bohemia Grove, y la cara de Marte, que es una base de misiles para el control social cuyas ojivas apuntan todas hacia ti. Me paso la vida vigilando esas porquerías y, créeme, no hay ningún movimiento mundial dirigido por esos tipos. Esa gente odia a todos los demás. Si los pones juntos en una habitación, verás como revientan.

—No puedes controlar todos los archivos de todos los servidores —le dije—. Solo ves lo que te permiten que encuentres. Podría existir otra red que usara los mismos ordenadores, cables y discos duros, llena de asesinos y asesinatos y con planes de futuro; y a menos que sepas dónde buscar, ni siquiera encontrarías la página principal. —Bobby hizo girar los ojos para irritarme—. ¿Quieres hacer el puto favor de escucharme? Somos así. ¿Acaso no lo sabes? Los científicos crearon internet en sus ratos Ubres para poder intercambiar datos y pasarse el día en su cátedra disfrazados de personajes de Star Trek. Luego descubres que no puedes entrar sin terminar ahogado en spam y que hasta el último limpiabotas tiene su dominio. Sin olvidar la pornografía a domicilio, hombres y mujeres corrientes que se sientan en la oscuridad de sus habitaciones y se escriben lo mucho que les gustaría disfrazarse de Shirley Temple y que los azotaran hasta hacerles sangrar. Así terminará la red, convertida en una forma de esconderse en el anonimato, de modo que cada cual pueda dejar de fingir ser el señor o la señora Buen Ciudadano, y comportarse como es en realidad. Lo mejor sería dejar de simular que nos importa un bledo la aldea global cuando en realidad nuestra lista de postales de Navidad no es mayor que una tribu prehistórica pequeña, y aún nos apetecería librarnos de la mitad de sus miembros.

—Es hermoso ver a alguien tan orgulloso de sus compatriotas, Pareces dispuesto a abrazar la causa. —Se frotó la cara—. Ward, todo esto será responsabilidad de algún chiflado colgado en su propio limbo de paranoias.

—Tonterías. Hemos llegado hasta aquí partiendo de un marcador en el ordenador de un tipo que había filmado un vídeo de pocos minutos en el que hacía referencia a «Los Hombres de Paja». Este hombre y su mujer están muertos, junto con alguien a quien conocían desde hacía muchos años. Una amenaza dirigida al lugar que se mostraba en el vídeo hizo que se bombardearan una casa y un hotel menos de dos horas más tarde. Por el amor de Dios, hasta la arquitectura de Los Salones encaja. Están creando cabañas de millones de dólares para cazadores recolectores.

—Está bien —dijo Bobby, alzando las manos—.Ya he oído lo que dices. ¿Y ahora qué?

—Hemos encontrado esto. ¿Cuál se supone que debe ser nuestro próximo paso? No hay enlaces, ni direcciones de correo electrónico, nada. ¿Cuál es el propósito de todo esto si no lleva a ningún lado?

Bobby orientó el portátil hacia él y apretó una combinación de teclas que hizo aparecer el código HTLM al desnudo, el lenguaje multiplataforma oculto que se usa en la red para mostrar una página, sea cual sea el sistema operativo elegido para acceder a ella. Descendió lentamente, línea a línea.

Luego se detuvo.

—Ya te tengo.

Regresó a la versión normal del documento y se deslizó hacia abajo hasta el final.

—Muy bien —dijo asintiendo—. No es mucho, pero es algo. —Señaló la pantalla—. ¿Ves algo, debajo del texto?

—No. ¿Por qué?

—Porque hay algo. Unas palabras, pero han sido modificadas para que tengan el mismo color del fondo. Solo se ven si miras el código o lo imprimes.

—Es decir, si das en la tecla correcta. ¿Qué palabras son?

Volvió de nuevo a la versión HTML y seleccionó un pequeño fragmento del final. Escondido entre el palabrerío se leía:

‹font color=» 339966»›El Hombre de Pie ‹/font›

—El Hombre de Pie —dije—. ¿Quién coño es ese?

T
ERCERA PARTE

La Historia nos pisa los talones, nos sigue

como nuestra propia sombra, como la muerte

M
ARC
A
UGE
,

Los nolugares, espacios del Anonimato:

antropología sobre modernidad

22

Sarah no recordaba la primera vez que le había parecido oírle. Hacía un día o dos, quizá. Se acercaba despacio, esperando el momento oportuno. Había ido la noche anterior, según creía, y desapareció tan pronto como advirtió que ella se había dado cuenta de su presencia. Se preguntó si también percibía su presencia durante el día, pero luego su mente se aclaró y entendió que aquello eran imaginaciones suyas. Luego, una tarde, casi al anochecer, lo oyó caminando encima de ella, y supo que si iba durante el día las cosas empeorarían.

El psicópata fue a verla un par de horas antes de que ocurriera. Estuvo hablando con ella bastante rato. Hablaba y hablaba y hablaba y nada más. Dijo algo sobre buscar comida. Y también algo acerca de una epidemia. Y mencionó un lugar de Italia llamado Castenedolo, que sonaba como uno de esos sitios de vacaciones donde se toman sus buenas copas y se comen platos como espaguetis, o salami, o bistec, o calamares o sopa. Pero no se trataba de eso, sino de que allí habían encontrado a un tipo enterrado, y por su posición habían deducido que estaba hecho de plastaceno o plioceno y que al menos tenía dos mil años, y ¿qué pensaba ella de todo eso?

Sarah no pensaba demasiado en eso, en ningún sentido. Ponía todo su empeño en concentrarse en lo que le decían, pero durante el día anterior, más o menos, había empezado a encontrarse muy mal. Había dejado de pedir comida y ya no tenía hambre. Se limitaba a emitir ruidos y pequeños gruñidos cuando el hombre se callaba y ella suponía que esperaba una reacción por su parte. En general a ella le parecía que sus métodos de instrucción, si se trataba de eso, probablemente serían bastante efectivos, quizá sus profesores del instituto podrían sacarles provecho. La mitad de sus amigos no aprendían nada, consideraban que la escuela era algo a medio camino entre un club social y una pasarela. Encerrarlos debajo del suelo y hablarles sin parar, pensaba, podría reacomodar sus prioridades. A lo mejor así les entraría en la cabeza todo aquel vocabulario de español. A lo mejor conseguía que su madre lo sugiriera en la próxima reunión de madres y padres. Lo que sí era cierto es que tienen que darte algo de comer de vez en cuando, de lo contrario no puedes prestar atención.

Él esperó con paciencia a que ella superara un ataque de tos que pareció durar cerca de una hora. Luego se puso a hablar de nuevo. En esta ocasión lo hizo sobre Stonehenge, así que ella le escuchó un rato porque Stonehenge estaba en Inglaterra y aunque no habían ido allí, sabía cuánto le gustaba Inglaterra. Inglaterra era guay, y había buenos grupos. Pero cuando empezó a contarle que Stonehenge era en parte un observatorio, pero sobre todo un mapa del ADN humano, ella dejó que su mente se dispersara.

Al final le dio un poco más de agua. La fase durante la cual la había rechazado no había sido muy larga. Aunque deseaba mantener el desafío, su cuerpo no se lo había permitido. A la tercera, su boca se había abierto sin que su mente pudiera evitarlo. El agua tenía un sabor puro y agradable. Recordó que al principio le había parecido diferente de la que solía beber. Eso había sido hacía mucho tiempo.

—Buena chica —dijo el hombre—. ¿Lo ves?, no se te está tratando mal. Podría haberme meado encima de ti y tendrías que habértelo bebido. Escucha a tu cuerpo. Escucha lo que hay dentro.

—No hay nada adentro —graznó. Y luego, por última vez, le rogó—: Por favor. Lo que sea. Incluso verduras. Zanahorias, col, alcaparras.

—¿Todavía pides?

—Por favor —dijo, y notó que las sienes se desvanecían en una bruma—. No me encuentro bien; tienes que alimentarme o me moriré.

—Eres obstinada —repuso el hombre—. Eso es lo único que mantiene mi esperanza.

No rechazó explícitamente su demanda, se limitó a hablarle sobre el vegetarianismo y explicarle lo equivocado que estaba, pues los seres humanos tienen dentición omnívora y no comer carne se debía a que la gente estaba demasiado encerrada en su mente, que estaba infectada, y no escuchaba a su cuerpo. Sarah dejó que se desahogara. Lo que fuera. A ella también le fastidiaban los vegetarianos, sobre todo porque los que conocía se creían superiores, como Yasmin Di Planu, que siempre armaba ruido con los derechos de los animales, pero tenía la colección de zapatos más elegante de toda la escuela, la mayor parte de ellos fabricados con cosas que antes podían moverse por sí solas y no únicamente porque estuvieran atadas alrededor de sus preciosos piececitos.

Después de darle de beber otra vez, volvió a tapar la abertura y se fue. Durante las siguientes dos horas, Sarah estuvo completamente lúcida, lo cual le hizo preocuparse por lo que iba a pasar a continuación. Sabía que había estado lúcida porque había pensado en escapar. No en hacerlo de verdad. Eso raras veces lo imaginaba ya, aunque durante un tiempo ocupó la mayoría de sus pensamientos conscientes. Al principio se hacía la ilusión de que encontraba la fuerza repentina para romper el suelo en pedazos y salir de allí, como alguien enterrado antes de tiempo que se hubiera cabreado en serio con todo el mundo. Luego se le ocurrió la idea de hablarle, de seducirle; ella era seductora, lo sabía. En la escuela había chicos, había habido chicos, que quedaban prendados de cada una de sus palabras, y no digamos el camarero del Broadway Deli, que se acercaba a su mesa mucho más a menudo de lo estrictamente necesario; por una vez, no era la atención de Sian Williams la que aquel individuo con pene intentaba atraer. Imaginó discutirlo con él racionalmente, o incluso ordenarle que la soltara de una vez. Todas estas estratagemas habían sido ensayadas y resultado risiblemente ineficaces. Terminó por fantasear con que su padre llegaba y la encontraba. Todavía pensaba en eso a veces, pero no tan a menudo.

En cualquier caso, había oído un ruido procedente de la habitación que quedaba por encima de ella. Al principio creyó que era el hombre, pero luego se dio cuenta de que no podía ser. Se oían demasiados pies. Pies que caminaban dando vueltas por la habitación y que se cruzaban justo encima de ella. Hubo una especie de carcajadas, a veces agudas, pero también graves e irregulares. Se balancearon adelante y atrás durante un rato, con sonidos desagradables, como gruñidos y ladridos extraños, y el ruido sordo de algunas partes del cuerpo, y el de otras como si se deslizaran sobre una dura escofina. Finalmente se oyó un gemido, pero no parecía salir de una sola garganta, sino de varias a la vez, como si la criatura tuviera más de una boca.

Después de eso todo quedó en silencio durante un rato, y luego lo que fuera se marchó.

Sarah yacía con los ojos muy abiertos. Sabía que todo empeoraba. Mucho. Aquello no lo había hecho él hombre, o si había sido él se había transformado en otra cosa. Lo que había oído era lo que más temía, y ahora había acudido a plena luz del día, sin esperar el momento oportuno. No tenía ninguna duda.

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