Los hombres sinteticos de Marte (25 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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Acabó por reírse él mismo de su broma, que había empezado con cierta amargura, y yo le acompañé de buena gana.

—Pero piensa que yo era ya odwar en Morbus —dije.

—¡Ah! ¿Eras odwar en Morbus? Pues eso no puede seguir así. Desde este mismo momento te asciendo a jedwar.

El hombre verde nos miraba sin comprender que estábamos bromeando. Su raza no tenía ningún sentido del humor que nosotros pudiéramos aceptar como tal, y nunca reía ni sonreía excepto como respuesta a los sufrimientos de los otros. He visto a algunos de ellos retorcerse materialmente en el suelo preso de hilaridad mientras presenciaban la agonía de alguna pobre víctima sobre la que ejercían las más odiosas torturas.

De todas maneras el hombre rojo y yo hubiéramos podido continuar largo rato con nuestra jocosa conversación de no ser interrumpidos por la llegada de Orm-O con su cesta de sobras destinadas a mí.

—¿Qué es lo que ha sucedido, Orm-O? —le pregunté—. ¿Qué significa esa música?

—¿Quieres decir que no te has enterado? —repuso—. Vanuma ha muerto. Una de sus esclavas me dijo que no había duda de que la habían envenenado, y Jal Had es el principal sospechoso.

¡Vanuma muerta! ¿Qué le sucedería ahora a Janai? La confusión que reinó en el palacio tras la muerte de la esposa del príncipe apenas nos afectó a nosotros, los habitantes del zoo. Al menos, mientras duraron los funerales, que fue durante cinco días, los terrenos del palacio fueron cerrados al público de modo que nadie viniera a contemplarnos ni a causarnos molestias. Sin embargo, creo que todos descubrimos pronto que la cosa no era tan agradable como al principio habíamos pensado, porque los días se hicieron terriblemente monótonos. Por extraño que pueda parecer yo mismo llegué a extrañar a los visitantes del zoo y pensé que hasta cierto punto éstos nos proporcionaban el mismo entretenimiento, cuando les veíamos a través de los barrotes de la jaula, que nosotros pudiéramos darles a ellos.

Durante aquel periodo de tiempo supe por Orm-O algo que me tranquilizó sobre la seguridad inmediata de Janai. Me dijo que la etiqueta amhoriana exigía un periodo de luto de veintisiete días durante los cuales la familia real debía evitar todo tipo de fiestas y placeres, pero me dijo también que Jal Had planeaba tomar como esposa a Janai inmediatamente después de tal periodo.

Otra cosa que supe por él mismo fue que la familia de Vanuma creía que Jal Had era el culpable de la muerte de ésta. Se trataba de nobles poderosos de estirpe real y entre ellos había un aspirante al trono de Amhor. Dicho personaje, llamado Dur Ajmad, era bastante más popular que Jal Had y gozaba de gran ascendiente sobre el ejército, exceptuando las tropas personales del príncipe.

De no haber sido por Orm-O nadie en el zoo hubiera conocido estas noticias, pero contando con él estábamos muy bien informados y podíamos seguir los acontecimientos de palacio y de la ciudad tan bien como cualquiera de los habitantes ordinarios de Amhor. Por otra parte, a medida que los días pasaban, observé que la actitud de las gentes que visitaban el zoo había cambiado. Se les notaba tensos y nerviosos, y. muchos de ellos dirigían miradas furtivas en dirección al palacio. El público que recorría la avenida era más númeroso que nunca, pero creo que dirigía más su atención hacia los terrenos en los que se alzaba el palacio que hacia las jaulas que nos contenían. Era frecuente que se reunieran en grupos y cuchichearan entre ellos sin prestar la menor atención a las dichas jaulas; evidentemente tenían asuntos más importantes que tratar que la contemplación de bestias salvajes.

El día anterior al del final del luto pude oír ya por la mañana temprano el estampido de las armas de fuego marcianas, seguido por toques de trompetas, gritos y órdenes. Los guardias cerraron las puertas que apenas acababan de abrir al público y, con excepción de un pequeño retén que quedó para guardarlas, todos los demás guardias y cuidadores corrieron en dirección al palacio.

Aquello era muy excitante, pero ninguna excitación podía hacerme pasar por alto el hecho de que ahora podía ser el momento adecuado para ejecutar el plan que Ur Raj, el hombre verde y yo habíamos discutido. Así pues, cuando el último de los guardianes pasó ante mi jaula en su marcha hacia el palacio, me arrojé al suelo y me reforcé en fingida agonía, mientras le llamaba a gritos. Ignoraba si el ardid daría resultado, puesto que el guardia muy bien pudiera continuar corriendo junto con sus compañeros para ver qué había ocurrido en el palacio, pero yo jugaba con el hecho de que si se llegaba a saber que un ejemplar tan valioso como yo había muerto por falta de ayuda, Jal Had castigaría ciertamente al culpable, y los castigos de Jal Had eran a menudo fatales.

El sujeto dudó por un momento, mientras se volvía para mirarme. Dio aún un par de pasos hacia el palacio, pero luego le pensó mejor y se volvió para correr a continuación hacia la jaula.

—¿Qué te pasa, bestia? —preguntó.

—¡Hay una serpiente en mi vasija! —me quejé—. Me ha mordido y ahora me estoy muriendo.

—¿Dónde te ha mordido? —preguntó de nuevo.

—En la mano —repliqué—. Mírala.

Se aproximó y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, salté rápidamente hacia los barrotes, pasé las manos entre ellos y le agarré por la garganta. Le retorcí el cuello con tan fuerza y rapidez que no tuvo la menor probabilidad de gritar pidiendo auxilio. Ur Raj y el hombre verde se apretaron contra los barrotes de sus propias jaulas para contemplar la escena; tan sólo ellos vieron morir al guardia.

Arrastré el cuerpo hacia mí hasta que pude echar mano a las llaves que colgaban de un anillo sujeto a su correaje, y luego lo dejé tendido en el suelo. Utilizando la llave apropiada no me resultó difícil abrir el cerrojo que aseguraba la puerta delantera de la jaula, y un instante después estaba libre. Me deslicé inmediatamente hasta las otras jaulas por la parte de atrás, donde mis actividades pasarían inadvertidas para quien pasara por la avenida. Liberé a Ur Raj y al hombre verde, y durante un momento los tres permanecimos allí, discutiendo la conveniencia de llevar a cabo la siguiente etapa del plan que habíamos adoptado. Ciertamente representaba un considerable riesgo para nosotros, pero sabíamos que era indispensable para crear la diversión necesaria para tener una mejor probabilidad de escapar.

—Sí —decidió Ur Raj—. Cuanto mayor confusión creemos, mayores posibilidades tendremos de llegar al palacio y encontrar a Janai.

Debo decir que el plan entero parecía a primera vista demencial y sin esperanza. Había quizás una probabilidad entre cien millones de que alcanzara el éxito.

—Muy bien —asentí—. ¡Vamos a ello!

En la parte de atrás de la jaula encontramos buen número de pértigas y afilados arpones empleados por los cuidadores para controlar a las bestias. Nos armamos con ellos y nos dirigimos a las jaulas más cercanas a la puerta de entrada y por consiguiente más alejadas del palacio. Yo estaba armado, además, con la espada corta y la daga arrebatadas al guardián muerto, pero tales armas no me iban a ser de mucha utilidad en aquella fase del plan.

Comenzamos por las jaulas cercanas a la puerta, empezamos a liberar a los animales, dirigiéndolos luego por la parte de atrás de las jaulas en dirección al palacio.

Tenía miedo, desde luego, a que fuéramos incapaces de controlar a los animales y que éstos se revolvieran contra nosotros y nos despedazaran, pero las bestias habían aprendido por dolorosa experiencia a respetar las afiladas puntas de los arpones pertenecientes a los cuidadores, de forma que pudimos conducirlas con facilidad. Incluso los dos grandes apts y los monos blancos se movían obedientemente ante nosotros. Al principio los animales se mantuvieron en silencio, roto tan sólo por el gruñido aislado de algún carnívoro, respondido por el bufido nervioso y asustado de los herbívoros cercanos a él; pero al aumentar el número de bestias liberadas lo hizo también el volumen y la frecuencia de sus voces, hasta que el aire resonó con los bramidos de los zitidars, los chillidos de los thoats enloquecidos, los rugidos y gruñidos de los apts y de los banths y los mil gritos de las otras bestias que avanzaban nerviosamente, azuzadas por nosotros.

El zoo estaba separado de los terrenos pertenecientes al palacio propiamente dicho por una puerta que normalmente se hallaba siempre cerrada, pero que en aquella ocasión los cuidadores, en su excitación, habían dejado abierta a sus espaldas. Hicimos pasar a través de ella el alud de animales enfurecidos que habíamos llevado hasta allí. Las bestias, agrupadas en una horrible masa y excitadas por su desacostumbrada libertad y por las voces de sus compañeras, formaban con sus gritos un espantoso diapasón de ferocidad que nadie, no diré ya en el palacio, sino mucho más allá de él, podía haber dejado de oír. Ante nosotros pude ver a los cuidadores y guardias que habían desertado de sus puestos, y los animales les vieron también. Los más inteligentes de ellos, como los monos blancos, debieron recordar entonces las mil crueldades y vejaciones sufridas durante su cautiverio y, con un horrible estruendo de rugidos y bramidos, cayeron sobre ellos, matando a varios antes de que pudieran reaccionar. Excitados luego hasta el paroxismo por el olor de la sangre, cargaron contra los guerreros que defendían las puertas del palacio, que poco antes habían sido amenazadas por los hombres de Dur Ajmad.

La confusión que este ataque creó era precisamente lo que necesitábamos; Ur Raj, el hombre verde y yo nos deslizamos rápidamente hasta un costado no amenazado del gigantesco edificio y penetramos en el mismo por una puerta lateral abandonada por sus centinelas, sin que nadie reparara mientras en nosotros.

Por fin me hallaba en el mismo edificio que Janai, pero el posible éxito final de nuestro plan estaba aún tan alejado como la luna más remota. Sí, nos hallábamos en el interior del palacio, pero ¿en qué lugar de la inmensa edificación era retenida Janai como prisionera?

CAPÍTULO XXVII

Vuelo hacia el peligro

Las salas y pasillos de la parte del palacio donde nos encontrábamos estaban de momento desiertas; sus ocupantes debían haber huido o quizás marchado a reforzar a quienes defendían la puerta principal contra las fieras.

—Bueno, ya estamos aquí —dijo el hombre verde, cuyo nombre era Bal Tab—. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Dónde está la mujer roja?

—El palacio es muy grande —intervino con pesimismo Ur Raj—. Incluso si no encontramos oposición, esa búsqueda nos llevará mucho tiempo; pero desde luego debemos contar con que no tardaremos en tener guerreros que se opongan a nuestro paso.

—¡Eh, alguien viene corriendo por ese pasillo! —dijo Bal Tab—. Puedo oírle.

El pasillo en cuestión se curvaba hacia la izquierda delante de nosotros, y de esa curva surgió de pronto un joven a quién reconocí al instante. Era Orm-O, que corría velozmente hacia nosotros.

—He visto vuestra entrada en el palacio desde una de las ventanas — dijo—, y he venido a reunirme con vosotros tan pronto como he podido.

—¿Dónde está Janai? —le pregunté.

—Te mostraré el camino para llegar a ella —respondió—, pero si permanezco más tiempo con vosotros se darán cuenta y pueden matarme. En realidad quizás sea ya demasiado tarde, porque Jal Had ha irrumpido en los aposentos de las muchachas pese a que el período de luto no ha terminado todavía.

—¡Pues vamos aprisa! —grité.

Orm-O emprendió veloz carrera por el pasillo, seguido por nosotros tres. Nos condujo hasta el comienzo de una rampa espiral y nos dijo que subiéramos por ella hasta el tercer piso del edificio, torciéramos luego a la derecha y penetráramos por un corto corredor, al final del cual estaba la puerta de los aposentos de Janai.

—Si Jal Had está con ella, el corredor estará guardado —nos advirtió—. Pero no os dispararán con armas de fuego, puesto que Jal Had, temiendo un atentado contra su persona, no permite a nadie portar esa clase de armas en el interior del palacio.

Tras darle las gracias al muchacho ascendimos por la rampa espiral hasta el tercer nivel. Apenas llegamos al mismo pude ver a dos guerreros que montaban guardia a la entrada de un corto corredor a nuestra derecha. Aquella debía ser la entrada a los aposentos de Janai.

Los centinelas nos vieron al mismo tiempo que nosotros a ellos, y en el acto desenfundaron sus espadas.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó uno de ellos.

—Tenemos que ver a Jal Had —repliqué decididamente.

—No tenéis que ver para nada al príncipe —dijo el guerrero—. Regresad a las jaulas de donde habéis salido.

Por toda respuesta Bal Tab atravesó de parte a parte al guerrero con el largo arpón que había conservado consigo, en tanto que yo acometía al otro con mi espada corta. El sujeto no era mal espadachín, pero no tenía la menor oportunidad contra un discípulo de John Carter que además tenía la ventaja de un brazo anormalmente largo dotado de monstruosa fuerza. Terminé con él rápidamente pues no tenía tiempo que perder ni deseaba hacerle sufrir inútilmente.

Bal Tab estaba sonriendo, pues a los de su raza les divierte ver morir a los hombres.

—Tienes un buen brazo para la espada —me dijo, y éste era uno de los mejores cumplidos que se puede esperar de un marciano verde.

Cruzando sobre el cuerpo de mi reciente antagonista recorrí el corto pasillo y, abriendo la puerta que hallé a su final, penetré en la estancia que había al otro lado, un pequeño vestíbulo desierto. Al fondo del mismo había otra puerta tras la cual pude oír el sonido de voces excitadas.

Cruzando rápidamente el vestíbulo penetré, en la segunda habitación y pude ver a Jal Had estrechando a Janai entre sus brazos. La muchacha le golpeaba y pugnaba por escapar. El rostro del príncipe estaba rojo de cólera y vi como alzaba el puño para golpearla.

—¡Detente! —grité, y ambos se volvieron hacia mí.

—¡Tor-dur-bar! —exclamo Janai, y noté una nota de alegría y alivio en su voz.

Jal Had, por su parte, arrojó a la muchacha lejos de sí de un empujón, mientras sacaba de la funda su pistola de radium. Me precipité sobre él, pero antes de que pudiera alcanzarle, un largo arpón de punta metálica silbó por encima de mi hombro y fue a enterrarse en pleno corazón del príncipe de Amhor, sin darle tiempo a levantar el arma y apretar el gatillo. Había sido Bal Tab quien había lanzado el arpón, salvándome con ello, sin ninguna duda, la vida.

Creo que todos quedamos por un momento sorprendidos por la enormidad de lo sucedido, y permanecimos inmóviles contemplando en silencio el cuerpo de Jal Had.

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