Janai, Ur Raj y yo fuimos llevados ante el comandante de la nave, a quien Ur Raj no tuvo la menor dificultad en convencer de su identidad.
—¿Y tus dos compañeros? —inquirió el oficial, indicando a Janai y a mí mismo.
—Somos amigos de Helium—respondí—. Yo soy compañero de Vor Daj, pawdar de la guardia del Señor de la Guerra, y ésta es la doncella Janai. He servido también fielmente al propio John Carter, y desearía saber si está vivo y bien.
—¿Eres Tor-dur-bar? —preguntó de pronto el oficial.
—Sí —respondí, sorprendido—. ¿Pero cómo puedes saber mi nombre?
—Esta flota iba hacia Amhor para buscarte a ti y a la joven Janai.
—¿Pero cómo podías saber que nos encontrábamos en Amhor? — pregunté de nuevo.
—Es muy sencillo —replico el oficial—, la flota conducía a John Carter y Ras Thavas de vuelta a Morbus y sobrevolaba en el día de ayer las Grandes Marismas Toonolianas cuando vimos a un hombre rojo que nos hacía señas desde una canoa. Descendimos entonces al nivel de las aguas y tomamos al hombre a bordo de nuestra nave. Nos dijo que su nombre era Gan Had, y que había huido de Morbus. El Señor de la Guerra parecía conocerle y cuando le interrogó supo por él que una nave de guerra de Amhor os había capturado a ti y a Janai. Inmediatamente la flota puso proa hacia Amhor para rescataros.
—Y ciertamente llegó a tiempo —dije—. Pero…, ¿quieres decir que John Carter y Ras Thavas están vivos y en esta misma flota?
—Sí, ambos se hallan a bordo del
Ruzaar.
Siempre me he enorgullecido de mantener un perfecto control sobre mis emociones, pero al enterarme de que John Carter y Ras Thavas se hallaban a salvo estuve más cerca de desmayarme de lo que he estado en toda mi vida. El alivio, tras tantos meses de dudas e incertidumbres, resultaba casi demasiado intenso para resistirlo.
Pero entonces, disipada la anterior preocupación, otra asomó su fea cabeza en el interior de mi mente: John Carter y Ras Thavas estaban ciertamente vivos, pero ¿existía aún el cuerpo de Vor Daj? Y si era así ¿sería posible recuperarlo?
Regreso a Morbus
A su debido tiempo fuimos llevados a bordo del
Ruzaar,
donde John Carter y Ras Thavas nos dieron una calurosa bienvenida. Cuando relatamos nuestras aventuras y Ur Raj hubo asegurado que no existían más heliuméticos prisioneros en Amhor, el Señor de la Guerra ordenó cambiar el rumbo de la flota y poner de nuevo proa hacia Morbus.
Ras Thavas se mostró muy interesado cuando les hablé del monstruoso desarrollo que había adquirido la cosa surgida de la Sala de Tanques número 4.
—Es malo —dijo—, muy malo. Puede que no seamos capaces de detenerlo. Bueno, al menos espero que no haya alcanzado el cuerpo de Vor Daj.
—¡Oh, no quiero ni pensar en ello! —exclamó Janai—. Vor Daj debe ser rescatado y vuelto a la vida.
—Es precisamente para eso por lo que he regresado con esta flota — dijo John Carter—, y puedes estar segura de que no regresaremos sin él, a menos que haya muerto definitivamente.
Con cierto temor pregunté entonces al Señor de la Guerra por la salud de Dejah Thoris.
—Gracias a Ras Thavas, Dejah Thoris se ha recuperado completamente —indicó—. Todos los grandes cirujanos de Helium la habían desahuciado, pero Ras Thavas, el hacedor de milagros, ha conseguido salvarla para mí.
—¿Tuvisteis muchas dificultades para regresar a Helium? —le pregunté.
—Algo hubo de eso —sonrió él—. Todo el camino de Morbus a Fundal fue una continua batalla contra insectos, fieras, reptiles y hombres salvajes. Te juro que para mí es un misterio cómo logramos sobrevivir, pero puedo decirte que Ras Thavas y el hormad Dur-dan demostraron ser unos grandes luchadores con la espada y la daga. Llegamos casi hasta el escondite de la nave sin sufrir pérdidas, pero justamente el día antes de encontrarlo, el pobre Dur-dan murió en combate contra una banda de salvajes, los últimos que se nos opusieron. Una vez en posesión de la nave, nada se interpuso entre nosotros y Helium, pero, evidentemente, debí aguardar allí unos días mientras Dejah Thoris se hallaba bajo tratamiento. Estaba seguro de que podrías arreglártelas por ti mismo durante ese tiempo; eres un hombre fuerte, inteligente y lleno de recursos. Pero ahora temo que infravaloré los peligros que podían acecharte, sobre todo en lo relativo a esa masa viviente de la Sala de Tanques número 4.
—Ese ser representa un terrible peligro —dije—. Quizás un peligro a escala planetaria, y, desde luego, la cosa más horrible que yo jamás haya contemplado. No se le puede combatir porque aunque lo cortes en pedazos sigue creciendo y extendiéndose.
—Bien, al menos lo intentaremos —me sonrió tranquilamente el Señor de la Guerra de Barsoom.
Aquella tarde, mientras paseaba por cubierta, me encontré con Janai, que contemplaba el paisaje acodada sobre la barandilla. Sabiendo lo repulsivo que debía resultarle no quise forzar mi compañía, pero ella me llamó antes de que pudiera alejarme.
—Tor-dur-bar —lijo—. Temo no haberte agradecido adecuadamente todo lo que has hecho por mí.
—No tienes por qué hacerlo —respondí—. Para mí es bastante haber sido capaz de servirte a ti y de servir a Vor Daj. Me miro fijamente.
— Tor-dur-bar, ¿qué ocurriría si no pudieran recuperar el cuerpo de Vor Daj?
—Que yo habría perdido un amigo —repliqué.
—¿Vendrías entonces a vivir a Helium?
—No creo que me interesara vivir en ningún sitio —repuse con toda sinceridad.
—¿Por qué?
—Porque no creo que exista lugar en el mundo para un monstruo tan repulsivo como yo.
—No digas eso, Tor-dur-bar—dijo ella con dulzura—. No eres repulsivo, puesto que tu corazón es bueno. Al principio, antes de llegar a conocerte bien, confieso que sí que me lo parecía, pero ahora tú eres mi amigo, y tan solo veo en ti la bondad y nobleza de tu carácter.
Aquello era muy hermoso por su parte, y así se lo dije, pero no cambiaba el hecho de que mi horrible aspecto exterior aterrorizaría a las mujeres y niños de Helium si consentía en ir allí.
—Bueno, puede que tu apariencia física signifique alguna pequeña diferencia en Helium —admitió ella—, pero estoy convencida de que acabarías por hacer allí muchos amigos. ¿Has pensado, en cambio, en lo sola que yo quedaría si Vor Daj no es rescatado?
—No debes tener miedo, Janai —dije—. John Carter cuidará de ti.
—Pero él no tiene ninguna obligación hacia mí —insistió ella.
—No importa, te repito que cuidará de ti.
—¿Y tú vendrás a verme a menudo, Tor-dur-bar? —preguntó.
—Si tú lo deseas, desde luego —respondí, pero mientras decía esto sabía que Tor-dur-bar el hormad jamás podría vivir en Helium.
Me contempló en silencio por unos instantes y luego dijo:
—Sé lo que estás pensando, Tor-dur-bar; no quieres ir a Helium con el aspecto que tienes ahora. Pero piensas que Ras Thavas ha regresado. ¿Por qué no le dices que te dé un cuerpo nuevo, como antes ha hecho con otros hormads?
—Es una idea —respondí—. Pero…, ¿dónde encontrará un cuerpo para mí?
—Está el de Vor Daj —dijo ella en un susurro.
—¿Quieres decir que te gustaría que Ras Thavas ponga mi cerebro en el cuerpo de Vor Daj? —pregunté con incredulidad.
—¿Y por qué no? —replicó ella—. Es tu cerebro el que ha sido mi mejor y más leal amigo. Sytor me dijo que el cerebro de Vor Daj había sido destruido, y quizás en eso dijera la verdad. Desde luego sé que mentía cuando me dijo que tú eras culpable de dicha destrucción, porque te conozco bien y sé que eres incapaz de causar daño a un amigo; pero si ha sido destruido de cualquier otra forma, nada podría ser mejor para mí que ver el cerebro de mi mejor amigo dentro del cuerpo de alguien a quien he admirado.
—Pero siempre te dirías a ti misma «este cuerpo tiene el cerebro de un hormad; no es Vor Daj, sino una cosa que nació de un tanque de cultivo».
—No —respondió ella—. No creo que ello significara la menor diferencia para mí. Incluso creo que no tendría ninguna dificultad en convencerme a mí misma de que cerebro y cuerpo han nacido juntos, puesto que me resulta más difícil hacerme a la idea de que un cerebro pensante pueda haber sido creado en un tanque de tejido animal.
—Si Ras Thavas encontrara un cuerpo conveniente para mí —dije, intentado dar a mis palabras un tono de broma—, puedes esta segura de que Vor Daj tendría un rival.
Pero ella me dirigió una mirada burlona.
—Pues yo no lo creo así —dijo.
Medité sobre lo que habría querido decir con aquellas palabras, y porqué me habría mirado de aquel modo. No podía pensar que sospechara la verdad, pues ciertamente era inconcebible que ningún hombre permitiera que su cerebro fuera transferido al cuerpo de un hormad. ¿Significaría, en cambio, que Vor Daj no tendría nunca un rival con posibilidades de éxito?
Era ya de noche cuando nos aproximamos a las Grandes Marismas Toonolianas. La gran flota sobrevoló majestuosamente la ciudad de Fundal, cuya iluminación centelleaba bajo nosotros como una mancha de luz en medio de la oscuridad, pero ningún patrullero se elevó para identificarnos. Nuestros acorazados volaban con todas las luces encendidas y debían ser perfectamente visibles desde la ciudad, pero Fundal no poseía una armada poderosa y no podía arriesgarse a desafiar ninguna flota extranjera de la categoría de la nuestra. Estoy seguro de que el jed de Fundal respiró con más tranquilidad cuando el último de nuestros acorazados se desvaneció finalmente por el oeste en medio de la oscuridad.
El ocaso de dos mundos
Las desoladas extensiones de las Grandes Marismas Toonolianas sobre las que volábamos presentaban de noche un aspecto de misterio y extraña belleza en medio de la oscuridad. Sus aguas reflejaban las miríadas de estrellas que la tenue atmósfera marciana permite ver, y las lunas vagabundas hacían brillar a su paso los tranquilos lagos o derramaban su luz cambiante sobre los islotes rocosos, que bajo ella parecían transformarse en islas encantadas. Ocasionalmente podíamos ver allá abajo los fuegos de campamento de los salvajes, y llegaba hasta nuestros oídos el eco de canciones bárbaras y retumbo de tambores, atenuado por la distancia. De vez en cuando podíamos oír también algún grito o rugido procedente de la fauna salvaje de la región.
—El último de los grandes océanos —comentó John Carter, que se había unido a mí en la barandilla—. Su desaparición marcaría quizás la de todo un mundo, y Marte quedaría solitario y desierto por toda la eternidad, tan sólo poblada por el recuerdo de su pasada grandeza.
—Es una perspectiva triste —dije.
—Así me lo parece a mí también —suspiró el Señor de la Guerra.
—Pero a ti te queda al menos el consuelo de regresar a la Tierra —le recordé. John Carter sonrió.
—Bueno, no creo que ninguno de los dos debamos preocupamos por el fin de Marte, al menos en el próximo millón de años.
—Sin embargo —respondí a su sonrisa—, cuando te oigo hablar de esa manera, creería fácilmente que piensas que ese fin está mucho más cerca.
—Comparativamente hablando, quizás no se halle tan lejos en el tiempo —replicó—. Aquí queda tan solo un pantano estrecho y cenagoso como remanente de los poderosos océanos que en un tiempo cubrían la mayor parte de Barsoom. En la Tierra las aguas ocupan aún las tres cuartas partes del globo, y en algunas partes llegan a alcanzar los diez kilómetros de profundidad, y, sin embargo, es evidente que, con el tiempo, ocurrirá del mismo modo que en este planeta. Las montañas se irán erosionando, los mares se evaporarán y llegará el día en que de nuestros majestuosos océanos tan sólo queden unas nuevas Marismas Toonolianas enclavadas en algún lugar del lecho de lo que hoy es el inmenso Océano Pacífico.
—Me estás acabando de desanimar —dije.
—Bien, pues no hablemos más sobre ello —se echó él a reír—. Tenemos ciertamente asuntos de que hablar, más importantes que el ocaso de dos mundos. La suerte de un amigo es para mí más importante que la de un planeta. ¿Qué piensas hacer si tu cuerpo no puede ser recuperado?
—Nunca regresaré a Helium con este cuerpo de hormad —dije firmemente.
—Bueno, no puedo reprochártelo. Pero podríamos conseguirte otro cuerpo distinto.
—No —dije—. Lo he pensado muy bien y he llegado a una decisión irrevocable. Si mi cuerpo legítimo ha sido destruido, yo haré lo mismo con éste que ahora poseo y con el cerebro que contiene. Desde luego sé que existen cuerpos más deseables que el mío, pero he estado unido a él por mi nacimiento y no deseo vivir en el cuerpo de otra persona.
—No debes decidir tan aprisa en asunto de tanta importancia, Vor Daj.
—Tor-dur-bar, mi príncipe —le corregí.
—¿Por qué continúas con esa mascarada? —preguntó él.
—Porque no quiero que ella conozca la verdad.
John Carter negó con la cabeza.
—¿Piensas que significaría para ella la menor diferencia?
—Tengo miedo de que nunca llegue a olvidar esta cara y este cuerpo inhumano y que llegara a pensar si acaso después de todo el cerebro sea el de un hormad, aunque esté alojado en el cráneo de Vor Daj. Nadie conoce la verdad excepto Ras Thavas y tú, príncipe. Confío en que ninguno de vosotros revele el secreto a Janai.
—Como desees —dijo—, aunque estoy seguro de que cometes una equivocación. Si verdaderamente le importas a Janai no habrá ninguna diferencia para ella; y si no le importas no habrá diferencia para ti.
—No —me obstiné—. Quiero olvidarme para siempre de Tor-dur-bar y estar seguro de que ella también le olvide.
—Pues no creo que lo haga—dijo John Carter—, porque, a juzgar del modo en que me ha hablado, tiene un afecto verdadero hacia Tor-dur-bar. Creo que Vor Daj tendría en él un rival poderoso.
—¡No digas eso! —rogué—. La idea me es más que repulsiva.
—Es el carácter lo que hace al hombre —comentó John Carter—, y no la arcilla con la que su cuerpo está construido.
—No, amigo mío —le repliqué—. Ninguna cita filosófica convertirá a Tor-dur-bar en compañero apropiado para una mujer roja, y para Janai menos que para nadie.
—Quizá tengas razón —agregó—, pero después de todos los sacrificios que has hecho por ella creo que te deseará una recompensa mejor que la de ser muerto por tu propia mano.
—Bien —concluí—. El día de mañana traerá la respuesta para todas estas cuestiones, y creo que ya empiezo a ver clarear el alba en el horizonte.