Los hornos de Hitler (27 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

BOOK: Los hornos de Hitler
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A pesar de las llegadas en masa de prisioneros, su número seguía disminuyendo. Una de las razones era que después del otoño de 1944 muchos fueron trasladados a las fábricas para sustituir a los obreros alemanes que habían sido enviados al frente. Los criminales alemanes del campo de concentración, quienes llevaban el triángulo verde, recibieron la libertad a condición de pelear contra los enemigos del
Reich
. La mayoría de las
SS
salieron hacia el frente; los que quedaron eran más que nada inválidos, para quienes el servicio en Auschwitz constituía una cura de reposo después de haber combatido.

Las selecciones mermaban también nuestras vidas. Cierta horrible tarde de lluvia, llegó a la enfermería un destacamento de
SS
Empleando tácticas violentas, según tenían por costumbre, hicieron reunir a sesenta mujeres enfermas bajo el portal del hospital. Se ordenó a las pacientes que arrojasen todas sus posesiones en un montón, inclusive sus menguadas raciones diarias y sus camisas de hospital. Para recoger a este grupo de desventuradas mujeres, no se utilizaron vehículos a motor sino carretillas de basura. El cortejo empezó a moverse bajo una lluvia persistente y chapoteando en medio del océano de barro que cubría el suelo de Birkenau. No se oyó un solo grito entre las víctimas. Se despidieron de nosotras con un gesto de resignación que parecía anunciarnos: «hoy nos toca a nosotras, mañana será el turno de ustedes». Una hora después, volvían los carros de basura de los crematorios… sólo que vacíos. Birkenau estaba en proceso de liquidación a grande escala, porque la administración se había hecho cargo de que iba a ser necesario evacuar el campo ante el avance ruso. Los mismos crematorios debían ser destruidos para dejar las menos huellas posibles.

Sin embargo, la liquidación seguía siendo llevada a cabo lenta y metódicamente. Los
Sonderkommandos
recibieron órdenes de destruir un horno cada vez. Todos los demás seguían funcionando, y algunos estaban abrasando todavía cadáveres en diciembre de 1944.

Continuaban llegando nuevos trenes, pero los deportados eran seleccionados en la estación para ser mandados directamente a la cámara de gas, mientras los demás eran trasladados al interior de Alemania. Sin embargo, en algunos casos, se exterminaban trenes enteros de prisioneros al llegar a Birkenau. A qué capricho se debía aquello, es cosa que ignoro.

Por entonces, mis obligaciones me hacían dar una vuelta de vez en cuando por la estación. Cierto día vi, en unión de unas cuantas compañeras, un tren atestado de civiles rusos, a los que los alemanes, por lo visto, se habían llevado en su retirada. Las puertas de los vagones estaban abiertas. Dentro, los niños lloraban y los viejos refunfuñaban, mientras unos cuantos jóvenes fanfarroneaban y entonaban canciones rusas. Al vernos, las mujeres se asomaban a la portezuela, suplicándonos un poco de agua o un pedazo de pan.


Woda… khleb
.

Estas dos palabras las identificaban como rusas. Las habíamos oído tantas veces, que sabíamos cómo se decía «pan y agua» en todos los idiomas de Europa.

Nos preguntaban dónde estaban. No eran capaces de sospechar que acababan de llegar al fin de su viaje.

En otro tren, niños procedentes de orfanatos y escuelas católicas, acompañados de monjas, llegaban de Polonia. Los alemanes abrieron las puertas de los vagones para que se bajaran sus ocupantes, pero poco después vino una nueva orden prohibiendo el descenso de los pasajeros y cerraron las puertas de los vagones violentamente, dejando un pequeño espacio abierto. Los guardias alemanes, armados, se alinearon frente a los vagones. Durante el tiempo que las puertas estuvieron abiertas, pudimos ver que los pasajeros eran niños de distintas edades, aproximadamente desde un año hasta dieciséis. Venían apilados materialmente dentro de los vagones. Muchos de ellos se veían tristes y terriblemente agotados. Un gran número de los niños estaban gravemente enfermos. Seguramente llevaban mucho tiempo encerrados en esos vagones.

Los niños estaban sedientos y hambrientos; los que tenían fuerza para hacerlo, lastimosamente pedían agua y comida. Muchos de ellos se encontraban muy excitados y desesperados. Las hermanas trataban de calmarlos lo mejor que podían. A los más pequeños, los llevaban en sus brazos. Pero no les podían proporcionar comida ni agua, pues habían carecido de esto desde hacía algún tiempo.

Una de las monjas vino a la puerta y por el espacio abierto le rogó a un guardia que le trajera una cubeta con agua para los niños. Pero el alemán ignoró su petición, y con un movimiento obsceno, rasgó las vestiduras de la monja. Los soldados alineados frente a los trenes hacían mofa de la monja y de las trágicas escenas que se desarrollaban dentro de los vagones.

—¿Ustedes quieren agua? —preguntaban y para divertirse más, burlonamente ofrecían sus cantimploras a los niños. Los delgados brazos de los niños se extendían con ansia a través de la abertura de los vagones, para agarrar el agua, pero antes que pudieran alcanzarla, los alemanes les golpearon las manos con sus bayonetas. Los niños daban tremendos gritos de dolor al recibir los golpes. Pero su sed era tan grande, que cada vez que les ofrecían de nuevo las cantimploras, ellos volvían a tratar de alcanzarlas olvidándose que en lugar de recibir agua, iban a ser golpeados.

Grandemente indignada por estas crueles escenas, una de las hermanas pidió a los soldados que dejaran en paz a los niños. En respuesta a su petición, recibió un fuerte golpe en la cabeza con la culata de una pistola. Pronto, grandes cantidades de sangre comenzaron a manar de la cabeza de la Hermana. El brutal soldado que la golpeó probablemente le había fracturado el cráneo. Pero debe haber tenido un valor sobrehumano, pues ella no cayó, y permaneció erguida en silencio. A la vista de la sangre, los niños enloquecieron de pánico. Sus gritos y llantos desesperados llenaban el aire de la estación y llegaban hasta los campos. Pero estos gritos eran familiares en Auschwitz o en Birkenau. Los prisioneros los oíamos con el corazón destrozado, pero no podíamos hacer nada para ayudarles. Los alemanes permanecían siempre indiferentes a los lamentos de los niños, aunque sabían bien que los conducirían directamente de la estación a su muerte. Los llantos en el campo eran el preludio del sacrificio que ofrecían a su dios,
Wotan
.

Regresé al campo sumamente deprimida. Como ocurría casi siempre que llegaba un nuevo contingente de prisioneros a la estación, se los confinó en sus respectivas barracas. Solamente los miembros del personal de la enfermería tenían derecho a circular. Mi blusa blanca equivalía a una placa temporal de salvoconducto.

Al día siguiente volví a la estación. No había nadie en las portezuelas de los vagones, los cuales habían sido vaciados durante la noche. Nadie había visto a los rusos, ni a las monjas, ni a los niños dentro del campo. En los días siguientes llegaron otros trenes, y la suerte de sus ocupantes debió ser la misma.

No podía quitarme de la cabeza una idea. Bajo la vigilancia de los guardianes, fui llevada al Campo F, K, y L, con un grupo de internas. Junto a la estación tuvimos que detenernos para dejar pasar a una columna de prisioneros. Eran polacos de clase media, a juzgar por su traza y su ropa. Reconocí entre ellos a algunos ferroviarios, trabajadores de tránsito rápido, empleados de correos, monjas y estudiantes. No marchaban, por lo visto, tan aprisa como querían los centinelas, por lo cual éstos los apaleaban o les daban latigazos y culatazos de revólver.

De pronto, un hombre como de sesenta años, vestido con uniforme de cartero, perdió el equilibrio y se cayó. Un joven de cerca de dieciocho años le ayudó a levantarse. El viejo se estaba incorporando cuando llegó un
SS
y le descerrajó a sangre fría un tiro de revólver.

Yo estaba a menos de tres metros con mis compañeras.

No soy capaz de describir la expresión del agonizante cuando fijó los ojos en el joven que había tratado de ayudarle. Ni tengo palabras para expresar la desesperación y el dolor que había en la voz del joven, cuando exclamó:

—¡Oh, padre!

Mientras tanto, el asesino sacó del bolso un encendedor y se puso a encender un cigarrillo. Trató de protegerlo cuidadosamente del viento. Pero la brisa era demasiado fuerte, y tuvo que hacer varios intentos. No cabía duda de que le resultaba mucho más sencillo matar a un ser humano que encender un cigarro. Por fin, se encendió, y se echó otra vez el encendedor al bolso bajo el capote. Sólo entonces vio al joven que sollozaba sobre el cadáver de su padre agonizante.

—¡
Weiter gehen
! ¡Sigan! —gritó el
SS
.

Como el joven no pareció oír la voz de mando, le descargó su látigo. Fue uno, dos, tres golpes furiosos. El muchacho se levantó con una mueca de dolor, mirando por última vez a su padre que moría. Bajo los golpes, volvió a situarse en la columna, que se dirigía entre latigazos e injurias al bosque de Birkenau.

Capítulo XVIII

Nuestras vidas privadas

D
urante seis meses estuve compartiendo el angosto espacio de la habitación 13 con cinco personas. La doctora «G» era, según creo, la más interesante de mis compañeras. Había sido médico en Transilvania, y no quería aceptar, hasta el extremo de que era positivamente peligroso para ella, el hecho de que ya no vivía su existencia anterior a los días de Auschwitz. Todas las tardes nos contaba que la
Blocova
la había invitado a tomar el té, y describía aquello como si fuese uno de los tés elegantes de sociedad que conociera antes de la guerra.

Nosotras sabíamos lo que había sido el «té social» de que nos hablaba. ¿Qué clase de té podría nadie tener en aquel lugar? Pero la doctora insistía en pintarnos de color de rosa la escena y cuanto se refería a su persona. Así vivía en un mundo aparte de fantasía, que ella misma se había creado.

Mi segunda compañera era una muchacha rubia yugoslava. Se las daba de médico, pero todas las de la enfermería sabíamos de sobra que no había nada de aquello. Lo más, podía haber estudiado el primer año de medicina. No se atrevía a aplicar un vendaje, y tenía mucho miedo a que los alemanes descubriesen que había mentido, porque terminaría en el crematorio, como les había ocurrido a otras que declararon falsamente ser médicas.

En cuanto caía en sus manos un libro que tratase de medicina, se ponía a estudiarlo vorazmente. No teníamos verdaderos libros de medicina. Los únicos de que podíamos disponer eran folletos de uso familiar, en que se daban «consejos médicos». La verdad era que los conocimientos elementales que poseía pudieran acaso bastarle en un ambiente en que el debido trato médico era imposible. Más tarde se la destinó al hospital de enfermedades contagiosas. Allí podía haber hecho mucho daño, porque no sabía distinguir las enfermedades. Pues bien, ella era la médica jefe de nuestro hospital, y teníamos que obedecer sus instrucciones.

Mi tercera compañera era la doctora Rozsa, pediatra checa, médico de verdad. Trabajaba con entusiasmo y fidelidad a su vocación. Era una mujer fea y de baja estatura, que debía andar por los cincuenta y cinco. Resultaba emocionante oírla hablar en términos apasionados y juveniles del gran amor que había dejado allá en su tierra. Cierto día, se presentó una amiga suya que la había conocido antes de los tiempos de Auschwitz. Se expresó admirablemente del trabajo magnífico que había desarrollado la doctora en el pasado. Cuando la doctora Rozsa hubo de salir, porque la llamaron, y nos quedamos a solas con su amiga, le preguntamos, de mujer a mujer, por el romance antiguo de la doctora. Entonces nos enteramos de que el amor de la pobre mujer había sido silencioso, porque aquel hombre probablemente no supiese nunca ni que existía siquiera. Pero aquella pasión era una forma de fuga para la doctora, lo mismo que el mundo de ensueño de la doctora «G».

Mi cuarta compañera de habitación, a la que mencionaré con la inicial «S», era cirujana de primera clase, y en otro tiempo había sido la principal asistente de mi marido. La habían llevado al campo en compañía de sus cuatro hermanas, y era una verdadera mártir del cariño fraternal. Ellas llevaban en el campo la vida ordinaria de las prisioneras, es decir, padecían todas las penalidades y privaciones de un campo de concentración. «S» sólo vivía para ellas: la suerte de sus hermanas no se apartaba un momento de su mente en todo el día.

Nuestra quinta compañera era una dentista. Se había casado inmediatamente antes de ser deportada y la habían detenido juntamente con su marido. Solía decirnos irónicamente:

—Pasamos nuestra noche de bodas en el vagón de carga.

Más tarde, éramos siete a vivir en el mismo cuchitril. La séptima era Magda, criatura de corazón generoso que era química de profesión. Fue a la que «seleccionaron» para ser liquidada al mismo tiempo que a mí. Las dos evitamos a nuestro sino, y entre nosotras surgió una amistad estrecha. Magda compartía el angosto camastro con la dentista.

Yo también tenía de compañera de cama a la esposa de otro médico, llamada Lujza. Dormíamos una en la cabecera y otra a los pies de la yacija, porque de otra manera no hubiésemos cabido. El problema principal que teníamos era no tirarnos una a otra del camastro mientras dormíamos, porque era el más alto.

Borka, otra muchacha yugoslava de unos veintidós años, era una de las personas menos egoístas y más desinteresadas que he visto en mi vida. Ponía un toque doméstico en nuestro cuartucho, limpiándolo por nosotras.

Otra compañera de habitación, la doctora «O», era precisamente todo lo contrario que la doctora «G». Ésta creaba un mundo grato de fantasía, mientras la doctora «O» siempre ponía las cosas peor de lo que eran en realidad. Con frecuencia pensábamos si no sería una pesimista por temperamento, o si, más bien, no la habría hecho así la vida del campo de concentración. Con el tiempo, llegamos a ser doce las mujeres que nos repartíamos la minúscula habitación. No había ventilación y era de lo más incómodo, pero la considerábamos como un paraíso, porque estaba aparte del resto del campo, y en ella podíamos gozar de un grado mínimo de independencia.

Las trabajadoras médicas estábamos siempre juntas: por la noche en el pequeño cuarto sucio de la barraca 13, y durante el día en la enfermería. Sabíamos unas de otras lo que valía la pena, nos reíamos juntas y llorábamos juntas. Naturalmente, teníamos nuestras diferencias de criterio. Los conflictos que surgían entre nosotras procedían generalmente de motivos sin importancia.

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