Los hornos de Hitler (23 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

BOOK: Los hornos de Hitler
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Lo que pasaba en realidad era que, como en tantos otros asuntos, no había regla fija. A veces, todos los deportados eran tatuados en cuanto llegaban al campo de concentración. Pero se volvía a abrir la mano más tarde, y no se tatuaba a ninguno de los internados corrientes durante varios meses.

Los destinados a Birkenau eran mandados a sus respectivos campos sin número de matrícula. Indudablemente, tales formalidades resultaban superfluas para los mismos alemanes, porque aquella pobre gente no iba a servir más que de combustible para los crematorios.

En cuanto a los tatuajes que se hacían a las deportadas, la cosa daba que pensar. Cuantas tenían algo de responsabilidad, las
Blocovas
y otras empleadas de inferior categoría, así como las que trabajaban en los hospitales, eran tatuadas. Ya no se las consideraba como
Haeftling
, sino como
Schutzhaftling
o sea, prisioneras protegidas. En la
Schreibstube
se les entregaban tarjetas individuales con sus nombres y otros datos. En caso de muerte natural, en aquella ficha figuraba toda la información personal. En caso de ser ejecutadas, se añadían las iniciales «SB», que significaba
Sonderbehandlung
, o sea, trato especial. Las personas no tatuadas carecían de registro de muerte en los ficheros. No eran más que números en las estadísticas de «producción» de la planta exterminadora.

La operación del tatuaje era llevada a cabo por deportados que prestaban servicios en el
Politische Buró
, Oficina Política. Utilizaban punzones aguzados de metal. Inscribían el número de registro del interesado o interesada en la piel del brazo, de la espalda o del pecho. La tinta que inyectaban bajo la epidermis era indeleble.

Cuando moría una persona tatuada, su número de registro quedaba disponible para otro deportado, porque los alemanes, no sé por qué, jamás pasaban del número 200 000. Cuando llegaban a él, empezaban otra serie. Los deportados raciales tenían un triángulo o una Estrella de David al lado de su número.

El tatuaje era doloroso cuando se aplicaba, y siempre iba seguido de inflamación. Es imposible describir el efecto que aquella marca ejercía sobre el espíritu del individuo. Una mujer tatuada se imaginaba que había acabado para siempre su vida, que ya no era más que un número.

Yo era la número «25 403». Todavía lo llevo en el brazo izquierdo y me acompañará a la tumba.

El tatuaje no era el único procedimiento para estigmatizar a los deportados. Los alemanes nos marcaban con otros signos visibles, que indicaban nuestra nacionalidad o categoría. Sobre la ropa, encima del corazón, llevábamos una insignia triangular en un pedazo de tela blanca. La letra «P» significaba polaco; la «R», ruso. La marca «NN»,
Nacht und Nebel
significaba que el que la llevaba estaba condenado a muerte. Estas palabras, que significaban «noche y niebla» se habían tomado de una organización secreta holandesa. En el campo, no teníamos idea de lo que aquellas dos «enes» querían decir. Yo me enteré por los miembros del movimiento de resistencia.

Había numerosos prisioneros de guerra polacos y rusos, pero también estaba representado en la grey de cautivos, el Ejército francés. Entre los distinguidos figuraban el teniente coronel Robert Blum, Caballero de la Legión de Honor y jefe del movimiento de resistencia en la región de Grenoble; el capitán Rene Dreyfus, Caballero de la Legión de Honor y sobrino de Alfred Dreyfus; y el general médico Job, quien fue ejecutado a pesar de sus setenta y seis años, lo mismo que el coronel y el capitán.

Entre los «sin nombre» de Birkenau-Auschwitz, encontramos prisioneros que, antes de su cautiverio se llamaban Genevieve De Gaulle y Daniel Casanova, ambos miembros importantes del movimiento de resistencia francés.

El color de la insignia variaba según la categoría del internado. Los «asociados», o sea, los saboteadores, las prostitutas, y cualquiera que intentase rehuir el trabajo, llevaban un triángulo negro. El triángulo verde estaba reservado a los criminales comunes. También había triángulos de color rosa y violeta, pero eran raros. El primero servía para indicar a los homosexuales; el segundo, a los miembros de la secta,
Bibelforschers
.
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El uniforme de los internados judíos estaba marcado con una franja roja en la espalda, y su triángulo adornado con una tira amarilla. En Birkenau, aquellas insignias equivalían a tarjetas de identidad.

Bueno es decir de paso que la gente que había en el campo era principalmente cristiana, más bien que judía, como pudieran suponer muchos lectores occidentales. En realidad, la población de Auschwitz estaba integrada por un 80 por ciento de cristianos. La razón es obvia. La mayor parte de los judíos eran mandados inmediatamente a las cámaras de gas y a los crematorios. De los sucesos a que me refiero en este libro fueron víctimas católicos, protestantes y ortodoxos griegos, así como cualquiera que, lo mismo que los judíos, fueran considerados por los amos alemanes como «sacrificables».

En Birkenau había muchas monjas y sacerdotes, sobre todo de Polonia. Algunos habían sido miembros del movimiento de resistencia, o colaborado con él. Otros habían sido detenidos por denuncias, o acaso, sencillamente, porque sí.

Las prácticas religiosas estaban prohibidas en el campo bajo pena de muerte inmediata. Los alemanes consideraban a todos los eclesiásticos como seres que estaban de más, y les asignaban las tareas más difíciles. La verdad es que las torturas y humillaciones a que se sometía a los sacerdotes eran, con frecuencia, más horribles que ninguna otra de las que vi allí. Los clérigos eran utilizados para distintos experimentos, entre ellos la castración.

En 1944 llegó a Auschwitz un gran número de sacerdotes. Se los hizo pasar por las formalidades de rigor, el baño, el corte de pelo y los registros. Los alemanes les quitaron sus libros de rezo, sus crucifijos y otros objetos religiosos, y les dieron andrajos carcelarios rayados. Con gran extrañeza de los prisioneros empleados, a los sacerdotes no se les mandó tatuar. Pero los alemanes no hacían nada sin malicia. Aun antes de que los sacerdotes hubiesen entrado en los «baños», ya la administración había dado órdenes de que fuesen muertos aquella misma tarde.

A fines de septiembre, un ministro protestante de Inglaterra y «L» recibieron la orden de vaciar una enorme trinchera que estaba llena de agua.

—¡Ustedes son las Potencias Aliadas, y el agua de la zanja es la fuerza alemana! —gritó el guardián de las
SS
—. ¡Vacíenla!

Aquellos dos hombres estuvieron cargando cubetas de agua durante varias horas, jadeando bajo el látigo, porque los alemanes que los vigilaban se entretenían en azotarlos y en reírse de ellos. El agua conservó su mismo nivel. La zanja estaba alimentada por un manantial. Tal era el humor alemán.

En el hospital, pude conocer a muchas monjas deportadas. Una se hizo amiga íntima mía. Desde la caída de Polonia, le había tocado pasar por varias cárceles, y en el transcurso de los interrogatorios, la habían maltratado y golpeado muchas veces. Los alemanes jamás pudieron acusarla de crimen o delito concreto de ningún género. Si hubiese sido así, acaso la habrían condenado a un periodo de cárcel, con lo cual su vida hubiese sido más fácil que la que le tocó en el campo.

En Birkenau fue víctima de increíbles humillaciones. Cuando le arrebataron su hábito religioso, a los guardias alemanes se les ocurrió vestirse con él. Y para llevar la broma adelante, se pusieron a ejecutar danzas obscenas en su presencia. Se la obligó a desfilar desnuda ante las tropas de las
SS
, deporte alemán.

Los alemanes hicieron una gran colección de hábitos de monja y se los dieron a las mujeres de sus lupanares.

Las hermanas internas en nuestro campo llevaban la misma existencia que nosotras. Sus más duras privaciones procedían de las restricciones en su vida religiosa: allí no había misa, ni confesión, ni sacramentos.

Una monja de unos treinta años fue trasladada a nuestro hospital después de haberse sometido a experimentos de rayos X. A pesar del dolor que le produjeron aquellas experiencias, se comportó con gran valor. Rezaba todo el día en silencio y no pedía nada. Cuando le preguntábamos qué tal se sentía, nos contestaba:

—Gracias. Hay muchos que padecen mucho más que yo.

Sus sonrisas pacientes constituían para nosotros una tortura, pero también un aliento. Comprendíamos los sufrimientos horribles que estaban pasando. Y lo peor era que no podíamos hacer nada por aliviarlos.

Cuando la registraron al llegar, protestó firmemente al quitarle el rosario y las estampas piadosas. Los alemanes la habían golpeado, le arrancaron aquellos sagrados objetos de las manos y los pisotearon.

Pero aun entonces, tuvo el valor de declarar:

—No hay nación que pueda existir sin Dios.

Los alemanes podrían haberla matado al principio, pero sabían que la muerte era llevadera en comparación con los otros métodos que utilizaban. Por eso prefirieron mandarla a la estación experimental. De allí fue trasladada a nuestro hospital. Al cabo de unos cuantos días, los alemanes anunciaron su traslado a otro campo de concentración. Pasaron unas horas, poco menos que desesperadas, mientras aguardábamos a que viniesen a recogerla. Estábamos nerviosas, y algunas hasta llorábamos. Pero la religiosa no perdió en ningún momento la expresión beatífica de su semblante.

—No se apesadumbren por mí —dijo—. Me voy a mi Señor. Pero debemos despedirnos primero. Recemos.

En silencio, las demás mujeres, fuesen protestantes, católicas o judías, rezaron con ella. Hasta las que habían perdido la fe se unieron a nosotras para consolarla en sus últimas horas. Estábamos todavía en oración, cuando llegaron los alemanes con su camión de la muerte.

Los sacerdotes y las monjas del campo habían acreditado que poseían verdadera presencia de ánimo y energía. Pocas veces se encontraban seres humanos así, como no fuesen los deportados que estaban animados por la fe en un ideal. Además de los clérigos, los miembros activos del movimiento de resistencia eran los únicos que tenían espíritu elevado, juntamente con los comunistas militantes.

Muchos de los eclesiásticos fueron ejecutados poco después de su llegada. Con frecuencia ocurría que los que escapaban a la primera selección sucumbían víctima de las enfermedades. Los demás eran conducidos a la muerte con diabólico aparato. En realidad, puede decirse que las monjas y los sacerdotes de los países martirizados pagaron un fuerte tributo a los alemanes.

En el Campo D, destinado exclusivamente a hombres, había una barraca reservada a niños varones. Una tarde se reunieron los pequeños por orden de las
SS
para pasarles revista y proceder a una selección. No sé cómo era que habían sobrevivido a la selección inicial realizada en cuanto llegaron, o acaso no se había verificado ninguna hasta entonces. El procedimiento que empleaban era espeluznante. Tendían una cuerda a determinada altura, y todos los que pasaban por debajo de aquella talla, automáticamente eran apartados para la cámara de gas. De cien niños, sólo sobrevivieron cinco o seis. Cuando caía la tarde, los internados adultos se quedaban mirando, estupefactos, cómo arrancaban hacia Birkenau veinte camiones cargados con aquellos niños desnudos y tiritando de frío. A medida que pasaban los camiones, los pequeños gritaban sus nombres para que sus padres lo supiesen.

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