Pero no sólo se dedicaron a experimentar ellos mismos, sino que obligaron a muchos doctores de los que había entre los deportados a trabajar bajo la supervisión de los médicos de las
SS
Por horribles que fuesen aquellas experiencias de laboratorio, los hombres que las realizaron pudieran haber tenido excusa, de estar convencidos que, por lo menos, de que servían a la ciencia y de que los sufrimientos de aquellos desventurados conejos de indias lograrían, en fin de cuentas, ahorrar sufrimientos a los demás. Pero no hubo ventaja ninguna ni beneficio científico. Los seres humanos eran sacrificados por centenares de miles, y eso era todo. Así que los esclavizados doctores deportados, casi todos los cuales terminaron en los crematorios, saboteaban los «experimentos» todo lo que podían. Además, había tal desorden y falta de método en aquellas «pruebas científicas», que constituían juegos crueles más bien que investigaciones serias de la verdad. Todos hemos oído hablar de niños sin entrañas que se divierten arrancando a los insectos sus patas y sus alas. Aquí ocurría lo mismo, sólo que con una diferencia: en lugar de insectos, se trataba de seres humanos.
Uno de los experimentos más corrientes, y también más inútiles, consistía en inocular a un grupo de internados un germen morboso. Porque ocurría que, mientras tanto, es decir, mientras duraba el proceso de reacción de sus organismos a dichos gérmenes, los médicos alemanes solían perder todo interés en su proyecto. ¿Y qué ocurría con aquellos conejillos de indias humanos? Cuando tenían suerte, eran enviados al hospital; los que no, salían hacia la cámara de gas. Sólo en circunstancias extraordinarias y en casos raros, eran sometidos a observación.
Muchas veces, los experimentos eran completamente absurdos. A un médico alemán se le ocurrió la idea de estudiar cuánto tiempo duraría con vida un ser humano, a base exclusivamente de agua salada. Otro sumergió a su conejo de indias humano en agua helada, pretendiendo que iba a observar el efecto de aquel baño en las temperaturas internas.
Después de ser sometidos a tales experiencias, los internados no necesitaban ir al hospital, sino que estaban dispuestos para la cámara de gas. Cierto día, entraron varias enfermeras en la enfermería y preguntaron:
—¿Quiénes son las que no pueden conciliar el sueño?
Unas veinte internas aceptaron una dosis de cierto polvo blanco desconocido, probablemente a base de morfina. Al día siguiente, diez de ellas habían muerto. El mismo experimento se verificó con mujeres de más edad; la consecuencia fue que murieron setenta más en la misma noche.
Cuando los alemanes estaban tratando de dar con nuevos tratamientos para las heridas producidas por las bombas norteamericanas de fósforo, quemaron la espalda de cincuenta rusos con fósforo. Estos «controles» no recibían cura ninguna. Los hombres que sobrevivían eran exterminados.
Uno de sus experimentos favoritos era la observación de mujeres recién llegadas, cuya menstruación era todavía normal. Durante sus periodos, se les decía brutalmente:
—Dentro de dos días van a ser fusiladas.
Los alemanes querían saber qué efecto producía aquella noticia en el flujo menstrual. Un profesor de histología de Berlín llegó a publicar un artículo en un periódico científico alemán sobre sus observaciones de las hemorragias provocadas en las mujeres por este tipo de noticias alarmantes.
El doctor Mengele, médico jefe, se dedicaba a dos investigaciones principales, que eran sus favoritas: se referían al estudio de los gemelos y de los enanos. Los gemelos que entraron cuando llegaban los contingentes nuevos de prisioneros, eran colocados aparte, a ser posible con sus madres. Luego se les mandaba al Campo F, K, y L. Cualquiera que fuera su edad o su sexo, los mellizos interesaban profundamente a Mengele. Se les daba un trato de favor, y hasta se les permitía quedarse con su ropa y con su pelo. Llegó a tales extremos en su solicitud que, cuando se estaba liquidando el campo checo, dio órdenes de que se perdonase la vida a una docena de mellizos.
En cuanto llegaban, estas parejas de hermanos eran fotografiadas desde todos los ángulos posibles. Después comenzaban los experimentos, pero eran extraordinariamente irreflexivos y al buen «tuntún». Así por ejemplo, ocurría que se inoculaban a uno de los gemelos ciertas substancias químicas, y el doctor esperaba a observar la reacción que le producían, si no se le olvidaba mientras tanto. Pero aun cuando siguiese observando el caso, la ciencia no ganaba nada por el sencillo motivo de que el producto inyectado no presentaba interés particular. En cuanto usaban una preparación, esperaban que tuviera que ocasionar el sujeto experimentado un cambio en la pigmentación del pelo. Se perdían muchos días en examinarle el cabello y en observarlo al microscopio. Los resultados no arrojaron averiguación ninguna sensacional, y las pruebas se abandonaron.
Los enanos constituían la verdadera pasión del doctor Mengele. Los coleccionaba con gran interés. El día que descubrió en un transporte a una familia de cinco enanos, estaba fuera de sí de puro júbilo. Pero su manía era de coleccionista, no de sabio. Sus experimentos y observaciones eran realizados de manera anormal. Cuando hacía transfusiones, utilizaba adrede tipos de sangre contraindicados. Naturalmente, se producían complicaciones, pero Mengele no tenía que dar cuenta a nadie de sus pruebas. Hacía lo que se le antojaba y verificaba sus experimentos como un aficionado que hubiese perdido la razón.
Se instaló una estación experimental a cierta distancia del campo, la cual parecía tener un carácter más científico. Pero sólo lo parecía. Fácilmente se advertía que el «trabajo» que allí se desarrollaba no era más que un derroche criminal de seres humanos y una absoluta carencia de escrúpulos por parte de los supuestos investigadores.
Con aquellos experimentos se proponían, en teoría, recoger información para la
Wehrmacht
. La mayor parte de las veces, consistían en pruebas de resistencia humana, resistencia al frío, al calor, o a la altura. Centenares de internados murieron en el proceso de estos experimentos realizados en la estación de Auschwitz y en otros campos de concentración. Al precio de millares de víctimas, la ciencia alemana vino a deducir en conclusión que un ser humano puede sobrevivir en agua helada, a una temperatura predeterminada, durante tantas horas. También se fijó con precisión… cuánto tiempo tardaba en morir un hombre sometido a distintos calentamientos de diversos grados de temperatura.
Me he referido a experimentos con los cuales se trataba, de determinar la resistencia del organismo humano al hambre. Los «
Musulmanes
», especialmente los más demacrados y depauperados, eran obligados a beber increíbles cantidades de sopa. Tales crudos experimentos resultaban muchas veces fatales. Me enteré de unos cuantos casos en que los deportados padecían un hambre tan devoradora que se prestaban voluntariamente a esta alimentación forzada. El hijo del Primer Ministro M de Hungría estaba tan famélico que se ofreció como voluntario a los experimentos de malaria. Los conejillos de Indias de esta prueba recibían raciones dobles de pan durante unos días. Se efectuaron también experimentos sobre diagnósticos. Los casos interesantes eran sacados del hospital y matados sin más ni más, con el exclusivo objeto de ser sometidos a disección a efectos de autopsia. Cuando había varios pacientes con la misma dolencia, se les daba a veces tratamientos distintos y, después de cierta fase, se los mataba para poder deducir acaso alguna conclusión de dicho experimento. Muchas veces ocurría que se sacrificaba al paciente, pero nadie pensaba ya en examinar su cadáver… porque eran demasiados los muertos que había en Auschwitz.
La compañía alemana Bayer mandó medicinas en envases carentes de etiqueta indicadora de su contenido. A los tuberculosos se les inyectó aquel producto. No fueron enviados a la cámara de gas. Los observadores esperaron a que muriesen, cosa que ocurrió al poco tiempo. Después se mandó parte de sus pulmones a un laboratorio elegido por Bayer.
Cierto día, la Bayer Company se llevó de la administración del campo ciento cincuenta mujeres y probó en ellas medicamentos desconocidos, acaso a efectos de pruebas con hormonas.
El Instituto Weigel de Cracovia mandó vacunas al campo. También debían ser probadas y «perfeccionadas». Las víctimas fueron escogidas entre prisioneros políticos franceses, sobre todo entre miembros del movimiento clandestino de inteligencia, de los cuales querían desembarazarse los alemanes.
Hubo que despachar como unas dos mil preparaciones orgánicas a la Universidad de Innsbruck. Según las instrucciones, aquellas preparaciones había que hacerlas a base de cuerpos absolutamente sanos, es decir, de cadáveres de individuos muertos en la cámara de gas, en la horca o a tiros, cuando gozaban de buena salud. Un día se utilizó un gran número de mujeres, en su mayor parte polacas, para experimentos de vivisección: injertos de huesos, de músculos y otros varios. Llegaron de Berlín cirujanos alemanes para verificar los experimentos y observar sus resultados. Las vivisecciones eran realizadas en condiciones terribles. La víctima era atada a la mesa de operaciones en una barraca primitiva, y la operación se efectuaba sin asepsia. Los conejos de Indias humanos padecían horriblemente aún después de las operaciones. No se les daba nada para mitigar sus sufrimientos.
Los alemanes solían hacer extracciones de sangre periódicamente para enriquecer su ciencia racial. Pero, aparte del interés científico que aquello pudiera tener, la sangre de los prisioneros se utilizaba para verificar transfusiones a los heridos alemanes. A cada donante «voluntario» se le extraían quinientos centímetros cúbicos de sangre que se enviaba inmediatamente al ejército. En su afán de salvar las vidas de los soldados de la
Wehrmacht
, se olvidaban de que la sangre judía era de «calidad inferior».
He aludido anteriormente a las «inyecciones en el corazón», como llamaban las prisioneras a las inyecciones intracardíacas de fenol. A veces, el líquido de estas inyecciones estaba hecho a base de bencina o petróleo. Este procedimiento se aplicaba en los hospitales para acabar con los enfermos, los débiles y los considerados «superfluos». He hablado de un médico polaco a quien obligaron a poner estas inyecciones durante dos días a sus compañeros de cautiverio.
—Cuando el doctor de las
SS
me llamó al hospital —me explicó—, yo no tenía idea de cuál sería el motivo por el que reclamaba mi presencia. Entonces me mandó inyectar a los pacientes en la cavidad cardíaca. Me dijo que tenía que inyectar el líquido en cuanto notase que la aguja había penetrado en el interior del corazón.
El doctor polaco siguió sus órdenes, y los pacientes cayeron muertos a tierra.
En otro experimento insensato, tendieron a centenares de enfermos bajo el sol abrasador. Los alemanes querían averiguar cuánto tardaba en morir una persona enferma bajo el sol, sin agua.
A unos treinta kilómetros de nuestro campo había una estación experimental especializada en inseminación artificial. A dicha estación fueron enviados los médicos presos de más prestigio y las mujeres más hermosas. Los alemanes concedían gran importancia a aquellos experimentos. Desgraciadamente, no pude ver el trabajo que allí se desarrollaba, porque dicha estación era la más celosamente guardada de todas. Sin embargo, pude obtener algunos datos.
Los alemanes practicaron la fecundación artificial en numerosas mujeres, pero las investigaciones no arrojaron resultados. Yo conocía a mujeres que habían sido sometidas a la inseminación artificial y habían sobrevivido, pero estaban avergonzadas de confesar aquellos experimentos.
Otro grupo fue inyectado con hormonas sexuales. No había sido posible determinar la naturaleza de la sustancia inyectada ni cuáles fueron los resultados obtenidos. Después de tales inyecciones, a muchas de las mujeres se les produjeron abscesos que les fueron abiertos en la barraca 10.
Pero estoy bien informada de los experimentos de esterilización. Se realizaron en Auschwitz-Birkenau bajo la dirección de un doctor polaco, que fue ejecutado por los alemanes unos días antes de evacuarse el campo.
Con estos experimentos trataban de comparar los resultados de los métodos quirúrgicos y de los tratamientos con rayos X. En el hospital, vimos numerosas enfermas que habían pasado por la estación experimental. Mostraban serias quemaduras, producidas por la aplicación desacertada de estos rayos. Hablando con ellas y con los médicos deportados, nos enteramos de los experimentos. El sujeto era colocado bajo la radiación de los rayos X, que cada vez se iba intensificando más. De cuando en cuando se interrumpía el tratamiento para ver si el sujeto era capaz todavía de copular. Todo esto se desarrollaba bajo los ojos vigilantes de los guardianes de las
SS
de la barraca 21. Cuando el médico comprendía y se aseguraba de que los rayos X habían destruido definitivamente la potencia genital del sujeto, era despachado a la cámara de gas. Había ocasiones en que la víctima era castrada quirúrgicamente cuando la irradiación necesitaba demasiado tiempo para producir el efecto deseado.
En agosto de 1944, los alemanes esterilizaron como un millar de muchachos de trece a dieciséis años. Se registraron sus nombres y las fechas de esterilización. Al cabo de unas semanas, fueron llevados a la barraca 21. En el laboratorio los sometieron a preguntas sobre el resultado de aquel primer «tratamiento», sobre sus deseos, poluciones nocturnas, pérdida de memoria, etcétera.
Los alemanes los obligaban a masturbarse. Les provocaban la erección mediante el masaje de sus glándulas prostáticas. Cuando este trabajo cansaba al masajista, los «sabios alemanes» utilizaban un instrumento de metal, que producía al paciente un gran dolor.
El semen era examinado por un bacteriólogo, que determinaba la vitalidad de los espermatozoides. En 1944, los alemanes mandaron al campo un microscopio fosforescente. Con él, podían observar las diferencias que había entre los espermatozoides vivos y los muertos.
A veces los alemanes realizaban castraciones incompletas, extirpando al sujeto la cuarta parte o la mitad del testículo. En otras ocasiones, el testículo entero se mandaba a Breslau en un tubo esterilizado con un 10 por ciento de formalina para someterlo a un estudio histopatológico de los tejidos. Estas operaciones se realizaban con inyecciones intrarraquídeas de novocaína. Los muchachos fueron separados de los demás en la barraca 21 y observados cuidadosamente. Cuando terminaron los experimentos, la recompensa que recibieron fue, como siempre, la cámara de gas.