Los hornos de Hitler (15 page)

Read Los hornos de Hitler Online

Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

BOOK: Los hornos de Hitler
9.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

Luego se sintió avergonzado.

—Tú no lo comprendes. Siempre tengo frío y hambre. A todas horas me golpean, y nunca sé cuándo me van a descerrajar un tiro. Tú eres todavía una novicia, ya cambiarás. Dentro de unas semanas, lo entenderás.

Tadek siguió entrando todos los días en nuestra barraca con un paquete de alimentos, pero no para mí, sino para otra mujer. Cada vez que pasaba, me ofrecía algo de comida. A veces no cambiábamos siquiera una sola palabra. Me ofrecía el paquete y yo volvía la cabeza a otro lado. Fui adelgazando más y más cada día, y él se sonreía también más sarcásticamente cuando rechazaba sus regalos. Al cabo de unas semanas, apenas tenía fuerza para andar, y me desvanecía frecuentemente al pasar revista. Pero había tomado la decisión de no ceder.

Sin embargo, yo sabía de sobra que no podría resistir más de aquella manera.

Me decidí a ir a los lavabos, donde, según había oído, los hombres se reunían allí durante su hora de descanso y a veces compartían su alimento con las mujeres. Oré porque, al menos, pudiese encontrar una persona que se compadeciese de mí.

Cuando llegué, vi a las presas al acecho de la llegada de los guardianes. Hacían como que estaban trabajando, porque se prohibía rigurosamente a las mujeres entrar cuando los hombres ocupaban los lavabos.

La escena que contemplé en el interior era verdaderamente desalentadora. En el fondo de la inmunda barraca había hombres que estaban bebiendo su sopa en botes sucios de hojalata que habían recogido en el basurero.

El antro estaba abarrotado de gente. Hombres y mujeres se apretujaban en todos los rincones de la estancia. Las parejas se apretaban, hablando. Otros estaban sentados contra las paredes en íntimo abrazo. Había unos cuantos que se dedicaban a transacciones de mercado negro. El hedor de los cuerpos sin lavar se mezclaba con los olores rancios de los alimentos inmundos y con la humedad general. El aire era irrespirable.

En otra parte del campo se desarrollaba un espectáculo muy distinto. Acababa de llegar un nuevo envío de deportados. Los gritos de las mujeres y de los niños, al ser separados en la primera selección que se verificaba al apearse de los trenes, se elevaban por encima de las conversaciones en los lavabos. Las llamaradas de las chimeneas del crematorio eructaban penachos de humo al cielo.

Apenas había transpuesto el umbral, cuando ya quería echar a correr y escapar de allí. Pero no pude. Me estaba destrozando el estómago un dolor voraz que era algo más que simple hambre.

Pegado a la pared, en un rincón, había un viejo que comía en una lata. Producía horror mirarlo, pero acaso a eso se debiese el que se me antojase que podía fiarme de él. No le quedaba un solo diente en la boca. Tenía la cara marcada de viruelas y llena de cicatrices. En la cabeza se le veía un esteatoma. Y, como si fueran pocas todavía las deformaciones que le había deparado el destino, no tenía más que un ojo.

En el líquido negruzco que había en su lata, flotaban dos pequeñas patatas. ¡Patatas!

Les clavé los ojos con voracidad según las fue a morder. Pero no podía comer más que la parte de afuera. El interior estaba todavía crudo y resultaba demasiado duro para sus mandíbulas sin dientes. Lo que no podía comer, lo metía de nuevo en el bote. Se bebió la «sopa» negruzca, y allí quedaron las patatas.

Miró en torno suyo. ¿Estaría buscando a alguien con quien poder compartir aquel regalo principesco? Entonces me vio clavándole los ojos voraces. Con una sonrisa tan deforme y horrible que creí volverme loca, me ofreció el resto de su almuerzo. Eché la garra a su regalo y empecé a comer. De repente, una mujer se abalanzó contra mí y me arrebató las patatas de la mano.

—¡Puerco inmundo! —gritó al viejo, que podría tener cincuenta y cinco o sesenta años—. ¿Estás dando la comida a otra?

—¡Vete al infierno! —le contestó él—. Yo hago lo que me da la gana. Ésta es más joven que tú.

Soltó a la mujer que se me había embestido, la arrojó al suelo y la pateó. Los gritos de la caída atrajeron a las demás personas que ocupaban los lavabos. Todos ellos, hasta los que estaban amándose muy concentrados, se apelotonaron en derredor. Se me subieron los colores al rostro.

De pronto se acercó Tadek.

—¡Cuánto me sorprende verte aquí, Alteza! —exclamó, sonriéndome sarcásticamente—. Has tardado mucho en darte a ver. Has aguantado demasiado. Esto será mejor que las patatas a medio comer que te han dado.

Me ofreció el paquete de comida, como siempre. Nos quedamos mirando el uno al otro. ¡Cómo le aborrecí en aquel momento! Agarré el paquete y se lo tiré a la cara con toda la fuerza que pude. Luego eché a correr. Todavía hoy no soy capaz de recordar cómo regresé.

Pasó bastante tiempo después de aquella última reunión sin que tuviese contacto con Tadek. Pero, aunque no supe nada de él, sí veía a Lilli, la mujer a quien llevaba ahora sus regalos de comida. Cuando, pasando el tiempo, me destinaron a trabajar en la enfermería, mi rival se había convertido en una visitante asidua y regular. Gasté mi ración de pan en comprar para ella en el mercado negro una medicina muy rara y difícil de conseguir. La medicina era para combatir la sífilis.

Capítulo VIII

Soy condenada a muerte

P
asaron unos cuantos días interminables. Aquella inactividad obligatoria estaba a punto de volvernos locas. El único trabajo que realizábamos al día era asistir a las formaciones.

Me había quedado más delgada que un esqueleto; era víctima de calenturas y ataques de tos. Siempre estaba sintiendo calofríos. Pesqué un resfriado al comenzar el verano, cuando llovía y el tiempo era fresco. Un día en que me sentí más enferma que otras veces, me cubrí la espalda con un pedazo de una ajada tela de lana que me prestó una vecina. Guiada por mi ejemplo, Magda, una de mis amigas que tenía anginas, se envolvió la garganta con un andrajo. Abrigábamos la esperanza de que la «
Führerin
», la aborrecible Hasse, no notase nada de particular y de que podríamos quitarnos las prendas que habíamos añadido a nuestra vestimenta, antes de que se nos acercase.

Pero ni aquello siquiera nos dio resultado, porque Hasse advirtió inmediatamente los cambios que habíamos introducido en nuestro vestido. Era una infracción grave de la disciplina. Nos golpeó cuanto le dio la gana, y todavía nos designó para la «selección», porque, por lo visto, no había satisfecho su venganza. De esta manera nos condenaba a muerte por un desgraciado «pecadillo».

Aquel día particular, entre las seleccionadas había unas cuantas docenas de nuestra barraca. Las «
Stubendiensts
» nos acorralaron hacia la salida del campo. Nos ordenaron permanecer allí y esperar. El camión que nos iba a trasladar a la cámara de gas no había llegado todavía.

Durante muchos días, las selecciones, la cámara de gas y las estufas u hornos del crematorio habían sido objeto de largas discusiones en nuestra barraca. Mis compañeras creían que todas aquellas historias no eran más que rumores fantásticos.

A mí ya me constaba que la selección equivalía a la cámara de gas. Había muchas otras que también se habían enterado del secreto, pero era tan difícil metérselo en la cabeza a la mayoría de las mujeres como dar una idea aproximada al lector de las misérrimas condiciones en que se deslizaba nuestra existencia. No estábamos más que a unos centenares de metros de la llamada «panadería», y podíamos percibir el olor dulzón que exhalaba.

En aquella «panadería» quemaban a las personas muertas. Sin embargo, al cabo de meses y meses de internamiento, había todavía en el campo quien estimaba que aquello no era posible.

¿Por qué se negarían a aceptar la verdad? Me lo pregunté numerosas veces. Acaso dudaban porque no querían dar crédito a lo que se les decía. Aun en el momento mismo en que eran conducidas a empujones dentro de la cámara de gas, muchas se negaban a creerlo. Magda era una de esas optimistas.

Con frecuencia me veía yo en compromisos. ¿Qué actitud debería adoptar con respecto a las que no querían creer que existían cámaras de gas y crematorios? ¿Debería dejarlas con su idea de que aquello no eran más que patrañas inventadas, instrumento cruel que manejaban las sádicas
Blocovas
para amedrentarnos? ¿No sería mi obligación informar a mis compañeras de cautiverio? Si no lograba meterles en la cabeza la cruda verdad, eran capaces de ofrecerse un día para la primera selección.

Según esperábamos a que llegase el camión, las
Stubendiensts
y las internas alemanas se cogieron de la mano y formaron un círculo en torno a nosotras. Murmuré al oído de Magda unas palabras sobre que debíamos romper aquel cerco y huir. Ella movió la cabeza en ademán negativo y replicó:

—No, el campo de concentración es tan terrible que, nos lleven adonde nos lleven, siempre saldremos ganando. Yo no me escaparé.

—Insensata —murmuré—. Nos han seleccionado para castigarnos. Sin duda ninguna, nos mandarán a algo peor, eso es evidente. ¿Vienes conmigo?

—¡No!

—Entonces voy a intentar yo sola romper el cerco.

Pero aquello era más fácil decir que hacer. Apenas había pensado mi plan de fuga, cuando varias de las «seleccionadas» empezaron a gritar:

—¡
Stubendienst
! ¡Alguien va a escaparse!

¿Por qué me traicionarían? Indudablemente, ignoraban que iban a ser llevadas al matadero, aunque de sobra sabían que las selecciones no tenían por objeto precisamente mejorar su situación. A pesar de todo, protestaban contra cualquiera que tratase de hurtarse al destino común, porque no tenían el valor ellas de aventurarse a correr un riesgo así.

Se me obligó a permanecer en las filas. Estaba temblando. Trataba de separarme lo más posible de mis compañeras de delante. Mientras me dedicaba a aquellas maniobras, llegó el camión que nos había de transportar a la cámara de gas. Instintivamente, el grupo se echó atrás.

De repente, por no sé qué milagro, divisé un palo tirado en el suelo. Un palo era en Auschwitz símbolo de poder y autoridad. Agarré la estaca y me mezclé con un grupo de
Stubendiensts
de otra barraca. Luego me escabullí a toda velocidad hacia las cocinas. Magda, quien mientras tanto había cambiado de parecer, me siguió. Como siempre, había un espeso grupo de prisioneras charlando delante de las cocinas. Con el aire más natural del mundo, empecé a poner los platos en orden. Luego me ofrecí a ayudar a las cargadoras de los peroles de sopa, y así procedí de barraca en barraca hasta que logré llegar a la mía. Magda, quien había hecho exactamente lo que yo, desapareció en otro bloque. No sin dificultades, me cambié de ropa con otra deportada y me escondí en mi
koia
.

Tuve mucho cuidado de no salir para nada hasta la primera revista. Hubo una o dos prisioneras que se quedaron asustadas al verme, pero yo les fui explicando muy tranquila que debían estarme confundiendo con alguna otra compañera, porque a mí no me habían seleccionado, ni mucho menos.

Mi cambio de indumentaria despertó algunas sospechas. Estaba segura de que Hasse no me iba a reconocer entre un total de 40 000 presas. Sin embargo, me pareció conveniente que no me viese en las trazas que tenía antes.

Pero si mi tranquilidad calmó a la mayor parte de mis compañeras, no pasó lo mismo con Irka, la
Blocova
. Al siguiente, me despertó al amanecer la
Stubendienst
que la
Blocova
tenía como criada personal.

—Irka dice que quiere inmediatamente tus botas, o te denunciará a Hasse.

Traté de protestar.

—Estoy enferma, tengo calentura. Llueve y no tengo en absoluto la más mínima cosa que ponerme en los pies —le contesté.

—No te preocupes tanto por eso —insistió la fiel
Stubendienst
—. Irka te dará un par de zapatos.

—¡Trato hecho!

Por la mañana, recibí dos zapatos pertenecientes a distintos pares, ambos para el pie izquierdo, los dos hechos tiras y casi sin suelas.

Pero no me atreví a quejarme. No había cerrado un mal trato. Seguía viviendo.

Capítulo IX

La enfermería

D
urante semanas y semanas, no hubo medios para atender a los enfermos. No se había organizado hospital ninguno para los servicios médicos, ni disponíamos de productos farmacéuticos. Un buen día, se nos anunció que, por fin, íbamos a tener una enfermería. Pero ocurrió que, una vez más, emplearon una palabra magnífica para describir una realidad irrisoria.

Me nombraron miembro del personal de la enfermería. Cómo pudo suceder tal cosa merece punto y aparte.

Poco después de mi llegada, me hice de todo mi valor para suplicar al doctor Klein, que era el jefe médico de las
SS
del campo, que me permitiese hacer algo para aliviar los padecimientos de mis compañeras. Me rechazó bruscamente, porque estaba prohibido dirigirse a un doctor de las
SS
sin autorización. Sin embargo, al día siguiente, me mandó llamar para comunicarme que a partir de aquel momento iba a quedar a cargo del enlace con los doctores de las distintas barracas. Porque él perdía un tiempo precioso en escuchar la lectura de sus informes mientras giraba sus visitas, y necesitaba ayuda. Inmediatamente se estableció un nuevo orden de cosas. Todas las internas que tuviesen algún conocimiento médico deberían presentarse. Muchas se prestaron voluntariamente. Como yo no carecía de experiencia, me destinaron al trabajo de la enfermería.

En la barraca nº 15, probablemente la que estaba en peores condiciones de todo el campo, iba a instalarse el nuevo servicio. La lluvia se colaba entre los resquicios del techo, y en las paredes se veían enormes boquetes y aberturas. A la derecha y a la izquierda de la entrada había dos pequeñas habitaciones. A una se la llamaba «enfermería», y a la otra «farmacia». Unas semanas después, se instaló un «hospital» al otro extremo de la barraca, y quedamos en condiciones de reunir cuatrocientos o quinientos pacientes.

Sin embargo, durante mucho tiempo no dispusimos más que de las dos pequeñas habitaciones. La única luz que teníamos procedía del pasillo; no había agua corriente, y resultaba difícil mantener limpio el suelo de madera, aunque lo lavábamos dos veces al día con agua fría. Carentes como estábamos de agua caliente y desinfectantes, no conseguíamos raer los residuos de sangre y de pus que quedaban en los intersticios de las tarimas.

El mobiliario de nuestra enfermería se componía de un gabinete de farmacia sin anaqueles, una mal parada mesa de reconocimiento que teníamos que nivelar con ladrillos, y otra mesa grande que cubrimos con una sábana para colocar en ella los instrumentos. Poco más era lo que teníamos, y todo en lamentable estado.

Other books

Married Men by Weber, Carl
With This Ring by Patricia Kay
The Broken Triangle by Davitt, Jane, Snow, Alexa
With Her Completely by West, Megan
Scorpion by Kerry Newcomb
Kingsholt by Susan Holliday
Grab Bag by Charlotte MacLeod
After Peaches by Michelle Mulder