En el «Canadá» había especialistas dedicados exclusivamente a descoser forros y despegar suelas con objeto de hallar tesoros ocultos. El sistema debió dar a los alemanes buenos resultados, porque encargaron de la tarea a un contingente considerable de energía humana, integrado por cerca de mil doscientos hombres y dos mil mujeres. Todas las semanas, salían de Auschwitz para Alemania uno o más trenes atiborrados de productos procedentes del servicio de recuperación.
A los numerosos objetos quitados a los deportados o sustraídos de sus equipajes, se añadía el pelo de las víctimas, procedente de los rapados de vivos y cadáveres. Entre los artículos almacenados en el «Canadá» que más dolorosamente me impresionaron, había una fila de coches de niño, que me trajeron al pensamiento a todos los desgraciados párvulos que los alemanes habían ejecutado. Otra sección emocionante era la destinada a los zapatos de niños y juguetes, que siempre estaba bien abastecida.
Pertenecer al personal del «Canadá» o estar asociado con sus comandos constituía un gran privilegio para los cautivos. Estos «empleados» tenían numerosas oportunidades de robar, y, a pesar de las amenazas de castigos severos, las aprovechaban cuanto podían. Pero aquellas ordenanzas no rezaban con los oficiales alemanes, los cuales hacían numerosos viajes de inspección al «Canadá» y se llevaban unos cuantos diamantes como recuerdo en una cámara fotográfica, o una pitillera.
Muchos comandos robaban con la esperanza de poder comprar su libertad. Gracias a los sobornos de este tipo, ocurrieron muchas fugas mientras estuve en el campo. Generalmente no se salían con la suya. Los alemanes aceptaban de mil amores cuanto se les ofrecía, pero en lugar de facilitarles la huida, les complacía más abatir a tiros a sus clientes.
Los objetos robados del «Canadá» se negociaban después en el mercado negro.
Pese a las feroces medidas disciplinarias, teníamos un mercado negro muy activo. Los precios se fijaban de conformidad con la escasez de los artículos, lo pobre de las raciones y, naturalmente, en proporción con los riesgos que suponía conseguir el artículo en cuestión.
Por tanto, no debe extrañarse nadie de que una libra de margarina costase 250 marcos de oro, o sea cerca de 100 dólares; un kilo de mantequilla, 500 marcos; un kilo de carne, 1000 marcos. Un cigarrillo costaba 7 marcos, pero el precio de una fumada estaba sometido a fluctuaciones.
Claro está, sólo unos cuantos podían permitirse esos lujos. Sólo los escrupulosos empleados o trabajadores del «Canadá» disponían de medios. Tenían que establecer contacto con los que trabajaban fuera del campo o con los mismos guardianes, para poder cambiar sus objetos de valor por dinero o artículos raros. En estos dobles cambios, perdían mucho. A veces, una joya de gran valor se cambiaba por una botella de vino ordinario.
También contribuía al tráfico el personal de la cocina. Ellos eran igualmente de los privilegiados, en comparación con un prisionero común. Se comía mejor en la cocina. Además, todos los que trabajaban allí podían conseguirse ropas mejores, gracias al cambio por otros objetos, o sea, al sistema de comercio por trueque. Los alimentos robados los cambiaban por zapatos o chaquetas viejas. Todas las tardes, entre las cinco y las siete, funcionaba fuera de las barracas un concurrido mercado negro. Este tipo de tráfico en especie era resultado natural de las condiciones locales en que vivíamos. Era difícil sustraerse a él. Yo pagué la ración de pan de ocho días por una prenda que necesitaba para hacerme una blusa de enfermera. Pero además hube de sacrificar tres sopas para que me la cosiesen. Alimento o vestido era el eterno dilema en que nos encontrábamos.
El mercado negro me lleva de la mano a tratar en el campo checo, el cual fue, durante muchos meses, una fuente abundante de ropa. Después de unas breves negociaciones, las internas de nuestro campo tiraban sus raciones de margarina o de pan por encima de la alambrada de púas, al campo checo. Las checas, en cambio, nos arrojaban prendas de vestir. El negocio era muy peligroso. Si pasaba por allí algún guardián, podría descerrajarnos un tiro. O también, la ropa recibida podría quedarse enganchada en los alambres. Pero, como dice el refrán. «El que no se arriesga no cruza la mar».
¿A qué se debía el que las checas fuesen más ricas que nosotras en prendas de vestir?
La razón era posiblemente un simple capricho o desorden de la administración, o acaso, según se rumoraba, la intervención eficaz de personajes influyentes de Checoslovaquia. A principios del verano de 1943, a uno de los transportes checos le ahorraron todas las formalidades de rigor; no hubo selecciones, ni confiscación de equipajes, ni cortes de pelo. Además, los hombres quedaron exentos de trabajos forzados y las familias permanecieron juntas, privilegio inaudito en Birkenau. Para sus pequeños, establecieron una especie de escuela.
Los checos eran los únicos que recibían regularmente paquetes de sus familias, por lo menos durante cierto tiempo. Aprovechaban los permisos oficiales que se les concedían para solicitar toda clase de pertenencias útiles, sobre todo lana para tejer, con la que se confeccionaban prendas de abrigo, bien para su uso personal bien para el mercado negro. Pero aquella situación de privilegio iba a durar poco tiempo. Al cabo de seis meses, el trato de favor se acabó. Un día, los checos se enteraron de que los alemanes estaban preparándose para liquidarlos. Inmediatamente tomaron el acuerdo de sublevarse. Pero la sedición fue un fracaso. En el último momento fue envenenado el jefe, que era un antiguo profesor de Praga. Se hizo cargo de la situación el
Lageralteste
, un criminal empedernido y bestial. La noche siguiente se distribuyeron entre los checos más tarjetas postales para que informasen a sus parientes cercanos que estaban bien y para que les pidiesen más paquetes de diferentes artículos. Pocas horas después, fueron exterminados todos, viejos y jóvenes, enfermos y sanos.
No se perdió tiempo en transportar allá a otros checos para que llenasen su campo. Tuve ocasión de comunicarme con el contingente del tren segundo. Estos checos fueron también objeto de un trato de favor, a excepción del alimento, que era abominable. Como animalillos hambrientos, sus hijitos vagaban junto a la alambrada, esperando que alguien les tirase algún resto de comida o un pedazo de pan.
Un buen día corrió la voz de que estaban siendo liquidados los integrantes del segundo grupo de checos. Primero se llevaron a los hombres, luego a las mujeres jóvenes. Los que quedaron, es decir, los niños y los viejos, no se forjaron ilusiones. Empezaron a cambiar cuanto tenían por un mendrugo de pan o margarina. Por lo menos, querían hartarse antes de morir.
Aquella tarde, un muchacho checo, que estaba enamorado de una
Vertreterin
joven de nuestro campo, le dijo adiós a través de la alambrada de púas que nos separaba de ellos. Sabía cómo iba a terminar el día para él.
—Cuando veas las primeras llamaradas del crematorio al amanecer —le dijo—, tómalo como mi saludo para ti.
La chica se desmayó. Él se la quedó mirando desde el otro lado de la alambrada con los ojos bañados de lágrimas. Nosotras la ayudamos a levantarse.
—Amada mía —continuó diciéndole él—. Tengo un diamante que quería dártelo de regalo. Lo robé mientras trabajaba en el «Canadá». Pero ahora voy a tratar de cambiarlo porque me den ocasión de poder pasar a tu campo y estar contigo antes de morir.
No sé cómo se las arreglaría, pero el caso es que lo consiguió, y el muchacho se presentó. Todo el mundo sabía que se aproximaba el fin del campo checo. Podría ser cosa de un día más, acaso de unas cuantas horas solamente. La
Blocova
dejó a la joven pareja a solas en su habitación. Las demás internas se plantaron por la parte de afuera para vigilar, que no se presentase de repente algún alemán.
Mientras se llevaba a cabo la revista rutinaria de la tarde, los checos fueron obligados a entregar su calzado. Aquélla era una señal inequívoca.
Ya entrada la noche, llegaron al campo numerosos camiones de basura. Cuantos quedaban todavía en el campo checo tuvieron que treparse a ellos. Algunos oponían resistencia, pero los guardianes los golpeaban a palos o los atravesaban con sus pértigas de ganchos.
Pegadas a las paredes de nuestra enfermería, presenciábamos nosotras la horrible escena. La pequeña
Vertreterin
vio cómo metían a empellones a su novio checo en el vagón. La alborada nos sorprendió temblando delante de la pared; acababan de arrancar los últimos camiones. Nuestros ojos seguían la trayectoria del humo que eructaban los crematorios… Eran los restos de nuestros pobres vecinos.
Durante la noche se le quedó casi completamente blanco el pelo a la joven
Vertreterin
.
Los primeros rayos del sol revelaron, esparcidos por el suelo del campo checo, unos cuantos objetos abandonados: un rebojo de pan, una muñeca de trapo y algunas prendas de vestir. Aquello fue todo lo que quedó de la aldea checa de ocho mil almas, que tan corta vida habían tenido.
El depósito de cadáveres
A
unque mi trabajo estaba en la enfermería, durante algún tiempo tuve que trasladar también los cadáveres del hospital. Por si esto fuera poco, habíamos de limpiar los cuerpos, tarea horrible, porque se trataba de nuestras antiguas pacientes; y además, nuestro suministro de agua para lavar a los vivos era muy limitado, cuánto más para limpiar a los muertos. Cuando terminábamos el trabajo, teníamos que arrojar los muertos a un montón de cadáveres putrefactos. Y luego, no contábamos con nada con qué desinfectarnos, o lavarnos siquiera las manos.
Hacíamos el trabajo entre dos. Tendíamos los cadáveres en unas parihuelas y, bajo la vigilancia de los alemanes, los trasladábamos al depósito, que estaba a media hora de camino del hospital. Habría sido una tarea laboriosa para hombres sanos. Para nosotras, resultaba agotadora. Los guardianes no nos dejaban un solo momento para respirar; pero la inhumanidad estaba a la orden del día en Birkenau.
A la entrada del depósito, dejábamos las parihuelas en el suelo y cargábamos el cadáver al interior. No hacíamos más que amontonarlo sobre los demás. Sudábamos copiosamente, pero no nos atrevíamos a limpiarnos la cara con las manos contaminadas. De entre todos los horripilantes trabajos que tuve que realizar, éste fue el que me dejó recuerdos más macabros. No quiero seguir describiendo cómo teníamos que tropezamos con los montones de cadáveres en putrefacción, muchos de los cuales pertenecían a personas que habían muerto de enfermedades terribles. Todavía no me explico de dónde pude sacar fuerzas necesarias para seguir realizando aquellas tareas. No me desmayé siquiera una vez, como ocurría a tantas compañeras mías.
Durante mucho tiempo estuvo ayudándome a transportar los cadáveres una muchacha que había sido estudiante en Varsovia. Nos golpeaban con mucha frecuencia, porque los alemanes nos acusaban de no desempeñar con diligencia nuestro trabajo y de realizar a paso lento aquella «marcha funeral». Nos gritaban:
—¡Lleven más aprisa esos
Scheiss-Stucke
!
Así llamaban a los cadáveres. Y mientras nos urgían a caminar más rápidamente, nos molían a golpes.
La joven polaca estaba dominada por un único sentimiento… el amor a su madre. Era el tema principal de sus conversaciones. Cuando hablaba de ella, me decía confidencialmente:
—Está escondida en las montañas. Los alemanes no serán capaces de encontrarla jamás.
Pero un día, según penetrábamos en el depósito de cadáveres, rompió a reír en carcajadas histéricas. Tuve que sacarla de allí antes de que la agarrasen los alemanes. Entre los cadáveres, acababa de descubrir el cuerpo de su querida madre, a la que creía tan segura.
De la vista de los cadáveres apilados en el depósito, podíamos deducir qué tipo de deformaciones físicas producía a los internados la vida del campo de concentración. Había ocasiones en que ya al cabo de poco tiempo, muchos prisioneros parecían esqueletos. Habían perdido el 50 ó 60 por ciento de su peso original y habían mermado de talla. Parecerá increíble, pero la verdad es que no pesaban realmente más de treinta o treinta y tantos kilos. Por la misma causa, a saber, la alimentación defectuosa, a otros se les hinchaba anormalmente el cuerpo.
En las mujeres, la obesidad era muchas veces provocada por dificultades o trastornos menstruales. Después de haber sido liberado Auschwitz, un profesor de Moscú, que había realizado muchas observaciones durante las autopsias en las investigaciones, sacó la conclusión de que el noventa por ciento de las internas acusaban un positivo debilitamiento o secamiento de los ovarios. La dismenorrea era casi un fenómeno general allí.
No es éste el momento apropiado para dar explicaciones científicas, pero sí debo añadir que uno de los factores que contribuían a ello era la angustia constante en que vivíamos.
El misterioso polvo químico con que los alemanes adobaban nuestra alimentación era probablemente una de las causas de que se nos interrumpiese la menstruación. No he logrado personalmente conseguir la prueba que necesitaba para demostrar que los alemanes diluían en nuestra comida substancias químicas para retardar y debilitar nuestras reacciones sexuales. Pero, sea de ello lo que fuere, la
Lageralteste
, las
Blocovas
y las
Stubendienst
, lo mismo que las empleadas de la cocina, ninguna de las cuales comía la alimentación ordinaria del campo, estaban libres, en su mayor parte de desarreglos menstruales. Pero, la verdad es que tengo buenas razones para creer que los alemanes nos envenenaban con su polvo misterioso. Una vez hablé de ello con una presa que trabajaba en la cocina. Me confirmó que tenían la orden de mezclar dicha sustancia con todos los alimentos que nos daban.