—Por lo que más quieras, dame un poco de ese polvo —le supliqué—. Si salgo algún día de aquí, voy a exhibir otra prueba contra ellos.
—No lo tengo —me contestó—. La mujer de las
SS
lo mezcla personalmente con la comida que se cocina. A nadie más se permite acercarse a dicho polvo.
Era pasmoso ver cómo cambiaba en unas cuantas semanas el aspecto físico de las internas en el campo de concentración. Perdían vitalidad, y sus movimientos se hacían lentos y apáticos; andaban con los talones hacia adentro. En invierno, sus músculos aductores se contraían por el frío, acentuando más aún su traza anormal.
En muchos casos, las cautivas daban muestras de trastornos mentales. Perdían la memoria y la capacidad de concentrarse. Se pasaban largas horas mirando al vacío, sin dar la menor señal de vida. Finalmente, terminaban por hacerse totalmente indiferentes a su sino, y se dejaban llevar a la cámara de gas en un estado de indiferencia casi absoluta. Este embotamiento facilitaba, claro está, las cosas a los alemanes.
Nunca supe si sería mejor abrir zanjas junto al crematorio o trabajar en la estación del ferrocarril, de la que teníamos que recoger todas las inmundicias dejadas por el último convoy.
Metíamos la basura en grandes bolsas. Eran periódicos de todos los países, latas vacías de sardinas, botellas rotas, juguetes, cucharas. A veces teníamos que cargar las piezas de equipaje de la estación hasta el «Canadá», donde se apilaban en verdaderas montañas. Mi obligación era llevar las bolsas a las presas encargadas de aquella misión, quienes las iban clasificando: tiraban las camisas al montón de camisas, los juguetes en otro montón, y los desperdicios con la basura. A veces teníamos que abrir una inservible caja de cartón, atada con una cuerda. Había ocasiones en que nos encontrábamos con maletas caras, de cuero. En Birkenau se daban cita la riqueza y la pobreza de toda Europa.
De cuando en cuando encontrábamos en las cajas de cartón unas cuantas galletas rancias envueltas en papel de periódico. Algunas deportadas se habían llevado carne molida; el olor pútrido llenaba la habitación. Pero hasta aquellas galletas secas y aquellas hamburguesas pasadas nos despertaban el apetito.
Cuando cavábamos cerca del crematorio, oíamos los últimos gritos de los que eran conducidos al interior de la cámara de gas. Cuando trabajábamos junto a la estación del ferrocarril, era para nosotras una tortura escuchar lo que decían las pobres personas ingenuas que acababan de llegar. Al salir del tren, se acusaba en sus caras una expresión de alivio. Parecían decir:
—Hemos padecido mucho en el viaje, pero ya, gracias a Dios, hemos llegado.
El espectáculo que ofrecían al ayudarse mutuamente a arreglarse un pañuelo o a abrochar a una nena el abrigo, me recordaba mi llegada al campo y el desengaño que hube de sufrir después.
¿Cómo podía hacer para que no cometiesen las mismas equivocaciones que yo cometí? Ya estaban desfilando por delante de la mesa oficial para su primera selección. Procuré acercarme a las mujeres según iban pasando, y les susurré al oído:
—Díganles que su hijo tiene más de doce años… Que no vaya a decir su hija que está enferma… Mande a su hijo que se presente muy derecho… Digan siempre que gozan de perfecta salud…
La hilera seguía avanzando hacia la mesa.
Las mujeres me miraban sorprendidas y me preguntaban:
—¿Por qué?
Luego se quedaban con los ojos clavados en mí, como si quisieran decir:
—¿Pero qué se propone esta mujer sucia? Tiene que estar loca.
No, no eran capaces de comprender la importancia de lo que yo les estaba indicando. En sus ojos había una mueca de desprecio. ¿Qué les iban a enseñar unas mujerzuelas vestidas de andrajos? Ni les pasaba siquiera por la cabeza que a ellas también iba a ocurrirles otro tanto, que ellas también iban a verse cubiertas de harapos. Y así se iba repitiendo la tragedia constantemente. En su afán por evitar a sus pequeños los trabajos forzados, mentían en cuanto a la edad que tenían y los mandaban, sin saberlo, a la cámara de gas.
En medio de aquel caos, los alemanes vociferaban, los prisioneros murmuraban, y se llevaba a cabo su separación en dos grupos: ¡a la derecha y a la izquierda!… ¡Vida o muerte!
Seguía todavía observando los transportes cuando vi, con gran asombro, que salían cuatro hombres de las filas, vestidos con trajes deportivos. Eran rubios y esbeltos, aunque su apostura había quedado un poco abatida a causa del largo viaje. Los guardianes trataron de empujarlos hacia atrás, pero ellos insistieron en que querían hablar con el «comandante».
Uno de los oficiales alemanes que estaba por allí observó lo que pasaba e hizo una seña a los soldados para que dejasen acercarse a los hombres. Yo estaba a unos diez metros, pero oí lo que decían en voz alta. ¡Cuál no sería mi sorpresa al notar que hablaban en inglés!
Indudablemente, el oficial alemán los entendía, pero después de haber cambiado las primeras palabras, les indicó que debían hablar en alemán. Uno de ellos logró construir unas cuantas frases quebradas, en alemán, hablando por el grupo e interpretándoselas. Se referían a otro campo del cual habían sido trasladados, e insistían en que los alemanes no tenían derecho a sacarlos de allí.
El oficial estaba positivamente divertido.
—¿Qué no tenemos derecho? —les dijo con una sonrisa sarcástica.
—Claro que no lo tienen —replicó el intérprete—. ¡Nosotros no somos judíos!
—¿Y qué tiene que ver que no sean ustedes judíos? Eso no me interesa. ¡Ustedes son americanos! —repuso el alemán.
—¡Le exijo que nos trate según las normas del Derecho Internacional!
—Como quiera —le contestó el oficial con toda amabilidad—. Vamos a mandar directamente su petición al gobierno americano. Si tienen ustedes un poco de paciencia, a lo mejor se las llevamos a Washington personalmente.
—Trasladen a esos caballeros al campo americano —ordenó otro oficial.
Los soldados se pusieron firmes con sus rifles y saludaron al oficial con el
Heil
de rigor. Luego se llevaron al pequeño grupo hacia el bosque, distante unos cincuenta metros de allí. Momentos después, oíamos varias detonaciones. Pero las detonaciones eran tan corrientes en Birkenau, que ni siquiera nos llamaron la atención.
Mientras tanto, la música seguía sonando y las columnas de deportados marchando hacia la muerte.
Semanas después, me tocó separar el equipaje «reclamado» de la estación del ferrocarril. Encontré una porción de maletas que parecían lo mismo. Todas ellas contenían camisas con etiquetas norteamericanas, raquetas de tenis, suéteres, cámaras fotográficas y retratos de parejas con niños.
Inclusive, hallamos en una maleta varios discos de gramófono. Un viejo internado, loco por la música, colocó rápidamente uno de estos discos, en el fonógrafo portátil que hallamos en el equipaje. Oímos una hermosa y clara voz que cantaba un villancico de Navidad. Aquello nos conmovió. Las demás presas interrumpieron su trabajo y se pusieron a escuchar.
Un centinela alemán, que indudablemente había oído la música, se abalanzó al interior de la habitación. Pegó una patada al tocadiscos y machacó el disco. Cuando recogimos los pedazos, leí el título. Habíamos estado escuchando el villancico
Noche de Paz
, cantado por Bing Crosby. Durante unos momentos, el artista norteamericano nos había ayudado a olvidar Auschwitz.
Me puse a tirar las fotografías al montón de la basura, como mandaban las ordenanzas. Pero, de repente, una foto me llamó la atención.
«He visto estas caras en alguna parte», pensé.
Y entonces recordé… Eran los americanos de la estación.
—¿Dónde está el campo americano? —pregunté a la vieja prisionera.
—No seas estúpida —me contestó de mal humor—. Pero ¿no ves que no hay tal campo americano?
—Es que he oído que hay uno —insistí.
—Como quieras… El campo de los norteamericanos está en el mismo lugar que el de los viejos y el de los niños.
—Entonces, ¿mataron a aquellos americanos? —le pregunté—. ¿Será posible?
Ella sonrió burlonamente.
—Los norteamericanos —me explicó— no son más que combustible para los crematorios. A los ojos de los alemanes no son sino enemigos, lo mismo que nosotras. Eso de matar nunca fue un problema para los alemanes. Se los llevan al bosque y los ejecutan. Ése es el campo americano.
El «Ángel de la Muerte» contra el «Gran Seleccionador»
A
quel día debí morir. Ni siquiera cuando fui «seleccionada» estuve tan cerca de la muerte. Cuando pienso en ello, me considero muerta, y me imagino que estoy regresando del otro mundo.
Si Irma Grese hubiese sido menos curiosa, yo había perecido. Pero, por lo visto, estaba demasiado interesada en averiguar por qué el doctor Fritz Klein, médico de las
SS
encargado del campo de mujeres de Auschwitz y después de Bergen-Belsen, había creado un puesto expresamente para mí, aunque estaba convertida en una piltrafa humana, rapada la cabeza, sucia, harapienta, y con dos zapatos de hombre, que no pertenecían al mismo par, en los pies. Gracias a que quería enterarse, me salvé de morir. Por aquel entonces, las «selecciones» eran llevadas a cabo por las más altas jerarquías femeninas del campo, Hasse e Irma Grese. Los lunes, miércoles y sábados, duraban las revistas desde el amanecer hasta que expiraba la tarde, hora en que tenían ya completa su cuota de víctimas.
Cuando aquellas dos mujeres se presentaban a la entrada del campo, las internas, quienes ya sabían lo que les esperaba, se echaban a temblar.
La hermosa Irma Grese se adelantaba hacia las prisioneras con su andar ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil desventuradas mujeres, mudas e inmóviles, se clavaban en ella. Era de estatura mediana, estaba elegantemente ataviada y tenía el cabello impecablemente arreglado.
El terror mortal inspirado por su presencia la complacía indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía en absoluto de entrañas. Con mano segura escogía a sus víctimas, no sólo de entre las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la atención de Irma Grese.
Durante las «selecciones», el «ángel rubio de Belsen», como más adelante había que llamarla la prensa, manejaba con liberalidad su látigo. Sacudía fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo mejor que pudiésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que derramábamos la hacían sonreír. ¡Qué dentadura más impecable tenía! ¡Sus dientes parecían perlas!
Cierto día de junio del año 1944, eran empujadas a los lavabos 315 mujeres «seleccionadas». Ya las pobres desventuradas habían sido molidas a puntapiés y latigazos en el gran vestíbulo. Luego Irma Grese mandó a los guardianes de las
SS
que claveteasen la puerta. Así fue de sencillo.
Antes de ser enviadas a la cámara de gas, debían pasar revista ante el doctor Klein. Pero él las hizo esperar tres días. Durante aquel tiempo, las mujeres condenadas tuvieron que vivir apretujadas y tiradas sobre el pavimento de cemento sin comida ni bebida ni excusados. Eran seres humanos, ¿pero a quién le importaban?
Mis compañeras sabían que yo solía acompañar al doctor Klein en sus visitas médicas. Me suplicaron que me lo llevase hacia los lavabos para rescatar de allí a algunas pobres desgraciadas. Otras me rogaron que intercediese por la vida de alguna amiga, de su madre, o de su hermana.
El día que el doctor Klein iba a llegar, sentí que se me subía el corazón a la garganta, porque allí notaba su palpitar. Me había decidido a arrancar de las garras de la muerte a unas cuantas de aquellas criaturas por lo menos, costara lo que costase.
—
Herr Oberarzt
—le dije, temblando de pies a cabeza, cuando comenzamos nuestra ronda—, indudablemente, ha debido haber alguna equivocación en las últimas selecciones. Han encerrado en los lavabos a algunas prisioneras que no están enfermas. Acaso no valga la pena mandarlas al «hospital».
Hice como que no sabía nada de la existencia de la cámara de gas.
—Pero usted no tiene medicinas —me contestó el doctor Klein—. Además su directora hizo la selección personalmente. Poco es lo que puedo yo hacer ahora.
Esto ocurrió antes de que en nuestro campo hubiese hospital ni enfermería ninguna, y no me atreví a proponerle que cuidásemos nosotras mismas a las enfermeras. ¡Teníamos doctoras internas en cada barraca, pero carecíamos de medicinas!
Decidí lisonjear un poco al doctor Klein.
—Estas pobres mujeres ya no tienen a nadie ni nada en el mundo —insistí—. No tienen hogar ni familia. Pero a algunas todavía les vive la madre, o una hermana, o un hijo en el campo. Yo le suplico, doctor, que no se las separe. ¡Piense usted en su hermana o en su madre, si la tiene!
El doctor Klein no me contestó. Le había hablado mientras nos dirigíamos a los lavabos. Ya habíamos llegado. Con una sola y breve palabra de mando, los centinelas de las
SS
forzaron la puerta claveteada. Entramos.
Allí estaban las 315 mujeres, que habían permanecido encerradas en aquel lugar tres días y tres noches. Muchas habían muerto ya. Otras, que ya no podían tenerse en pie, estaban sentadas en cuclillas sobre los cadáveres. Había más todavía, verdaderos esqueletos vivos, que se encontraban demasiado débiles para levantarse. Encerradas, como habían estado, durante tres días, ahora parpadeaban al ver la luz y se llevaban las manos a la cara.