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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (123 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Estamos en paz. —Lento aparta lejos la concertina—. Todo es bueno con agua y comida, ¿verdad?

—Y abrigo. Este animal me va a dar calor, seguro. Ahora, solo esperar... y dormir.

—No...

—Estoy cansado. Durmamos los dos.

—Yo iré a ver a Aguirre. Tenemos que saber cuanto antes.

—Hace bien —tapa con cuidado la botella y la devuelve a la espalda del oso—, muy bien... no quisiera morir sin descubrir esto... tiene que decirme quién es Jack... quién es...

Alto duerme.

____ 56 ____

Jack

Jueves noche

Todo esto fue lo que me contó Torres el día que entré por la ventana de sus habitaciones después de muerto. Recuerda que habíamos dejado la narración de los hechos ahí, hace cuatro días, ¿verdad? ¿Más? Claro, aquí encerrado no tengo noción del tiempo... antes, en las alturas, entonces yo era el tiempo, pero ahora los días empiezan con su llegada y terminan con su marcha... por cierto, ¿su compañero?

Lo lamento. Ambos han tenido muy mala suerte. Transmítale mis mejores deseos. ¿Y usted se encuentra mejor?

Lo celebro. Sigamos entonces. Torres me había contado todo esto, por supuesto, no fue un relato con tanto lujo de detalles como el que yo les he hecho, no hubo tiempo para tal en la hora y media que pasamos juntos antes de ser interrumpidos. Lo he enriquecido con lo que fue contándome a lo largo de tantas noches a partir de entonces, en largas y añoradas conversaciones.

—Es muy tarde —dijo tras un largo suspiro y un estornudo—. Seguro que la señora Arias puede hacernos algo, no estará durmiendo... cierto, usted ya... Perdone mi torpeza, don Raimundo, he pasado toda la noche en vela. —Sí, había pasado toda la noche entre la comisaría y el campo de batalla del río Lee. Los refuerzos solicitados por el inspector Abberline llegaron cuando las ascuas de la refriega ya se enfriaban, se hicieron muchas detenciones, incluyendo la del propio Torres y Perceval Abbercromby. No fue en rigor una detención, pues ellos no habían cometido delito, al menos ninguno que se pudiera probar, puesto que el allanamiento, estando en compañía del heredero del lord, era un cargo sin sustento y su disparo hacia De Blaise... sus bienintencionados amigos policías dieron por buena la explicación de que fue una simple salva de advertencia. Abberline decidió encargarse de ambos en persona, y de poco más podía ocuparse. El oficial de aquellas lanchas se presentó. Pertenecían a un destacamento acuartelado a dos millas río abajo, temporalmente... muy extraño.

El cuerpo de Ribadavia fue encontrado de madrugada, pescado con una red del fondo del canal. Se había hundido, enfermo, herido, tal vez inconsciente por el golpe del hombre de De Blaise. El asunto no iba a suponer incidente diplomático alguno. Ribadavia estaba allí por su cuenta y riesgo, era famoso por su indisciplina y su excentricidad, y a la postre se vio que no tenía tantas amistades influyentes como pensaba. Una pregunta formal del gobierno español y una respuesta no menos formal del británico cerraría el asunto. Torres se ofreció para encargarse de la repatriación del cuerpo, él lo llevaría a España, junto a la familia Ribadavia, que estuvo siempre en buenas relaciones con su padre. Su ofrecimiento fue firmemente rechazado.

—Usted no puede marcharse, Torres —respondió Abberline—. No vamos a detenerle, pero no podemos permitir que abandone ahora este país. Si su pregunta es, si tengo autoridad para hacer tal cosa, no lo sé. Espero que no me obligue a averiguarlo.

No lo hizo, Torres seguía sintiendo que tenía algún deber en esa ciudad. El y Percy trataron de denunciar el comportamiento de De Blaise, que por cierto había desaparecido de escena, como Bowels, pero no tenían prueba alguna de su intento de asesinato contra Percy. El joven lord insistió y Torres lo disuadió. Había ramificaciones en esa trama demasiado profundas, capaces de traer hasta allí al ejército de su majestad, y de decir que todo aquel desastre era causado por un enfrentamiento contra un grupo de fenians, como dirían las noticias más adelante; De Blaise parecía intocable.

—Usted sabe que no mentimos, inspector—argumentaba Torres—.John De Blaise trató de hacer daño al señor Abbercromby.

—O tal vez defenderse de un ataque de este, vi su actitud durante esta noche...

—¡No! —gritó Percy—. ¡Ese hijo de puta nos tendió una emboscada!

—Tranquilícese, Perceval —continuaba Torres—. La animosidad entre ambos es palpable, y justificable en su caso, si me permite mi opinión personal. No pueden estar los dos en...

—No voy a detenerle, ni a usted tampoco, señor Abbercromby. Caballeros, tenemos ciertos asesinatos entre manos, no hay tiempo para atender a viejas riñas. —El inspector no estaba de buen humor, nadie lo estaría en su lugar, contemplando cómo los movimientos de esa partida se ejecutaban al margen de uno. Luego. Bajando el tono, añadió—: Creo que su lugar hoy, señor Abbercromby, está en Forlornhope pese a sus reservas.

—Tiene razón, inspector, disculpe mis modales. Si tiene la desvergüenza de aparecer por ahí De Blaise...

—No es eso. Lamento tener que comunicarle que ayer su padre sufrió un ataque.

—¿Cómo?

—Desconozco las circunstancias médicas exactas. Una apoplejía, creo.

La furia de Percy desapareció. Pareció triste, triste por el fin de aquel hombre que odiaba, que le había despreciado desde su nacimiento.

—¿Se encuentra bien, Perceval? —se preocupó Torres, ya apartados de los oídos de los policías que recorrían la isla recogiendo heridos y muertos—. Debiera ir a su casa, y mantener...

—Intentó torturarme, ¿sabe?, como hizo su padre con él. Un tormento en aras de una máxima aberrante, durante muchos años.

—No entiendo...

—Y sin embargo... yo deseaba ese tormento. —Respiró largo, paladeando el aire. El agua ya había dejado de caer y la mañana quedó muy fresca. Es extraño cómo la climatología se calma en cuanto hay muertos—. Me voy. Gracias.

Al mediodía, Torres estaba ya en casa de la viuda Arias, y suponía que Perceval Abbercromby estaría en Forlornhope, tal vez junto a John De Blaise. No parecía posible que volvieran a intentar internarlo en Bedlam, pero, desde luego, tras un duelo frustrado y un intento de homicidio, con su padre postrado; con todo esto, el futuro de Percy no era alentador. ¿Quién mandaba en esa mansión de locura ahora? Lord Dembow perdido entre la vida y la muerte, el señor Ramrod muerto por el Monstruo... ¿De Blaise? ¿Un hombre sumido en el alcohol y los narcóticos, amargado por un matrimonio forzado, envenenado por el odio? No parecía el líder apropiado. ¿El doctor Greenwood? Nadie sabía de su paradero.

En cuanto al otro desaparecido, el sargento Bowels, había saltado al agua en cuanto vio acercarse posibles trabas con la ley. Probado nadador como era, negoció sin problemas la situación y terminó de nuevo en su refugio londinense que con tanta amabilidad le proporcionara Abbercromby, la casa de St John's Wood. Allí lo encontró Percy y allí lo dejó estar. Dijo que marchaba ya del país, harto de tanto tejemaneje que no entendía.

—Señor Abbercromby —explicó—, le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Pero ese De Blaise es intocable, nada podemos contra él, yo menos que nadie. Me voy. —Se quedaría allí hasta mediados de noviembre, y luego marcharía a ultramar, a mis américas o a Asia, en busca de fortuna.

Así quedaron las cosas. Mientras Torres almorzaba sin ganas, llegó una nueva visita inesperada, una más. La campanilla de la puerta de la señora Arias se había convertido en los últimos dos meses en heraldo de sorpresas. En esta ocasión era Juan Martínez, el amigo de don Ángel. Tenía un deplorable aspecto, arrugando el ala de su chistera entre las manos, los ojos enrojecidos y oliendo a alcohol.

—Ay, señor Leonardo —se lamentó—. Vine y me fui a putas. El señor Ángel me dio buen dinero, y su mujer de usted también, y pensé en darme a la jarana... ¡ay! Llevo dos días aquí, si hubiera... Fui esta mañana pa la embajada y me encuentro esto. Si hubiera estado... ¡ay!, mi compadre estaría vivo, y el señor Ángel...

—No se haga malasangre, Juan. Nadie sabe qué hubiera pasado de estar usted. Mire, su compadre no pudo ayudar a don Ángel.

—Seguro que lo intentó, ¿verdad?

—Claro, se llevó a un par por delante. Nada pudo evitar lo sucedido, estaba de Dios. Ahora los dos descansan en paz.

—¡Yo tenía que estar con ellos!

—Vamos. Repatriarán el cuerpo de don Ángel. Tal vez debiera usted hacerse cargo de los restos de Ladrón.

—Me da mucha pesambre todo esto, señor Leonardo. Tengo que hacer algo. —Y se quedó allí, en la puerta, de guardia, día y noche. Allí lo vi y él no a mí. Esa falta no se la tuvo en cuenta Torres.

—Creo que debiera irme de aquí, don Raimundo —dijo al fin abatido y sin dejar de moquear—. Ya ve lo que mi presencia ha traído: amigos muertos, desaparecidos, y el asesino, los asesinos siguen en la calle, sean quienes sean.

—Yo me alegro de que esté aquí.

Gracias a mis nuevos oídos escuché pasos en la escalera antes de que llamaran a la puerta. Torres abrió. Era el inspector Abberline, sacudiéndose el frío al entrar. Tras él venía un hombre alto, todo de negro, tanto la ropa como el ánimo; Perceval Abbercromby. Al verme, allí sentado, se echó hacia mí con su aparatosa Lancaster en mano.

—¡No!—Torres se interpuso.

—Ese monstruo...

—No es él.

Abbercromby quedó sorprendido, lo que aprovechó el español para explicar a vuelapluma lo ocurrido; quién fui yo y quién era ahora. Hubiera esperado más incredulidad en ambos, joven lord y detective, pero supongo que estos caballeros ya estaban acostumbrados a lo extraordinario, se habían topado con demasiados horrores para tener en cuenta uno más, horrores que habían mermado su creencia en la bondad del hombre, y hasta sus convicciones religiosas. Los dos me miraron intrigados. Vi en sus ojos una extraña mirada. Estaba acostumbrado a las miradas de miedo, a esa forma de mirar que el hombre reserva a las bestias. Esta vez era distinto, yo era un objeto, lo que veía en esas miradas era el intento de encontrar vida en mí.

—¿Habla?

—Claro que hablo, inspector, mejor que antes. Por cierto, tengo cosas que decirles. —Les conté mi situación. Les dije el peligro que corría Torres, cómo el asesino, Jack, el Dragón... fuera quien fuese, iba a por él. Cómo había escapado de su burdel en el West End y la urgencia de que el español volviera a casa.

—¿Todo eso es cierto? —me preguntó sin atreverse a dirigirse a mí el incrédulo inspector.

—Así lo vi. Y lo escuché. Y está aquí en mi memoria. —Abrí me pecho de lata—. Ya no olvido nada.

—Me va a perdonar, Torres —¿no era a mí a quién debían ir dirigidas esas disculpas? Hablaba como si yo fuera obra de Torres—, pero no sé si en las circunstancias en las que se encuentra... su amigo, no es un testigo fiable.

—Imagino que no en un juicio —respondió Percy—. Para mí es suficiente. Vayamos por ese asesino.

—¿Pretende que entremos...? Ya se le ha tolerado suficientes desmanes, señor Abbercromby, no debiera forzar su suerte.

—¿Suerte? —Las manos del joven lord se crisparon, pensé que iban a estallar en una descarga de violencia, y también debió pensarlo Torres, porque estornudó oportuno para disipar la presión de la furia reinante con una sorpresa—. Como quiera, inspector. Su otra opción es ir con sus hombres, si es que le quedan de confianza, y entrar en un burdel a capturar una autómata pensante que está matando putas en el East End. ¿Podrá hacer eso? ¿Podrá convencer a sus superiores del sentido de esa acción? —Abberline no respondía—. Creo que sería más apropiado que fuéramos los tres, asegurarnos de que lo que dice esta cosa, es cierto.

No hubo objeción por parte de nadie. Les di la dirección de la guarida de Satán en Londres, y para allá salieron. Percy y Torres, este último para mi sorpresa, comprobaron que su arma estaba bien cargada.

—Pase a mi alcoba, don Raimundo —me dijo el ingeniero una vez guardado su revólver en el bolsillo—. No se mueva, nadie le molestará. Volveremos pronto.

—Tengan cuidado. No le miren a los ojos.

Quedé solo, a oscuras. Oí como cerraban la puerta con llave. Me había llevado cantimploras con mi alimento, dos decenas de ellas. Bebí un sorbo. Hice el propósito de recordar a Torres que necesitaba esa bebida, tal vez él sabía lo que era. Con un trago podía aguantar hasta un mes. Necesitaba resistir por toda la eternidad.

A mi lado estaba el Ajedrecista, su Ajedrecista. Yo no lo había visto nunca, y quedé fascinado, mirando, una especie de versión primitiva de mí. Me senté a su lado, tomé las piezas. Si alguna vez tuve una experiencia existencial, fue en ese momento.

Oí la llave moverse en la puerta, no habían pasado ni diez minutos, no podían ser ellos. Me quedé muy quieto mientras escuchaba unos pasos livianos en la habitación de al lado y un suave tarareo. Una lámpara se encendió. Alguien entró en el cuarto. Juliette, el espíritu inquieto de la casa, el diablillo que entraba en las habitaciones vacías de los inquilinos buscando secretos con que satisfacer su hambre de emociones. Ahora imaginaba que su insaciable curiosidad la empujaba a saber qué había pasado en las dependencias de Torres, a qué todo ese trasiego de señores enfadados, todo ese frotarse las manos su madre, nerviosa, todo... se quedó mirándome con los ojos muy abiertos. Yo ni me moví.

—¡Oh! —exclamó, y se acercó—. ¡Cómo has cambiado! —¡Me reconocía! ¿Cómo era posible? — ¿Jugamos? —Lo entendí. Creía que era el Ajedrecista, y en cierta forma estaba más cerca en la escala evolutiva de esa máquina que reposaba a mi lado que de la niña que me miraba pasmada. Ella manipuló palancas y controles, encendió la máquina de la que creía que yo formaba parte, o creyó hacerlo, y movió una pieza. Yo, despacio, moví mi caballo.

—¡Nooo! —rió divertida—, así no es. —Corrigió mi movimiento, proporcionándose cierta ventaja, por cierto. Así seguimos, jugando una partida. Yo solo movía mi brazo izquierdo, por lo demás, permanecí inmóvil. Juliette reía y movía las piezas, no siempre de un modo legal, y hablaba y se burlaba de mí. Acabó ganando por primera vez en sus encuentros contra la máquina, claro, y salió corriendo del cuarto, festejándolo. Al llegar a la puerta se detuvo, chistó hacia mí, y cerró de nuevo con una llave que sacó de su mandil.

La puerta permaneció tiempo cerrada. Un efecto colateral de mi nueva vida, es lo consciente que era, que soy, del paso del tiempo... mientras estoy despierto, me refiero. No dejo de ser un reloj que habla, nada más, y así cada segundo es uno e irrepetible para mí... es igual, me temo que mi alejamiento de la especie humana ha sido tanto, en modos tan distintos, que ya no soy capaz de comunicarme con ustedes con claridad.

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